martes, 6 de agosto de 2013

Segundo capítulo de "El sueño de Keith White"

Hola, queridos lectores. He decidido subir también el segundo capítulo para que se vea cómo está orientada la novela, pues con el primero probablemente parecía algo muy diferente. No sé si al acabar de leer el segundo capítulo estaréis menos confusos o más, pero allá va:



“Somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños.”

(William Shakespeare)



2. TÓCALA OTRA VEZ, SAM




Abro los ojos. Estoy completamente empapado en sudor. Me palpo los brazos, pero no hay ningún tubo enganchado a mí. Consigo centrar la mirada y suspiro aliviado cuando veo la lámpara de mi habitación a la que le falta una bombilla. Debería cambiarla, pero… hoy no es el día. Miro el reloj de mesilla: 7:29. Una vez más, me he despertado un minuto antes de la alarma. Espero a que suene, la apago al instante, y me levanto despegándome la sábana de la espalda desnuda. Enciendo el reproductor de música de la estantería y comienza a sonar “Blood Brothers” de Iron Maiden, lo que me induce a sonreír, pues su melodía lenta pero intensa es lo que necesito para enfrentarme a este... ¿martes?, ¿miércoles? Miro el reloj de mesilla otra vez para ver la fecha. Jueves, 24 de octubre de 2013. Maldita sea, solo queda una semana para Halloween y todavía no tengo una suegra de la que disfrazarme.
La voz de Bruce Dickinson empieza a sonar a la vez que el agua me moja el pelo. Debería haber puesto la música más alta, no oigo nada. Blasfemo un poco y empiezo a cantar para suplir el volumen bajo.
Salgo de la ducha y todavía no ha acabado la canción de siete minutazos,  de los cuales me siento a disfrutar ahora, en silencio, el último de ellos. Da paso a Nick Cave y su “Into my arms”. Aprovecho para subir las persianas de toda la casa y meto dos rebanadas de pan en el tostador. Mientras, preparo un café, que está listo justo cuando las tostadas saltan. Busco algo para untar en la nevera, y al cerrar la puerta veo mi pizarra blanca magnética pegada a ella: “Anuncio máximo veinte segundos de perfume de mujer. Elitista. Colores rosas. Modelo muy delgada. Culo bonito”. Me siento y empiezo a untar mermelada de melocotón en las tostadas. Al mirar el cuchillo empiezan a venirme ideas. ¿Qué tal una chica que se raja el cuello y salen pétalos de rosas? Eso evocaría al perfume, lo rosa, lo femenino, lo natural… pero quizá resulte violento a ese maricón de Easton. Supongo que esa misma tía de culo tan bonito defecando los pétalos le parecería más tentador. Es un estúpido anuncio de perfume, ¿qué importa lo que salga en las imágenes? Pon una chica guapa frotándose unas rosas al borde del orgasmo y tienes excitado a medio país. El otro medio son las esposas echando una mirada a su marido que indica que esa noche el único sexo que van a recibir será por parte de sus propias manos. Pero luego lo compran las muy pillinas.
Cuando doy el último trago al café miro el reloj y veo que ya van a dar menos diez. Me pregunto en qué momento ha empezado a sonar Yngwie Malmsteen. Me pongo mi mejor traje del armario, uno de Armani en gris oscuro, casi negro, y me ato los cordones de los únicos zapatos que tengo que aún parecen medio nuevos. Agarro mi maletín, apago el reproductor y salgo de casa.
—Puntual como siempre —dice Sam, que me está esperando en mi portal—. ¿Vas de boda o algo? No te vi tan elegante ni en el funeral de Gibson.
—Hoy presento una idea de spot para un perfume, y parece que son elitistas —respondo tendiéndole la mano—. No fui tan elegante al funeral de Gibson porque los muertos dan dinero a la prensa rosa, pero no a los publicistas.
—Santo Dios, Keith, la sangre de ese hachazo me ha salpicado hasta a mí.
—¿Cómo vas con tus diseños? —pregunto con poco interés—. ¿Qué fue de la idea del pato con una pistola?
—Decidí descartarla al final, porque me dijo Easton que…
No estoy escuchando. Caminamos por la Quinta Avenida esquivando a una manada de empresarios que van en dirección contraria. Son tantos que casi no veo al mendigo que siempre está a unos metros de mi casa pidiendo limosna, y tengo que saltarlo acrobáticamente.
—¡Buenos días! —me saluda, apartándose su pelo largo y canoso. Su extensa barba blanca tiene varias migas y gotas de algo rojo, probablemente ketchup de su hot-dog del desayuno.
—¿Sabes, Sam? —le interrumpo, pues creo que había dejado de hablar del diseño del pato hace un buen rato y ahora me estaba contando sus planes para Halloween, algo que siento que aún me importa menos—. Hoy he tenido un sueño raro de cojones.
—Sorpréndeme.
—Me despertaba en una camilla y llegaba una pelirroja con un cuerpo de infarto, vestida de Armageddon o alguna mierda espacial de esas, y me decía que me había explotado una bomba… o un misil, algo así. Resulta que después íbamos a una sala con muchas pantallas y había un tío, el presidente, que decía que había que evacuar la ciudad porque había una enfermedad…
—¿Nueva York?
—No, no, una ciudad que me he debido inventar. Todo era rollo nave Star Trek.
—Quiero de tu droga.
—Bueno, a lo que quería llegar es a que todo el mundo se volvía loco y tenía que salir de allí, aún con la pelirroja sexy, y entonces aparecía un calvo con una pistola y me pegaba un tiro.
—¡Coño!
—Me decía que su hija había muerto por mi culpa, que yo debía protegerla porque era una especie de guardián. Pero lo más acojonante es que antes de que me volara los sesos, ¿sabes quién le disparaba a él?
—¿Quién? ¿Martin Easton?
—Con mucho menos dinero que Easton.
—¿Yo?
—Con mucho menos dinero que tú.
—¿Tú?
—Hijo de puta —río—. El mendigo de al lado de mi casa, éste con el que casi me tropiezo hace unos minutos.
—¿El mendigo te salva la vida? ¿El que desayuna hot-dogs y luego los caga en tu contenedor?
—Estoy como una cabra. Los estadounidenses hacemos un cine que nos lo creemos demasiado.
Sam se ríe y me da una palmada en el hombro. Tiene treinta años y los iris más claros que he visto en un ser humano. Es de esa gente que luce unas arrugas al lado de los ojos de tanto sonreír, y cuando lo hace su enorme boca va casi de oreja de soplillo a oreja de soplillo. Es rubio y su piel es tan clara que parece alemán, noruego, finlandés… alguna cosa del norte de Europa. De hecho, sus cejas son tan claras que creo que no tiene y que las arrugas de su frente son quienes marcan la expresión ocular.
—Anoche quedé otra vez con Jess —empieza a contarme—. Odio ir a un restaurante en el que me dejo una pasta para que no coman casi nada. Se me quitaron las ganas de salir después y me fui a casa. ¿Y tú qué?, ¿noche destacable?
De repente dejo de mirar cómo mi sombra es mucho más baja que la suya y le observo fijamente. Mi rostro adquiere una mueca de terror.
—No… no me acuerdo.
—¿No te acuerdas? Menudo fiestero estás hecho, cabrón.
—No, Sam, de verdad. No me acuerdo.
Me invade el pánico. ¿Creía tener todo bajo control y no soy capaz de recordar qué hice anoche? ¿Qué fue lo que tomé para soñar algo que me pareció tan real? ¿Me habían drogado?
—Bueno, tío, a veces pasa. Yo no suelo acordarme de lo que he comido hace una hora, y también hay días que…
—Keith White —me sobresalta una niña tirando de mi manga. Me detengo.
—¿Perdona? —pregunto sorprendido.
—Keith White… eres tú —dice con un mechón de pelo negro delante de los ojos.
—¿Conoces a esta niña? —interviene Sam.
La niña abre los ojos oscuros como platos, casi parece que van a saltarse de sus órbitas, y de pronto me percato de que el hecho de verme le horroriza y da unos pasos hacia atrás.
—¡Eh, no…! —la llamo—. ¡Espera!
Ella se asusta más y sale corriendo hacia la carretera. Lo siguiente ocurre tan rápido que no sabría describirlo. Un taxi da un frenazo, pero es demasiado tarde. La niña es arrollada por el coche, cuya parte derecha se eleva dejándola bajo las ruedas. Todos los peatones gritan aterrados y corren en su ayuda. Estoy congelado, petrificado. No puedo asumir lo que acaba de suceder ante mis ojos. Sam me saca de mi trance y tira de mí.
—¡Dejadle paso! —grita, y el gentío nos mira—. ¡¡¡Mi amigo trabajó en un hospital!!!
—¡¿Qué dices, hijo de puta?! —Le miro con el ceño fruncido y apretando los dientes—. No seas…
—Ayude a mi hija, por favor —solloza un hombre a mis espaldas—. Dios mío… mi hijita… mi cielo… Dios mío…
Me doy la vuelta para calmarle, pero al ver su rostro mi corazón da tal vuelco que cierro la boca para que no se escape. La mano comienza a temblarme. Siento cómo mi camisa está totalmente impregnada en sudor bajo mi americana. A este hombre lo he visto antes. Este hombre lampiño se acercó a mí en mi sueño y me disparó.
—Sam… este hombre…
—¡Ayúdale, joder! —me interrumpe Sam, y prácticamente me lanza a los pies del taxi.
Me arrodillo frente a la niña mientras oigo a Sam gritar: “¡Era cirujano! ¡Puede salvarla!”. Me gustaría contradecir a este imbécil pero el miedo crece en mi interior cuando empiezo a creérmelo. Cuando empiezo a creerme que realmente yo fui médico. Como puede ser que ayer estuviera operando a un paciente por la noche, pues no me acuerdo. Me doy cuenta de que sé quién soy, de que sé dónde vivo, dónde trabajo, y que Sam me espera cada mañana para ir a la oficina… pero que realmente todo aquello que no es rutina parece haberse borrado de mi memoria, que todo lo que me hace diferente de los demás, ya sean mis experiencias o conocimientos, ahora solo son cadáveres devorados por los gusanos de la homogeneidad de Manhattan. La niña, que agoniza bajo las ruedas del coche, me mira, me reconoce, pero no sé quién es, puede que ser un tipo trajeado más subiendo la Quinta Avenida me haya hecho olvidar que un día aquella niña formó parte de mi vida, y que mi amigo conoce mi pasado mejor que yo. Me he habituado tanto a una vida rutinaria que me he convertido en una copia de cada uno de los que ahora se encuentran en este corro, mirándome, esperando que salve a la niña, y echando un ojo al reloj mientras tanto para no llegar tarde a la oficina. Un turno de trabajo que vale más que una niña atropellada que no les dará de comer.
Me quito la americana y me remango la camisa. Observo su hombro totalmente desencajado y ensangrentado. Debo encajarlo en su sitio de nuevo.
—¡Salve a mi hija, por Dios…! —clama su padre.
Consigo sacar su brazo de debajo de la rueda delantera y ahora solo tiene la trasera sobre la cintura, que más tarde sacaré también, pero parece estar perdiendo mucha sangre por el hombro. Me quito la corbata y le hago un torniquete, sujeto el brazo, y con un rotundo empujón oigo un chasquido que anuncia que todo vuelve a estar en su lugar. Actúo por intuición, como si algún día mi cerebro hubiera grabado cómo debía socorrer a la gente. La niña grita en ese momento, pero después se relaja al sentir que su brazo vuelve a estar en su sitio. Entreabre los ojos bañados en lágrimas y ve a su padre sujetándole la otra mano. Le pido al hombre que se encargue de vigilar el torniquete y palpo el torso de la niña para ver si todos los huesos siguen intactos o si noto alguna herida profunda. Mis dedos están empapados en sangre y eso parece marearme. Maldita sea, Keith, ¿qué mierda de cirujano eres? Veo que la rueda está bastante hundida en la cintura de la niña. Es el siguiente paso. Veo al conductor de raza negra detrás del padre, mirándome y secándose el sudor de la frente, mientras reza al cielo por la niña.
—¡Necesito que me ayuden a levantar el coche! —chillo a la gente de nuestro alrededor—. ¡Tenemos que sacarla, el coche está presionándole las vértebras!
Tres hombres se acercan a nuestro lado y sujetan el lado derecho del vehículo.
—¡A la de tres! —grita uno de ellos—. ¡Una,…!
—¡Sam, échame una mano! —le reclamo.
—¡…dos,…!
—¡¿Sam?! —Miro a mi alrededor, pero no le veo en ninguna parte. ¿Dónde se ha metido?
—¡¡¡…y tres!!!
Sonrío cuando veo que el coche se levanta mientras se oye llegar a las ambulancias. Sin embargo, mi piel empalidece cuando la niña emite un quebrado grito rasgándose la garganta, pone los ojos en blanco y su cuerpo convulsiona tres, cuatro, cinco veces, hasta que deja de hacerlo. Aparto al padre para sacarla de ahí, pero al tirar del cuerpo, ya inmóvil y sin la rueda encima, me doy cuenta de que prácticamente lo tiene dividido en dos y que lo único que la mantenía con vida era, precisamente, la rueda. El padre también grita. La niña descansa sobre mis rodillas. Mi pulso se agita. Mis lágrimas caen sobre el cadáver.
—¡Oh, Dios mío… Dios mío…! —balbuceo.
—Usted no tenía ni puta idea de cómo salvarla, ¿verdad? —pregunta uno de los hombres que habían elevado el taxi, sin esperar respuesta y consolando al padre.
Dejo a la niña en el suelo y me levanto, me tiemblan las piernas. La gente se aparta, me hacen un pasillo. No aplauden, no insultan, no reaccionan ante mi fracaso. Busco a Sam entre todos ellos, pero no lo encuentro. Veo cómo todo el equipo médico la mete en una ambulancia. Es tarde, está muerta, pero no digo nada más, decido que no debo estar allí y me marcho. Aquel hombre me dijo en mi sueño que la vida de su hija estaba en mis manos y la perdió por mi culpa. Acaba de suceder exactamente lo mismo. ¿Cómo lo había sabido? ¿Cómo había sabido que precisamente su hija, ese mismo día, sería atropellada y yo tendría que salvarla? ¿Qué ha sido de mi pasado? ¿Dónde demonios está Sam? No entiendo absolutamente nada y solo puedo sacar algo en claro: no todo es tan simple; lo de anoche no era solo un sueño.