—Tengo que confesarte algo. Nos conocemos desde niños, así
que siempre has estado en mi vida. Nos hemos reído, hemos llorado, hemos
disfrutado y padecido de todo. Y ahora, como adultos, estamos aquí. Seguimos
aquí. Nada ha podido con nosotros. Esa sensación de tenerte en mi vida es
impagable, es lo más valioso que me ha ocurrido y ojalá lo vieras como yo.
—Sabes que siento lo mismo, Leo.
—No, escúchame, Fátima. Hemos sido amigos mucho tiempo y,
conforme hemos madurado, hay sentimientos que inevitablemente han surgido en mi
interior. He empezado a adorarte, a pensar en ti constantemente, a imaginarnos
dentro de unos años mano a mano llevando una vida juntos.
—Y así será, ¡por supuesto! ¡No pienso olvidarte!
Leo suspiró.
—Lo que quiero decir… —vaciló unos segundos—. Dios, que te
quiero. Que me haces demasiado feliz como para conformarme con cómo ha sido
todo hasta ahora.
—Un momento… —Al fin, Fátima cayó en la cuenta—. Sabes que
yo también te quiero. Pero somos amigos, Leo. Es normal que a veces confundas
tus sentimientos, yo también siento admiración hacia ti, pero conocemos los
límites.
—¿Y quién ha puesto esos límites? ¿Por qué no dar el paso? —preguntó,
derrotado—. No confundo sentimientos, sé que es amor.
—Bueno, pues… —resopló—. No es mutuo. Siempre te querré como
mi mejor amigo. Y ya está.
“Y ya está”.
El suelo se resquebrajó debajo de Leo. Justo antes de
derramar una lágrima de impotencia, su cuerpo se precipitó al vacío y cayó
varios metros. A su alrededor sólo había oscuridad. Se preguntaba si Fátima también
habría caído con él.
Unos segundos después, su cuerpo se zambulló en un líquido
anaranjado. Cuando Leo pudo salir a la superficie a tomar aire, paladeó aquel
fluido burbujeante. Su desconcierto fue mayúsculo al reconocer el sabor de una
Fanta.
Nadó hasta la orilla. En su entorno todo eran formas
curvilíneas y de colores chillones variopintos. Un anciano con larga barba
blanca, una túnica y una carpeta, se acercó hasta Leo, que aún jadeaba de
rodillas frente al lago naranja.
—Disculpe, caballero —dijo el viejo—. ¿Está bien?
—¿San Pedro? ¡¿Estoy muerto?!
—¡Oh, no, no! —negó—. Soy Gabriel.
—¡¿El arcángel Gabriel?!
—¡No! Gabriel Rodríguez. Funcionario —aclara—. A ver, ¿es
usted sujetavelas, pagafantas, platónico…?
—¿Qué coño? ¿Dónde estoy?
—Esto es la Friendzone. No sabemos cómo empezó todo, pero
aquí estamos todos los frustrados en el amor. Los no correspondidos.
—¿Fátima me ha rechazado?
—¡Desde luego!
—¡Joder! —Leo golpeó el suelo con rabia—. Y ahora me he
cargado nuestra amistad de la infancia.
—Uh, “amigos inseparables de la infancia”. Lo apunto —asiente,
mientras escribe algo en su carpeta.
—¿Cómo salgo de aquí?
—Oh, no se puede salir de la Friendzone. Se entra sin darse
uno cuenta, pero ya nunca se sale —explica Gabriel—. No obstante, si te das
prisa, puede que llegues a la hora de cenar en el Ala de la Paja Triste.
—Me asusta lo que me servirán allí.
Pasaron los días. Leo comenzó a investigar. Elaboró planos,
buscó posibles salidas, pero era imposible. A él se unieron varias personas.
Eran varias cabezas pensantes, pero ni aun así conseguían encontrar un método
de huida.
—No lo entendéis, la salida está en nuestros sentimientos —afirmó
Nadia, una chica que desafortunadamente se enamoró de su amigo gay—. Sólo
dejando de sentir lo que sentimos podremos salir de la Friendzone.
La gente tachó de loca a Nadia, pero a Leo le parecía el
razonamiento más lógico hasta la fecha. Más que nada, porque ya había probado
de todo. La angustia de no poder salir de aquel lugar le obligó a obsesionarse.
Provocó que no fuera capaz de dejar de pensar en que no podía abandonar la
Friendzone. Que tenía que seguir luchando por ello. ¿Cómo borrar esos
sentimientos por Fátima, si jamás podría olvidar que debía escapar de aquel
lugar?
Nadia y él se apoyaron mutuamente. Cada día, hablaban de
cualquier estupidez que les hiciera por un momento olvidar sus frustraciones.
Llegaron a caerse bien. Por las mañanas, Leo creía vislumbrar un cielo más
despejado, un agua menos naranja y burbujeante, unas personas menos cubiertas
de dolor.
Una noche, Nadia y él caminaban por la orilla del lago
cuando, de pronto, el suelo volvió a agrietarse, pero esta vez, para que unas
escaleras comenzaran a alzarse de la nada hasta perderse en el cielo.
—Es la salida —dijo Nadia—. Lo hemos conseguido.
Leo, anonadado, dio dos pasos hacia el primer escalón, pero
entonces se detuvo. Las ideas se agolpaban en su cerebro, como equinos
esperando un pistoletazo de salida que nunca llegará:
—Creo… creo que no quiero subir.
—¡¿Qué?! —bramó Nadia—. Maldita sea, tomemos esas putas
escaleras y seamos felices ahí afuera.
—No. —Leo agarró las manos de Nadia—. Me gusta estar en la
Friendzone. Me gusta ser el mejor amigo de Fátima. No quiero derrumbar todo lo
que hemos construido. No valoré lo que me daba en realidad. Incluso la culpaba
por haberme mandado a este lugar. Pero, ¿sabes? Quizá debí valorar que, pese a
mi desafortunada declaración, quisiera seguir siendo mi mejor amiga. No podemos
obligar a nadie, por mucho que daríamos por estar con esa persona, a que se
enamore de nosotros. Deberíamos valorar lo que tenemos y nos proporciona. Si
ella hubiera cedido por pena o por consideración, jamás habría conocido a otras
personas. Jamás te habría conocido a ti. Alguien que me entiende y siente lo
mismo por mí que yo por ella.
—¡¡¡De puta madre!!! —chilló Gabriel a sus espaldas, y subió
a zancadas las escaleras hasta perderse en la oscuridad de la noche—. ¡Que os
follen, pardillos!
Nadia se quedó en silencio unos segundos hasta que,
finalmente, le abrazó.
—No quiero perder a nadie. Ni a ti, ni a todos los que hemos
conocido, ni a mi amigo gay.
—Entonces, ¿seguimos paseando?
—Por supuesto —concedió, reemprendiendo la marcha—.
Podríamos invitar mañana a nuestros amigos a cenar, ¿no crees?
—Suena bien.
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