Érase una vez un pequeño pueblo
perdido en un valle, flanqueado por dos grandes cordilleras, aislado de toda
comunicación con el exterior. Los habitantes se autoabastecían: había sastres,
huertos y granjas suficientes para no necesitar ningún tipo de importación. Los
escasos cien pueblerinos pasaban alegremente todos sus días entre las montañas,
saludándose en cada esquina y reuniéndose en la misa de los domingos.
Sin embargo, la tragedia se
cernía sobre el lugar, pues tanto aislamiento había hecho que los excrementos
de las vacas, cabras y ovejas de los granjeros, las cuales pastaban en las
laderas de las montañas, empezaran a inundar el aire de pestilencia. La sonrisa
permanente de los rostros de los habitantes cada vez se veía más truncada por aquel
terrible olor, que se acumulaba en el valle formando una atmósfera apestosa
entre las laderas, concentrándose con más ahínco abajo del todo, en el pueblo. Si
bien todos esperaban acostumbrarse al hedor y seguir viviendo con cordialidad,
Ramón no podía soportarlo más y decidió tomar cartas en el asunto.
Una mañana se despertó muy
temprano, se puso sus guantes de cuero, cogió una pala y una carretilla, y
salió de su casa en completo silencio. El pueblo dormía todavía. Su plan no era
otro que recoger todos los excrementos de la ladera y echarlos al otro lado de
las montañas, de tal forma que ya no llegara su olor al valle y pudieran
recuperar su agradable aroma a manzanilla.
Conforme comenzó a subir vio las
primeras deposiciones. Se tapó con un pañuelo mientras las echaba a la
carretilla y continuó subiendo. Fue muy ingenuo pensando que él solo iba a
poder recoger toda esa boñiga, pues en unos escasos treinta minutos su
carretilla ya estaba a rebosar, y pesaba mucho. Al echar la vista atrás, veía
el pueblo muy abajo. Era estúpido dar la vuelta ahora, tenía que llevarlo todo
al otro lado de la montaña.
En ese momento, un pastor se
cruzó en su camino. “¿Necesitas ayuda?”, le preguntó. Ramón lo pensó fríamente,
miró hacia la cima y vio que ya no estaba tan lejos. Si él solo lo conseguía,
todo el mérito sería suyo, así que rechazó amablemente la ayuda del pastor y
siguió empujando la carretilla.
Diez minutos más estuvo
recogiendo deposiciones hasta que las ruedas de la carretilla se rompieron,
pero afortunadamente no se desparramó la caca sobre él. Ya que llevaba guantes
y nadie más podía verle, se le ocurrió una absurda idea, pero que
sorprendentemente funcionó. Consiguió formar una gran bola de abono, como si se
tratara de un escarabajo pelotero. Así, solo tenía que pasarla por encima de
otros excrementos para que se pegaran a la bola y facilitaran su trabajo.
Pesaba mucho, pero Ramón empujaba
la bola cuesta arriba y ésta seguía haciéndose más y más grande, rodando hacia
la cima, hasta que un leñador se acercó. “¿Va todo bien, amigo?”, le preguntó.
Ramón simplemente asintió, pues el agotamiento no le dejaba ni vocalizar, y
siguió subiendo y recogiendo mojones.
Llegó un momento en el que la
bola tenía un diámetro el doble de alto que él, solo le quedaban unos metros
para la cima, y se emocionó tanto que se pasó de largo un pequeño excremento de
oveja, de esos del tamaño de una oliva. Ramón se dio cuenta enseguida, así que
le acercó la pala con una mano, sujetando la bola de abono con la otra. Se
estiró y estiró, pero al final le flaquearon las fuerzas y se desplomó sobre la
hierba. Su expresión de horror incrementaba, así como la velocidad de la bola
de caca, rodando por la ladera, directa hacia el pueblo. Ramón echó a correr,
pero era imposible alcanzarla.
El cura levantó el cáliz en el
altar, frente a todo el pueblo reunido en el interior de la iglesia. “Porque
ésta es mi sangre…”, pronunciaba. Mientras tanto, la bola recorría las calles
del pueblo, chocando contra las fachadas y pringando todo de mierda. Una paloma
que comía unas migajas en la plaza del pueblo fue arrasada por la enorme caca.
La fuente solo contenía caca. Los huertos ya solo sembraban caca. La máxima
velocidad permitida de las señales de tráfico era caca. “¡Y éste es mi
cuerpo…!”, clamaba el cura cuando las puertas de la iglesia se derrumbaban y la
bola estallaba completamente, llenando de mierda a absolutamente todo el pueblo
y al cura, que aún estaba con la boca abierta.
Finalmente, lo único que acabó al
otro lado de la cordillera fue Ramón, huyendo lo más lejos posible de aquella
masa enfurecida y llena de caca.
Y es que no podemos acusar a
aquel valiente de lo que hizo. A veces, nuestra mierda va acumulándose,
intentamos ocuparnos solos del problema, rechazamos toda ayuda, aparentando que
no la necesitamos y que todo está bien. Mientras tanto, la bola se hace más y
más grande, y lo que creías que era solo tu problema, acaba salpicando a todos
los que no lo merecen. Al final, todos acaban en tu mierda. Son fechas de
compartir con la familia y los amigos momentos especiales, pero dejemos la
superficialidad a un lado y valoremos lo que tenemos. Y cuando quien nos quiere
se preocupe por nuestra mierda, dejémosle que lo haga. Si no lo haces por ti,
hazlo por él.