miércoles, 31 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad: La Organización de las Musas Inspiracionales

El joven miraba con frustración la pantalla de su ordenador portátil, en la cual la primera página estaba completamente vacía desde hacía casi una hora. Ya era el tercer café. Solía ir siempre a la misma cafetería porque se ocultaba en uno de esos callejones que solo conocen aquellos que viven a cien metros como máximo.

Kathli lo observaba desde el rincón más oscuro. Decidió que ya había sido suficiente. Su cuerpo se transformó en el de un pequeño cachorro de rottweiler. Caminó sobre sus cuatro patitas hasta el joven y le saltó encima. Fue rápido de reflejos y lo agarró en el aire. El cachorro le dio dos lametones en la cara y se le acurrucó. El joven no pudo evitar sonreír. Un par de minutos después, el pequeño can se marchó por la puerta de la cafetería. Kathli, ya en su forma original, pudo ver al muchacho empezando a teclear.

Acabó la jornada. Kathli pasó por la sede de la Organización de Musas Inspiracionales (OMI) para fichar. En el aseo, se echó algo de agua a la cara. Necesitaba despejarse antes de emprender el camino a casa.

—¿Un día duro, Kath? —le preguntó Treene mientras se acicalaba sus rizos negros como el carbón.

—He tenido que inspirar a un chico que quería escribir un relato en una cafetería. Tras analizarlo durante un par de días, decidí convertirme en un chucho. —Se encendió un cigarrillo. Sabía que no estaba permitido fumar ahí, pero hacía tiempo que estaba asqueada de ese trabajo. Incluso le ofreció a su compañera, la cual se negó.

—No te quejarás. Yo he tenido que mimetizar en lluvia. A través de una ventana, a las afueras de la ciudad. Un guitarrista que no encontraba el último acorde de su composición.

—¿Crees que este trabajo lo merece? ¿El esfuerzo por lo que ganamos?

—¿Y cuál lo merece, hoy en día? Al menos las musas podemos decir que hacemos más feliz a la gente. ¿Qué sería del mundo sin inspiración? —Treene agarró la mano a Kathli—. ¿Existiríamos siquiera?

—¿Y quién nos inspira a nosotras? —exhaló una bocanada de humo—. ¿Por qué después de inspirar a alguien yo me siento igual de desgraciada? —Se apartó uno de sus mechones rubios que entorpecían el recorrido del cigarrillo.

—Tu hijo debería ser suficiente inspiración, preciosa.

Treene estaba en lo cierto. Esa noche, al llegar Kathli a casa y pagar a la canguro, se sintió realmente bien al abrazar a aquel pequeño de cinco años. Una hora era lo máximo que disfrutaba con él. Ya era tarde y tenía que acostarse. Afuera hacía frío, así que lo tapó con dos mantas.

Era medianoche y Kathli estaba sentada en el marco de la ventana del salón. Nevaba. Recordó aquel día en que mimetizó en una lechuza blanca, volando entre los copos de nieve y posándose sobre una rama frente a una diseñadora de vestidos de novia.

Se desnudó y se metió en la cama. Adoraba sentir el calor y la suavidad de las sábanas en su piel. Una lágrima reptó por la cara hasta empapar la almohada. Simple frustración.

—No llores, Kath —susurró alguien en la oscuridad.

La musa se sobresaltó y miró alrededor en la habitación. Allí estaba Treene, en el rincón más oscuro, como ellas acostumbraban, despojada de toda ropa. Kathli casi podía escuchar su corazón acelerándose conforme se acercaba. Permaneció inmóvil mientras Treene tiró de las sábanas, dejando su cuerpo desnudo a la intemperie. Sabía que ella no le iba a dejar pasar frío. Se tumbó a su lado y las yemas de sus dedos recorrieron el torso de Kathli.

—¿Realmente eres Treene? —preguntó—. ¿O sabías que solo ella es capaz de inspirarme y has adoptado su forma?

—Quieres ir más allá, lo sé —fue toda respuesta—. Sé que te gustaría inspirar a todo el mundo, pero sobre todo que tú te sintieras orgullosa de ti misma. —La mano de Treene bajó hasta situarse entre las piernas de Kathli—. Abstráete. —Empezó a acariciar—. Abstráete hasta que vayas más allá de lo material, más allá de lo temporal. —Apretó más—. Encuentra la mayor abstracción. —Kathli, con los ojos cerrados, comenzó a resollar—. Puedes sentir que todos te contemplan. Que todos sonríen por ti. Y que tú sonríes por ellos. Lo tienes todo. Lo has conseguido. Has alcanzado la máxima abstracción.

Kathli llegó al clímax entre los susurros de Treene. Realmente podía sentirlo. No era ella misma. En esos días de frío, supo que podría inspirar como nunca lo había hecho. Llegaría a todo el mundo, a los más desamparados, los más privilegiados, a los más amables y a los más mezquinos. Poseída por el éxtasis, supo que era capaz de cualquier cosa. Incluso de un milagro.

Treene se levantó de la cama y se acercó a la ventana.

—No, quédate —rogó Kathli—. Jamás pude imaginar esto. Y ahora necesito que regreses aquí.

—Somos musas muy diferentes, tenemos nuestras vidas. Nos hemos saltado el protocolo del OMI, pero sentí que debía inspirarte, preciosa.

Kathli asintió. Sabía que estaba en lo cierto. Las normas decían muy claro que no debían implicarse con otras musas.

—Una vez al año, Treene. Al menos te necesitaré una vez al año.

—Entonces estaré de nuevo aquí en 365 días.

—¿Y cómo llamarías a lo que acaba de suceder? ¿A este tiempo en el que ahora me sentiré capaz de inspirar y llenar de ilusión a todo el mundo? ¿Cómo lo llamaremos cada año?


—Leí una historia curiosa hace algún tiempo cuyo nombre se me quedó grabado en la mente. Lo llamaremos “Navidad” —propuso, pero no esperó respuesta. Su cuerpo se convirtió en polvo blanco y, finalmente, en un haz de luz, se perdió entre las estrellas mientras Kathli la observaba a través del cristal.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Homomaquia

            —No podemos quejarnos, Lucas —opinó Rodrigo mientras se secaba los labios, manchados de aceite de un buen estofado, con la manga de su toga.
            Todos en aquel lugar vestían así. Cientos de varones con sus indumentarias negras vivían a sus anchas en un recinto más o menos amplio en el que tenían todo lo que querían. O casi todo.
            —Treinta y dos años —apuntó Lucas—. Treinta y dos años y solo he vivido entre hombres. Aún recuerdo vagamente a mi madre, pero me la arrebataron demasiado pronto.
            —¿Para qué tenemos la televisión? —replicó—. Ahí puedes ver todas las que quieras. Pero disfruta de todo esto. ¡Mira qué parajes! —Levantó sus brazos y los movió en círculos—. ¡Mira qué banquetes!
            —Lo sé. Pero no nos han preguntado qué vida queríamos. Me hubiera gustado poder elegir dónde vivir y…
            Sonó el escalofriante bocinazo. Todos los hombres agarraron sus togas y empezaron a correr de lado a lado, buscando un lugar donde esconderse. Ambos amigos se levantaron tan rápido que se volcó la mesa, desparramando toda la comida sobre sus pies. Lucas recorrió con la mirada todos los refugios de su alrededor. Tanto fue así que ni se percató de que Rodrigo ya había desaparecido. No había tiempo. Echó a correr y se refugió bajo la parrilla.
            Las bestias aparecieron. Sus sucias pezuñas se hundían en la tierra. El pelaje graso y azabache brillaba con la luz cobriza del atardecer. Se alzaban sobre sus dos anchas patas, haciendo temblar su alrededor a cada paso. Su cuerpo robusto se ensanchaba en los hombros y era flanqueado por dos brazos musculosos que terminaban en garras. Su cabeza, con un morro negro que resoplaba cada pocos segundos y unos cuernos amenazantes, se iluminaba con las pupilas rojas incrustadas como rubíes sobre ónice.
            Lucas, aterrorizado, veía cómo las bestias buscaban un buen ejemplar humano. Todos se habían ocultado demasiado bien, y empezó a temer que su escondite no fuera el más adecuado, así que intentó echarse más para atrás. Desgraciadamente, su espalda tocó el acero de la parrilla, aún ardiente, y no pudo evitar soltar un leve chillido. Al instante, una de las bestias asomó, clavando su mirada rojiza en la de Lucas, y le golpeó en la cabeza.

            Varias horas después, probablemente ya en la mañana del día siguiente, Lucas se encontraba con los ojos vendados y recibiendo golpes, escuchando música a un volumen enloquecedor y con su cuerpo desnudo sudando a chorros por las altas temperaturas del lugar.
            Alguien le arrancó la venda de los ojos y le empujó antes de que estos se le acostumbraran a la luz. Una puerta se cerró tras él. Tras unos segundos, Lucas comenzó a vislumbrar un graderío a su alrededor, plagado de cabezas negras con cuernos, vitoreando al guerrero que salió frente a él en aquella arena. Era una de esas bestias, vestida para la ocasión, blandiendo una espada y un capote. No, Lucas no quería luchar. Corrió alrededor del ruedo, pero no tenía escapatoria. Tenía que enfrentarse a él totalmente desprovisto de armas.
            Intentó embestirle para arrebatarle la espada, pero en el último segundo la bestia le esquivó. Lucas se sorprendió de que no aprovechara para darle una estocada y matarlo. Estaba jugando con él. El público aplaudía. Dos intentos más. No lo conseguía, pero tampoco él le atacaba.
            La bestia se retiró. Lucas creyó que todo había acabado, pero aparecieron otras dos montadas en unas criaturas cuadrúpedas que rugían mientras trotaban hacia él. Intentó sortearlos en vano. Le clavaron varios pinchos en la espalda mientras le flanqueaban. No tenía escapatoria. Acabó derrumbándose. Las bestias desaparecieron, cabalgando hasta fuera de la arena. La boca le sabía a sangre. Tiritando y tambaleándose, consiguió ponerse en pie de nuevo. “Por Dios, otra vez no…”, musitó al ver al guerrero salir de nuevo, armado con su espada y capote.
            Lucas sabía que si salía de allí, alcanzaría la vida de ensueño que siempre deseó. Y por supuesto, su única opción era enfrentarse a él. Estiró su brazo y se arrancó uno de los puñales de la espalda. La sangre fluía a borbotones. Lucas corrió hacia la bestia, pero de nuevo le esquivó y, esta vez sí, le asestó un corte con el filo de la espada en el hombro izquierdo. El hombre se desplomó de nuevo. No sentía el brazo. No podía moverlo. Miraba con horror su mano, en la que desembocaba el río de sangre entre los dedos.
            La bestia cornada intentó clavarle nuevamente su arma, pero entonces Lucas rodó a un lado y con su puñal dio un tajo en la muñeca de la bestia, haciéndole soltar su arma, de la que con sorprendente agilidad se apropió el hombre. Con una sola mano alzó la espada y la ensartó en el vientre de la bestia. Ésta cayó sobre la arena y él tiró del mango para dar la estocada final entre los dos ojos rojos de aquel ser.
            La esperanza se abría paso durante unos instantes en los que todo parecía indicar que la bestia iba a ser derrotada. Pero no. Las bestias que montaban en aquellos horribles cuadrúpedos le derribaron y clavaron varios pinchos más al hombre, que soltó el arma y cayó a cuatro patas junto a la bestia, tiñendo la arena de rojo y viendo cómo ayudaban a levantarse a la criatura. Su último aliento lo exhaló cuando la espada le atravesó el tórax y la luz se fue apagando poco a poco, mientras los rugosos dedos de la criatura agarraban una de sus orejas. Ya al final solo sintió el filo de uno de los puñales de su espalda cortando los cartílagos. Y el vibrar de los aplausos.

jueves, 30 de octubre de 2014

Problemas de Corazón

El Corazón estaba sentando en el bordillo de la callejuela de detrás de la oficina, una de esas de tan poco tránsito que el propio silencio suena diferente. No había podido contener las lágrimas y se había ido a un lugar donde nadie pudiera verle.

—¿Un mal día, colega? —le preguntó el Cerebro, que se encendía un cigarrillo mientras se sentaba a su lado.

—No me gusta que me vean así —respondió—. A nadie debería importarle cómo me sienta.

—Bueno, colega, si no te tienen en cuenta a ti, ¿a quién van a tener?

—Eso fue en otro tiempo, Cerebro.

—¿Y qué ha cambiado ahora, colega?

El Corazón, furioso, se puso en pie y clavó su mirada en él. El Cerebro podía sentir los pálpitos perforando su lóbulo parietal.

—¡Primero de todo, deja de llamarme “colega”! —bramó—. Segundo, ¡¿de verdad quieres saberlo?! ¡Todo esto antes era mío, ¿sabes?! Esta empresa funciona gracias a mí. Me he dejado los ventrículos para que todos podamos llevar una vida adelante en armonía. Y ahora, ¿qué pasa? Que con los años en vez de ascender, me he quedado en nada. Se han olvidado de mí. Eso sí, cuando pasa algo… —Puso una mueca—, “¡oh, veamos al Corazón, veamos si todo va bien, lo necesitamos!”.

—Ya veo. Nadie intenta eclipsarte, co… compañero.

Relajó sus arterias y se sentó de nuevo.

—Es desde que entraste en juego —murmuró el Corazón—. Tú tenías tu función. ¿Por qué no dejaste que yo hiciera la mía?

—Haces tu función. Mantienes con vida todo esto. Necesitamos que sigas latiendo. Ése es tu papel aquí. Como el mío es pensar.

—¿Pero acaso no me he ganado, con el tiempo, el derecho a tomar decisiones de la empresa? No sé, si otra empresa, del otro sexo, hace que me agite cada vez que los Ojos la ven, que la Piel se eriza, que los Labios la besan. Si me hacen trabajar a unas pulsaciones que jamás creí que alcanzaría… Si incluso ha conseguido que tú dejes de pensar en esos momentos. Es decir, si tú no has trabajado y yo lo he hecho intensamente, ¿no me he ganado el derecho a decidir?

—¿Hablas del “amor”?

—No me vengas con tecnicismos de cerebros. Hablo de eso que me hace sentir vivo todavía en esta empresa —suspiró—. Dime, ¿no me he ganado ese derecho?

—Lo meditaré, Corazón. —Apagó el cigarrillo y se levantó—. Me marcho, me necesitan.

El Corazón le vio marchar. Se secó las lágrimas y simplemente suspiró.

—¿En qué momento tomaste el control… “colega”? —dijo cuando ya no podía escucharle.

martes, 30 de septiembre de 2014

Experiencia religiosa

Miguel hacía zapping mientras su espalda parecía fundirse sobre el cuero del sofá. El cántico de su periquito era el único sonido que duraba más de dos segundos. En pleno agosto y con la crisis de los cuarenta, mataba el tiempo hasta la hora de la cervecita con un par de colegas. Así que, maldita sea, ¿quién era el que estaba tocando el timbre?

Se levantó y abrió la puerta. Un hombre muy gordo, casi calvo, con barba de varios días y una camiseta de tirantes plagada de manchas de comida, estaba ahí, en el marco de la puerta, haciendo un sobreesfuerzo para sonreír.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes, soy Dios —fue la respuesta del gordo.

—¿Perdone?

—Que soy Dios, el Todopoderoso, el Señor, el Padre Vuestro que está en los Cielos.

—Oiga, perdone, no estoy para este tipo de tonterías.

—No te miento, Miguel.

—¿Cómo coño sabes mi nombre? —se asustó levemente—. Bueno, supongo que todos sabemos leer el buzón. Dudo que Dios tenga tu aspecto.

—Me he metido en el cuerpo de este desgraciado. Si Satán lo hace, ¿por qué yo no?

—Venga, si eres Dios, podrás demostrarlo, ¿no?

—Está bien —dijo el panzudo. Levantó el dedo índice y señaló hacia la jaula del periquito—. Apártate.

De pronto, el pájaro estalló en pedazos, tiñendo la jaula con su sangre. Miguel se llevó las manos a la cabeza y gritó horrorizado.

—¡¡¡Oh, Dios mío!!!

—Dime.

—¡¡¡Oh, Dios, lo has matado!!! ¡¿Por qué te lo llevas a él, que era un encanto y no había hecho nada?!

—Es lo que hago siempre. ¿Puedo pasar? Quiero comentarte algo.

Miguel, aún tiritando, asintió y se echó a un lado. Dios se sentó en el sofá, justo sobre la mancha de sudor de Miguel. Pareció no importarle mucho. De hecho, levantó un lado de su trasero para tirarse una sonora flatulencia.

—Anda, tráeme una cerveza —pidió Dios.

—¿No puedes cogerla tú? Usando, no sé, ¿alguno de tus divinos poderes? —se burló Miguel.

—Puedo, pero también creé la pereza.

Dios apuntó con su dedo al gato.

—¡Vale, vale, vale! —exclamó Miguel, interponiéndose entre el gato y Dios—. Deja a Lolo en paz. Te traigo la cerveza.

Veinte segundos después, apareció con un botellín abierto y se sentó junto a Dios.

—¿Por qué has venido? —preguntó Miguel.

—Estoy cansado, muchacho. Llevo miles de milenios haciendo esto, y siento que ya no puedo más.

—¿Te vas a morir?

—Yo no puedo morir, joder. Soy Dios, aquí no muere nadie si yo no quiero.

—¿Y entonces por qué ya no puedes más? ¿Es porque los humanos estamos destruyendo el mundo? ¿Porque estamos agotando sus recursos? ¿Porque hemos creado una sociedad deshumanizada? ¿O quizá porque…?

—Qué va, qué va. Lo que hagáis con vuestra vida me da igual. Pero es un coñazo controlaros. Me levanto y miro la agenda: un huracán por aquí, un inesperado reencuentro familiar por allá, un aborto natural por acá… Que soy omnipresente, pero también tengo una vida. Me estoy dando cuenta de que toda esta mierda del Universo me está apartando de las cosas realmente importantes.

—Entiendo. Quieres dedicar más tiempo a los tuyos. ¿Tienes familia?

—Tuve un hijo con una mujer casada y acabó crucificado. Desde entonces me ha costado encontrar a alguien que realmente merezca la pena.

—¿Y ahora tienes novia?

—Novio. Pero no es a lo que voy. Quería pedirte que tú continúes con mi trabajo.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—No sé, cuarenta años y en el paro. Te estoy haciendo un favor. No está muy bien pagado pero, tampoco te lo voy a negar, es un trabajo que se hace solo.

—Pero… yo no soy omnipresente… ni tengo poderes, ni puedo cambiar el destino de la gente, ni el tiempo, ni el azar…

—¡¿Cómo que no?! —se sorprendió Dios—. ¿Por qué nadie me lo había dicho? Si yo siempre quise haceros a mi imagen y semejanza… ¡Joder, puta mierda! ¿Cómo lo hacéis para seguir vivos los humanos?

—Bueno, no sé. Tirando.

—¿Nadie tiene poderes? Algún amigo, familiar… un perro, o algo.

—No que yo sepa.

Dios dio el último trago a su cerveza y se puso de pie. Exhaló un suspiro.

—Pues voy a tener que hacer un Apocalipsis, ¿eh? —Se rascó la cabeza—. Yo paso de complicaciones.

—Pero… ¿hay salvación para nosotros?

—No, no creo. Siento haberte interrumpido, ¿estabas viendo algo?

—No echan gran cosa.

—Vaya, bueno, gracias por la cerveza. Lo siento por el Apocalipsis.

—Nada, no te preocupes. Cuida de los tuyos. De todo se sale.


El cuerpo del gordo estalló en pedazos y embadurnó de sangre todo el salón. Una luz celestial salió hacia el techo, lo rompió, y se perdió entre las nubes. Miguel se alegró de que el mundo se fuera a acabar: no tenía por qué limpiar todo el estropicio.

sábado, 30 de agosto de 2014

Tres peculiares cuentos

Con motivo del inicio del nuevo curso, aquí traigo tres breves cuentos para que nuestros niños empiecen con fuerzas y, gracias a sus profundas moralejas, reflexionen y maduren en sus andanzas por la vida:


Cuento 1: El apretón

Érase un hombre humilde que un buen día, sin saber muy bien cómo había llegado a darse tan honorable situación, tuvo una cena de empresa en la que tenían, ni nada más ni nada menos, que al nuevo rey Felipe VI dando el discurso principal.

Inconsciente él, comió todos los tentempiés que le ofrecían en bandejitas, y poco a poco, una carga empezó a engendrarse en su interior. Tenía unas ganas mortales de cagar, pero no iba a marcharse en pleno discurso del Rey, sería un delito moral y perderse un acontecimiento histórico. Así que esperó y esperó, con una multitud de topos buscando una salida por su ano. Ya empezaban a asomar cuando el Rey finalizó. “¡Por fin!”, pensó.

Sin embargo, inmediatamente cerraron el lugar y no le permitieron utilizar el servicio. El hombre corrió y se metió en su coche. Tenía que cagar. Condujo en plena noche. Había doble atasco, tanto en la calle como en su culo, y tardó una hora más en llegar a su casa. Bajó del coche.

Al subir a casa, no se cagó en su mujer porque quizá moría ahogada. Tenía el baño ocupado. Se estaba depilando el chocho. “¿Puedo entrar?”, rogó. “¡Me da vergüenza que me veas así, ve al otro baño!”.

El hombre caminó con el culo pegado a la pared, haciendo tapón, y rezando todo lo que se sabía, incluso le dio tiempo de tararear el opening de Dragon Ball. Desafortunadamente, al entrar en el otro baño, vio que no había váter. “¿¡Qué cojones…?!”, chilló. Su mujer lo había perdido en una partida de póker.

Con lágrimas en los ojos y pensando una forma de asesinar a su mujer sin que los medios lo calificaran como “violencia machista”, bajó a la calle y corrió en busca de un bar. Resultó ser el Día Tuitero de No Abrir tu Bar. “Joooodeeeer…”.

Miró a ambos lados de la calle. No había nadie. A la mierda, nunca mejor dicho. Vio un árbol. Oh, bendito árbol. Iba a abonarlo para un año. Se bajó los pantalones. Ya con el culo al aire y el badajo tañendo las campanas para anunciar lo que se aproximaba, apareció el Rey. “Buenas noches”, le dijo Felipe VI. Cuando el hombre abrió la boca para responder, dejó de ejercer presión y su culo cedió. Un pedo ensordecedor emanó de su ano.

Se prolongó al menos durante diez minutos. El Rey miraba anonadado al hombre ponerse colorado mientras ese trompeteo amenizaba el silencio y unos buitres empezaban a volar en círculos sobre sus cabezas al oler la pestilencia de la carroña.

Cuando la flatulencia al fin cesó, el hombre se dio cuenta de algo terrible: no tenía ganas de cagar. Solo había sido un maldito pedo. Todo por un pedo. El Rey se marchó sin decir nada más. El hombre se subió los pantalones. Un pedo. Maldita sea.

MORALEJA: A veces guardarte todo dentro no es bueno. Podría ser solo un pedo y estar amargándote la vida.


Cuento 2: Caraculo

Érase una vez un hombre con un serio problema de autoestima. En su caso, estaba más que justificado.

Su mujer siempre le llamaba “caraculo”. Tenía gracia al principio, pero se convirtió en costumbre. Sus hijos empezaron a hacerlo también. Cuando iba al trabajo, era oficialmente el “caraculo”. Por los pasillos, en las reuniones, viajes de empresa, convenciones... Caraculo.

Ni sus amigos le respetaban. Era llegar y todos: “Aquí está el caraculo”, y le obligaban a beber en orinal. Era insoportable para él. Buscó apoyo en sus padres, pero ellos, por su avanzada edad, no lo reconocían. “¿Quién es este hombre con cara de culo?”, preguntaban con inocencia.

Tanta presión le hizo caer en lo más bajo. Tuvo una aventura con una joven, a escondidas de su mujer, claro, pero más tarde se enteró de que era una fetichista de lo anal. Vaya.

Desesperado cogió el coche bajo los efectos del alcohol. El caraculo condujo y condujo hasta detenerse en el puente. Se bajó y saltó la barandilla. Ya en el bordillo, se asomó para ver si la altura era suficiente para matarse.

Justo en ese momento, un albañil que trabajaba en la reforma del puente le vio asomarse y le gritó: “¡¡¡OIGA, QUE AQUÍ NO SE PUEDE CAGAR!!!”.

MORALEJA: Si no les gusta tu cara, que miren tu culo.



Cuento 3: Solicitud de amistad

El caballero abrió la puerta del torreón, empapado con la sangre del dragón y cojeando por la cruenta lucha que acababa de tener lugar. La princesa se hallaba con su portátil en la cama.

—¿Tú no tendrías que estar dormida, y que yo te despertara con un beso y esas cosas?
—Relaja, tío. Unas amigas están subiendo unas fotos de su viaje a los Bosques de Rezzgarlüm.
—No me jodas, ¿qué amigas? Se supone que llevas aquí encerrada toda tu vida esperando a un caballero que te rescate.
—Claro, pero amigo, ¿Internet? ¿Te suena? Redes sociales, conocer gente, ya sabes. ¿Has venido por el evento que puse en Facebook?
—Evento de… ¿de qué coño hablas?
—En Facebook.
—Vi una foto en Instagram. Foto desde el torreón, filtro Hudson, creo.
—¿A través de qué hashtag?
—Mmm… #Instarescate, o algo así.
—¿Y cómo has podido pasar con ese dragón ahí?
—Lo he matado, ¿qué iba a hacer?
—¡¿QUÉ?! ¡No al maltrato animal! Voy a compartirlo en Facebook, una imagen con el dragón desangrándose seguro que conciencia a la gente.
—¿Tú deliras? Un dragón no es un animal.
—¿Qué es si no?
—No sé, una criatura mitológica.
—Un animal. Asesino.
—Mira. Ya vale. He venido hasta aquí, que no sabes la de trasbordos de mierda que he tenido que pasar. He matado a un puto dragón que medía como… ¿ocho metros? Con una puta espada forjada con diamante, que es la única capaz de matar a semejante bestia. Que tú no sabes lo que me ha costado encontrar un puto sitio en el que forjaran espadas de diamante en Albacete. Pero lo he hecho. He salido victorioso, llego aquí y, al menos, un jodido beso me darás, ¿no?
—Has matado al dragón. Asesino.
—A Cenicienta un pardillo le puso un zapato de su talla y se casó con él. Yo te he matado un maldito dragón.
—Asesino.
—Me cago en la leche, bésame y me voy, que no te pido más.
—Vete a Meetic. Cierra la puerta al salir. Además, parecías más guapo en la foto de perfil. El viejo truco del brillo. Y deja el puto móvil, que te estoy hablando.


MORALEJA: Cómo nos han complicado las relaciones las tecnologías, ¿eh?

domingo, 20 de julio de 2014

Carta a los que ya no están

Últimamente todo son decepciones. Parece que cada vez que intento dar un paso, hundo el pie en una mierda recién echada.
Son días en los que se escucha crepitar las cenizas de incendios que ya creía extinguidos. Días en los que he necesitado una mano a la que agarrarme y me he aferrado a las ortigas. Días en los que mis sueños se esfuman antes de que tan siquiera haya podido conciliar el sueño.
Toda mi vida deseando estudiar cine y recibí una gran bofetada de la realidad cuando, basándose prácticamente en mi currículum y sin poder demostrar ningún conocimiento, no me admitieron en la Escuela de Cine. No había plan B. Ése era el plan desde el principio, desde que me alcanza la memoria. No he podido demostrar nada. Corten.
Cuando te llevas una decepción de estas dimensiones, te das cuenta de lo estúpido que ha sido decepcionarse por otros asuntos. La impotencia. La impotencia es lo que destroza. Tantas personas han desaparecido de mi vida sin que haya podido evitarlo, sin darme explicaciones… Decepción. Pero no por uno mismo. Por lo mal que está la vida. Porque lo que a ti te importa no le importa a nadie más. Da igual que ames a alguien con locura, eso no vale nada si decide decepcionarte. Da igual que sueñes dedicarte a algo con todas tus fuerzas, te rechazarán porque solo eres una hoja entre cientos.
Todo eso ya no está. Te abandona. Se rinde contigo. Aunque tú no te rindas. Porque tú sabes cuánto vales. Tú sabes lo que tienes que cambiar y lo que no. Una decepción te hace reflexionar, te hace madurar, te hace orientarte a lo que realmente quieres para ti. El problema es orientarte a lo que los demás quieren de ti.
¿Y sabéis? Pienso en todos esos sueños que tenía y aún sonrío. Pienso en esa gente que me falló, y sonrío por los buenos momentos que pasé antes de que me decepcionaran. Pienso en unas cervezas con dos amigos cualquier tarde de éstas, que puede que un día me decepcionen, y sonrío. Con orgullo echo un par de huevos y sonrío. Así que lo siento por el destino, pero tendrá que pisotear una sonrisa.
A los que ya no están: gracias por no volver.
Escribo desde Liverpool. Voy a estarme un mes aquí. Solo. A la aventura.

viernes, 27 de junio de 2014

La complejidad del amor

Atada, amordazada, reprimida en una celda; ella le mira desde el otro lado de los barrotes. Él la mira y le sonríe. Ella le sonríe a él. Esa mirada. Esa capacidad de poder destruirle en cualquier momento.

Apaga las luces, oye las uñas arañar el metal. Quizá nunca salga de ahí. Ella le ama. Él la ama. Qué más da cuánto tiempo pasó desde el rapto. Ella le suplica que no la suelte. Él se preocupa por si los grilletes le aprietan demasiado. “No lo suficiente”, responde.

Esa enfermiza forma en que a veces la baña y roza su magullada piel. Ese rubor que a ella le invade con solo sentir la áspera yema de sus dedos. Ese día de la semana que por fin le da alimento. Gracias, mil gracias.

Ella quiere que sea él quien la mate. Que lo haga ya. Pero él no lo hace. No quiere matarla. Le importa. Es importante para él. Se preocupa por ella. Gracias, mil gracias.

Hay días en los que él solo se sienta y la observa. A ella le gusta que la mire. Fijamente a los ojos. Sin prisas. Sin distracciones. Dedica todo su tiempo a ella. Gracias, mil gracias.

Ambos son conscientes de que más allá de esas paredes nadie podría entender su amor. Que no son nada sin el otro. Lo endeble de su cordura.

Jamás saldrán. El amor es demasiado complejo ahí fuera.

sábado, 31 de mayo de 2014

Sábados y rosas

Maribel recolocaba las macetas de tulipanes de la segunda estantería cuando Carlota rompió el silencio que hacía más de diez minutos inundaba la floristería:

—Mira a ese pobre chico. —Señaló al banco de enfrente de la tienda. Maribel podía verlo a través del cristal. No tendría más de treinta años—. Lleva llorando casi media hora. ¿Quién llora enfrente de tantas flores hermosas?

La anciana sintió lástima por el muchacho. Realmente parecía tener un gran disgusto, lloraba descorazonadamente a poco más de un metro de las flores que exhibían en la calle. Maribel cogió una rosa que iba a cambiar de ubicación y salió de la tienda.

—Te queda mucha vida por delante como para gastar todas tus lágrimas ahora, joven —le dijo, mientras se sentaba a su lado—. ¿Qué te pasa?

—La he perdido —respondió—. Llevaba casi diez maravillosos años con ella, y la he perdido por una tontería, en cuestión de segundos.

Maribel no quería entrometerse de más, pero los sollozos de aquel chico despertaron en ella un instinto maternal que le hizo quedarse ahí, preguntándole más.

—¿No tiene solución? Todo en esta vida tiene solución.

—No la tiene —balbuceó, quebrando su voz entre el llanto.

—Mi marido murió hace casi ocho años. Recuerdo cuánto nos queríamos, pero también discutíamos como verduleras. Tuvimos muchos momentos en los que todo parecía que iba a acabar. Estuvimos a punto de rendirnos cuando el médico me dijo que yo no podía concebir. Eran otros años, no todo era tan fácil como ahora. Desde aquella noticia, mi marido me traía cada sábado una rosa roja, como ésta. —Se la mostró al joven—. El maldito canalla conseguía que aunque ese día lo quisiera lapidar, esperara que me trajera mi estúpida rosa de los sábados. Y, ¿sabes qué, querido? No la quería para nada, se me morían todas, pero cuando el cáncer le venció, cada sábado lloraba porque nadie me traía esa rosa. Todo tiene solución. Lo odiaba, y ahora lo echo tanto de menos… Tanto que ahora tengo esta floristería.

—Es… es bonito —dijo el chico, secándose las lágrimas. Había dejado de llorar.

—Toma, quédatela. —Le entregó la rosa—. Seguro que le encanta.

El muchacho la tomó y se lo agradeció con una sonrisa. Maribel volvió a dejarle solo en el banco, del que a los dos minutos se marchó.

Pasó una semana y, el siguiente sábado, el joven volvió. Esta vez entró en la tienda. Maribel, llena de alegría, no pudo evitar preguntarle cómo le fue.

—Estoy mucho mejor desde aquello —respondió él.

—Pero, ¿se la diste?

—Claro, y hoy vengo a por otra. Esta vez se la pagaré. —Sonrió el chico.

Maribel se la envolvió y no pudo evitar, cuando él salía por la puerta, derramar un par de lágrimas de emoción al ver el reflejo de su marido en aquel muchacho, llevando rosas a su amor cada sábado. No sabía muy bien por qué, veía en él el hijo que nunca pudo tener.

Cada sábado regresó. Si Maribel estaba en el almacén, Carlota iba a buscarla para que atendiera al chico. Ella subía ilusionada y le preguntaba qué tal le iba con ella. Él le aseguraba que era feliz con su amada.

Pero al final, como a toda madre, le invadió la curiosidad y no pudo evitar, tras varios meses vendiéndole rosas al joven, seguirle para ver cómo era su novia. Sin embargo, cuando él llegó al cementerio y se detuvo frente a una lápida, su corazón se encogió. Cuando él le contó que la había perdido, no creía que fuera tan literal. Encima de la tapa de granito se acumulaban varias rosas, a cada cual una semana más marchita, sobre la que se depositó la nueva.

El sábado siguiente, cuando él llegó a la floristería, Maribel le llevó al banco de enfrente.

—No me dijiste que había fallecido.

—Te dije que la había perdido y la seguía amando. Y que ahora era feliz. Cada sábado la visito y me quedo con ella, contándole cómo me va, pasando la tarde juntos…

—¿Cuántos años tienes?

—Veintinueve.

—Siento tu pérdida, pero no es edad para que te amarres a una persona que no volverá a estar entre nosotros, querido… Sé lo duro que es perder a quien amas, pero la vida sigue. No la dejes pasar así, hazlo por tu florista. —Sonrió Maribel al chico.

—Está bien —respondió él, cabizbajo—. Déjeme comprarle una última rosa.

—No, no te dejo comprármela. Te la regalo.

Maribel le entregó la más hermosa que había en el rosal, y vio marcharse al joven entre la multitud, deseando no tener que volver a verle jamás. Deseando que aquel chico saliera adelante.

Hay veces que el destino es caprichoso. Esta vez, eligió acabar con la anciana dos días después. Un infarto paralizó el pulso de Maribel, arrebatándole la vida a medianoche. La mujer, viuda desde hacía tanto tiempo, no tenía a nadie. Cuando Carlota recibió la noticia y le preguntaron si se debía informar a alguien más, solo se le ocurrió a una persona a la que comunicárselo, aquella persona en quien la anciana había volcado su amor.

Hoy, el cuerpo de Maribel yace a varios metros bajo tierra, presidida en la superficie por una tapa de granito y con un epitafio tipicón, cuya inscripción se oculta entre varias rosas rojas, a cada cual una semana más marchita que la anterior.

sábado, 19 de abril de 2014

Sólo pido silencio

Sobre la arena los pies descalzos
Ostentan un cuerpo encaprichado.
Los esbozos del día de mayo,
Oleoso lienzo estriado.

Pinceladas regadas de esperanza,
Ilusiones cegadas por templanza,
Dicharacheros parloteos en la playa,
Ornamentados de mares en calma.

Sume el tiempo que solo mancha,
Instinto constante de alarma,
Lindes marchitadas, al alba,
Entre la luz y el mantra.

Nada detiene el dispendio
Cuando todo lo eclipsa un solo deseo.
Inconsciente, siento miedo:
Olvidé cómo suena el silencio.

domingo, 30 de marzo de 2014

Trazos de realidad

Érase una vez un niño con un extraordinario don. Lo descubrió cuando apenas tenía tres años y le regalaron sus primeros lápices de colores. Su poder no era otro que dotar de vida a sus dibujos. Cada esbozo, fuera el que fuera, se hacía realidad y aparecía ante él. Los monigotes y garabatos flotaban en la habitación mientras sus padres, horrorizados, buscaban ayuda en especialistas, pero nadie fue capaz de encontrar una explicación.

Pasaron los años, en los cuales aquel chico se convirtió en el centro de atención de todos los medios de comunicación, bautizándole así como el “Prodigioso pintor”. Cuando él empezó a darse cuenta de lo que su poder implicaba, mejoró su técnica con los años hasta el punto en el que su obra estaba dotada de tal realismo, que cada trazo abría un nuevo mundo frente a él. Precisamente, tanta presión soportaba a causa de la fama que le resultó imposible llevar una vida normal, o al menos, aceptable para alguien con su poder.

Llegó un día en el que fue incapaz de sobrellevarlo y tomó una decisión que cambiaría su vida. Pintó un paisaje en un lienzo, el cual se hizo realidad, y en el que entró dejando todo atrás. Al fin estaba lejos de todas aquellas cámaras y miradas de estupefacción. Se encontraba él solo en un valle, donde sus palabras resonaban entre las montañas y los pájaros pasaban de largo sin fijarse en él. En cinco minutos había dibujado el hogar de sus sueños.

El chico estuvo dos años creando su mundo perfecto. El lápiz proyectaba ante él todos los recursos que le permitían llevar una vida de paz en la que tenía lo que necesitaba. Pero al final, por mucha presión de la que se había liberado, la soledad le invadía cada noche, el frío que empezó sintiendo en la cama pasó a acecharle las veinticuatro horas. Así que tomó cartas en el asunto y, una tarde de invierno frente a la chimenea, unas pinceladas minuciosamente cuidadas esbozaron la figura de una mujer.

Pasó una semana en la que pulió cada detalle hasta que la mujer de sus sueños apareció en el salón. Su perfección física era tal que el chico no pudo resistir la tentación y pasó una noche inolvidable. Por fin no tenía frío bajo las sábanas. Por fin, cuando se levantaba, alguien le esperaba ahí. Por fin tenía algo por lo que seguir adelante.

Pero no todo era tan hermoso como su apariencia. Él había sido incapaz de dibujar unas emociones, una actitud, una personalidad que definieran a aquella atractiva mujer. Era como un ser inanimado más, y pronto las noches comenzaron a ser tan frías como antaño. Pronto se dio cuenta de que ella jamás le devolvería la sonrisa, jamás desearía nada de él y, por supuesto, jamás le querría. Aquel hombre era capaz de crear todo ante sí y, sin embargo, estaba solo.

Consideró la idea de volver a la realidad donde nació. Aquella que no salió jamás de su imaginación y en la que las personas eran auténticas y capaces de amar. Tuvo que poner dos opciones en la balanza: tenerlo todo no teniendo nada, o no tener nada teniéndolo todo. Sí, debía hacerlo. Era hora de volver.

Por desgracia, no era tan fácil. No había marcha atrás. Él estaba en un mundo que había creado anteriormente. No había hacia dónde huir. No había una puerta que volviera a nuestra realidad, y aunque la dibujase, en el lienzo no podía dibujar el otro lado. Y aunque probó a dibujarlo, aquello no era más que otro producto de su imaginación, algo que había creado asemejándose a sus recuerdos. Pero allí no estaban aquellas personas. Dibujó y dibujó mundos, probó mil maneras de regresar, pero de la pluma jamás podría salir el mundo real. Él solo podía crear.

El resto de su vida lo pasó buscando una puerta o los límites de aquel lugar. Él solo fue una más de esas personas que no supieron dejar de abusar de su poder a tiempo. De los que creyeron que lo tenían todo y no se dieron cuenta de sus carencias. De los que se sumergieron en un entorno de falsedad del que jamás pudieron escapar.



jueves, 20 de febrero de 2014

¡Viva la crisis!

Quizá la crisis no sea tan mala. Quizá que ahora los jóvenes nos resignemos a ciertos trabajos sea lo que el equilibrio kármico le está regalando a todos aquellos padres que menospreciaban el trabajo de otros.

“Como sigas así acabarás de basurero”, “Terminarás de cajero de supermercado o dependiente del McDonald’s”, “Al final serás uno de esos que bailan en las barras”… Recuerdo en mi infancia escuchar a todos los adultos que esos eran auténticos trabajos de mierda y que todos debíamos ser doctores o abogados. Que farfullaban “ar-tis-ta” como despreciando una forma de vida “rarita”. Que hacer un grado medio es lo que hacían los “corticos” que se tenían que conformar con lo que su limitado cociente intelectual les permitía.

¿Y ahora qué? Ahora “haz algo con tu vida, aunque sea un cursillo”. Sí, esos que antes se consideraban de perdedores, ¿verdad? Ahora ser basurero es un honor porque tiene trabajo. Ser cajero es envidiable y dependiente del McDonald's “al menos ha sabido buscarse la vida”. Si bailas en una barra en un pub cuentas tus amigos de Facebook a miles y te consigue mil contactos laborales, ¿no? Y ser artista… bueno, nunca estará bien visto ser artista.

Y yo me alegro tanto de que ahora todos ellos tengan que ver a sus hijos pasándolas putas pese a haberse sacado su Derecho o Medicina, de que acaben trabajando en uno de esos puestos que antes eran de pringados… ¡Qué fácil es menospreciar el trabajo que hacen otros! Pero, ¿sabéis? Todos esos trabajos son necesarios en una sociedad. Si no nos hubieran machacado con que todo eso son “mierdas”, quizá ahora no viviríamos deprimidos porque no encontramos nada más, porque tal vez recoger la basura que como cerdos tiramos a las calles, es un gran aporte para la sociedad. Lástima que quizá esos basureros nunca puedan limpiar la mierda que han cagado todos esos prejuicios inculcados desde pequeños.



martes, 28 de enero de 2014

La batería está a punto de agotarse

—Ojalá nunca hubiéramos llegado a esto —dijo Damián.

—Fue tan progresivo que ni nos dimos cuenta —suspiró Eva.

“¡¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII…!!!”.

Un pitido resonó en toda la cafetería. El terror invadió a un hombre dos mesas más allá, que derramó el café sobre la mesa al levantarse de un respingo. Dejó un billete de cinco euros sobre la mesa y ni siquiera esperó a que el camarero le diera las vueltas. Salió corriendo en menos de dos segundos de la cafetería.

—Hay que ser previsor, joder —se llevó las manos a la cabeza Damián—. No puede ser que no calcules el tiempo suficiente como para tomar un café. Yo antes de salir de casa me he cargado al 100%.

—Yo a las 8, mientras desayunaba.

—Esto… Eva.

—¿Qué pasa?

—Son las 12 menos cuarto.

Eva comenzó a temblar. El pánico le impedía moverse. Damián dejó un billete de diez euros sobre la mesa y le agarró el brazo.

—Mi coche está aparcado a dos minutos, ¡vamos!

—Estoy perdida…

—¡Te queda un cuarto de hora de batería, mueve el culo!

Salieron corriendo de la cafetería. Damián tiraba de la mano de Eva mientras buscaba con la mirada su coche. El corazón le dio un vuelco cuando vio que otro automóvil aparcado en doble fila bloqueaba el suyo.

—Mierda…

Eva distinguió el coche de Damián y el miedo acrecentó en su interior.

—Oh, Dios… —titubeó—. ¡¡¡Oh, Dios!!!

—Corramos, podemos llegar a tiempo.

—No, Damián, es imposible que…

—¡Calla y corre!

Volvió a tirar de su mano y al fin Eva reaccionó. Corrieron y corrieron, cruzando en rojo y empujando a todo el que les obstaculizaba el paso. El cadáver de un hombre yacía en la Plaza Mayor con la luz roja de su batería agotada encendida en mitad del pecho. Tuvieron que saltarlo por encima.

“¡¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII…!!!”.

La batería de Eva anunciaba que solo le quedaban cinco minutos de actividad. Aún quedaban un par de calles hasta su casa. Damián gritaba a los transeúntes para que dejaran paso. El pitido cada vez sonaba más fuerte, hasta obligar a ambos a taparse los oídos.

Por fin llegaron a casa, cuando los decibelios resquebrajaban los cristales del portal, y Eva, casi sin fuerzas, se desplomó sobre el sofá. Damián buscó el mando, el cual encontró enseguida sobre la mesilla de cristal, y encendió el televisor. Eva tenía los ojos cerrados, así que Damián abrió sus párpados con las yemas de los dedos y la puso frente a la pantalla, suplicando y rezando ante las imágenes de un anuncio de perfumes.

El pitido cesó y Eva consiguió levantarse por su propio pie. La batería de su pecho estaba cargada. Lo habían conseguido. Damián la abrazó y besó.

—Es lo que te decía Eva —le susurró—. Ojalá nunca hubiéramos llegado a esto. Imagina un mundo en el que no dependiéramos de las baterías, en el que pudiéramos pasar una tarde entera juntos, sin preocuparnos por ningún sonido irritante o tener que mirar una pantalla. Un mundo en el que la tecnología no materializara algo inmaterial, como es lo que siento estando contigo.

—Pero eso es imposible, Damián —apuntó Eva—. ¿Pasamos por tu casa, te cargas para otras cuatro horas y vamos al cine?

—Está bien, voy a mirar los horarios en Internet.