—Ojalá nunca hubiéramos
llegado a esto —dijo Damián.
—Fue tan progresivo que ni
nos dimos cuenta —suspiró Eva.
“¡¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII…!!!”.
Un pitido resonó en toda la
cafetería. El terror invadió a un hombre dos mesas más allá, que derramó el
café sobre la mesa al levantarse de un respingo. Dejó un billete de cinco euros
sobre la mesa y ni siquiera esperó a que el camarero le diera las vueltas.
Salió corriendo en menos de dos segundos de la cafetería.
—Hay que ser previsor, joder —se
llevó las manos a la cabeza Damián—. No puede ser que no calcules el tiempo
suficiente como para tomar un café. Yo antes de salir de casa me he cargado al
100%.
—Yo a las 8, mientras
desayunaba.
—Esto… Eva.
—¿Qué pasa?
—Son las 12 menos cuarto.
Eva comenzó a temblar. El
pánico le impedía moverse. Damián dejó un billete de diez euros sobre la mesa y
le agarró el brazo.
—Mi coche está aparcado a dos
minutos, ¡vamos!
—Estoy perdida…
—¡Te queda un cuarto de hora
de batería, mueve el culo!
Salieron corriendo de la
cafetería. Damián tiraba de la mano de Eva mientras buscaba con la mirada su
coche. El corazón le dio un vuelco cuando vio que otro automóvil aparcado en
doble fila bloqueaba el suyo.
—Mierda…
Eva distinguió el coche de
Damián y el miedo acrecentó en su interior.
—Oh, Dios… —titubeó—. ¡¡¡Oh,
Dios!!!
—Corramos, podemos llegar a
tiempo.
—No, Damián, es imposible
que…
—¡Calla y corre!
Volvió a tirar de su mano y
al fin Eva reaccionó. Corrieron y corrieron, cruzando en rojo y empujando a
todo el que les obstaculizaba el paso. El cadáver de un hombre yacía en la
Plaza Mayor con la luz roja de su batería agotada encendida en mitad del pecho.
Tuvieron que saltarlo por encima.
“¡¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII…!!!”.
La batería de Eva anunciaba
que solo le quedaban cinco minutos de actividad. Aún quedaban un par de calles
hasta su casa. Damián gritaba a los transeúntes para que dejaran paso. El
pitido cada vez sonaba más fuerte, hasta obligar a ambos a taparse los oídos.
Por fin llegaron a casa, cuando
los decibelios resquebrajaban los cristales del portal, y Eva, casi sin
fuerzas, se desplomó sobre el sofá. Damián buscó el mando, el cual encontró enseguida
sobre la mesilla de cristal, y encendió el televisor. Eva tenía los ojos
cerrados, así que Damián abrió sus párpados con las yemas de los dedos y la
puso frente a la pantalla, suplicando y rezando ante las imágenes de un anuncio
de perfumes.
El pitido cesó y Eva
consiguió levantarse por su propio pie. La batería de su pecho estaba cargada.
Lo habían conseguido. Damián la abrazó y besó.
—Es lo que te decía Eva —le
susurró—. Ojalá nunca hubiéramos llegado a esto. Imagina un mundo en el que no
dependiéramos de las baterías, en el que pudiéramos pasar una tarde entera
juntos, sin preocuparnos por ningún sonido irritante o tener que mirar una
pantalla. Un mundo en el que la tecnología no materializara algo inmaterial,
como es lo que siento estando contigo.
—Pero eso es imposible,
Damián —apuntó Eva—. ¿Pasamos por tu casa, te cargas para otras cuatro horas y
vamos al cine?
—Está bien, voy a mirar los
horarios en Internet.