Érase una vez un niño con un extraordinario don. Lo
descubrió cuando apenas tenía tres años y le regalaron sus primeros lápices de
colores. Su poder no era otro que dotar de vida a sus dibujos. Cada esbozo,
fuera el que fuera, se hacía realidad y aparecía ante él. Los monigotes y
garabatos flotaban en la habitación mientras sus padres, horrorizados, buscaban
ayuda en especialistas, pero nadie fue capaz de encontrar una explicación.
Pasaron los años, en los cuales aquel chico se convirtió en
el centro de atención de todos los medios de comunicación, bautizándole así
como el “Prodigioso pintor”. Cuando él empezó a darse cuenta de lo que su poder
implicaba, mejoró su técnica con los años hasta el punto en el que su obra
estaba dotada de tal realismo, que cada trazo abría un nuevo mundo frente a él.
Precisamente, tanta presión soportaba a causa de la fama que le resultó
imposible llevar una vida normal, o al menos, aceptable para alguien con su
poder.
Llegó un día en el que fue incapaz de sobrellevarlo y tomó
una decisión que cambiaría su vida. Pintó un paisaje en un lienzo, el cual se
hizo realidad, y en el que entró dejando todo atrás. Al fin estaba lejos de
todas aquellas cámaras y miradas de estupefacción. Se encontraba él solo en un
valle, donde sus palabras resonaban entre las montañas y los pájaros pasaban de
largo sin fijarse en él. En cinco minutos había dibujado el hogar de sus
sueños.
El chico estuvo dos años creando su mundo perfecto. El lápiz
proyectaba ante él todos los recursos que le permitían llevar una vida de paz
en la que tenía lo que necesitaba. Pero al final, por mucha presión de la que
se había liberado, la soledad le invadía cada noche, el frío que empezó
sintiendo en la cama pasó a acecharle las veinticuatro horas. Así
que tomó cartas en el asunto y, una tarde de invierno frente a la chimenea,
unas pinceladas minuciosamente cuidadas esbozaron la figura de una mujer.
Pasó una semana en la que pulió cada detalle hasta que la
mujer de sus sueños apareció en el salón. Su perfección física era tal que el
chico no pudo resistir la tentación y pasó una noche inolvidable. Por fin no
tenía frío bajo las sábanas. Por fin, cuando se levantaba, alguien le esperaba
ahí. Por fin tenía algo por lo que seguir adelante.
Pero no todo era tan hermoso como su apariencia. Él había
sido incapaz de dibujar unas emociones, una actitud, una personalidad que
definieran a aquella atractiva mujer. Era como un ser inanimado más, y pronto
las noches comenzaron a ser tan frías como antaño. Pronto se dio cuenta de que
ella jamás le devolvería la sonrisa, jamás desearía nada de él y, por supuesto,
jamás le querría. Aquel hombre era capaz de crear todo ante sí y, sin embargo,
estaba solo.
Consideró la idea de volver a la realidad donde nació.
Aquella que no salió jamás de su imaginación y en la que las personas eran
auténticas y capaces de amar. Tuvo que poner dos opciones en la balanza:
tenerlo todo no teniendo nada, o no tener nada teniéndolo todo. Sí, debía
hacerlo. Era hora de volver.
Por desgracia, no era tan fácil. No había marcha atrás. Él
estaba en un mundo que había creado anteriormente. No había hacia dónde huir.
No había una puerta que volviera a nuestra realidad, y aunque la dibujase, en
el lienzo no podía dibujar el otro lado. Y aunque probó a dibujarlo, aquello no
era más que otro producto de su imaginación, algo que había creado asemejándose
a sus recuerdos. Pero allí no estaban aquellas personas. Dibujó y dibujó
mundos, probó mil maneras de regresar, pero de la pluma jamás podría salir el
mundo real. Él solo podía crear.
El resto de su vida lo pasó buscando una puerta o los
límites de aquel lugar. Él solo fue una más de esas personas que no supieron
dejar de abusar de su poder a tiempo. De los que creyeron que lo tenían todo y
no se dieron cuenta de sus carencias. De los que se sumergieron en un entorno
de falsedad del que jamás pudieron escapar.