sábado, 31 de mayo de 2014

Sábados y rosas

Maribel recolocaba las macetas de tulipanes de la segunda estantería cuando Carlota rompió el silencio que hacía más de diez minutos inundaba la floristería:

—Mira a ese pobre chico. —Señaló al banco de enfrente de la tienda. Maribel podía verlo a través del cristal. No tendría más de treinta años—. Lleva llorando casi media hora. ¿Quién llora enfrente de tantas flores hermosas?

La anciana sintió lástima por el muchacho. Realmente parecía tener un gran disgusto, lloraba descorazonadamente a poco más de un metro de las flores que exhibían en la calle. Maribel cogió una rosa que iba a cambiar de ubicación y salió de la tienda.

—Te queda mucha vida por delante como para gastar todas tus lágrimas ahora, joven —le dijo, mientras se sentaba a su lado—. ¿Qué te pasa?

—La he perdido —respondió—. Llevaba casi diez maravillosos años con ella, y la he perdido por una tontería, en cuestión de segundos.

Maribel no quería entrometerse de más, pero los sollozos de aquel chico despertaron en ella un instinto maternal que le hizo quedarse ahí, preguntándole más.

—¿No tiene solución? Todo en esta vida tiene solución.

—No la tiene —balbuceó, quebrando su voz entre el llanto.

—Mi marido murió hace casi ocho años. Recuerdo cuánto nos queríamos, pero también discutíamos como verduleras. Tuvimos muchos momentos en los que todo parecía que iba a acabar. Estuvimos a punto de rendirnos cuando el médico me dijo que yo no podía concebir. Eran otros años, no todo era tan fácil como ahora. Desde aquella noticia, mi marido me traía cada sábado una rosa roja, como ésta. —Se la mostró al joven—. El maldito canalla conseguía que aunque ese día lo quisiera lapidar, esperara que me trajera mi estúpida rosa de los sábados. Y, ¿sabes qué, querido? No la quería para nada, se me morían todas, pero cuando el cáncer le venció, cada sábado lloraba porque nadie me traía esa rosa. Todo tiene solución. Lo odiaba, y ahora lo echo tanto de menos… Tanto que ahora tengo esta floristería.

—Es… es bonito —dijo el chico, secándose las lágrimas. Había dejado de llorar.

—Toma, quédatela. —Le entregó la rosa—. Seguro que le encanta.

El muchacho la tomó y se lo agradeció con una sonrisa. Maribel volvió a dejarle solo en el banco, del que a los dos minutos se marchó.

Pasó una semana y, el siguiente sábado, el joven volvió. Esta vez entró en la tienda. Maribel, llena de alegría, no pudo evitar preguntarle cómo le fue.

—Estoy mucho mejor desde aquello —respondió él.

—Pero, ¿se la diste?

—Claro, y hoy vengo a por otra. Esta vez se la pagaré. —Sonrió el chico.

Maribel se la envolvió y no pudo evitar, cuando él salía por la puerta, derramar un par de lágrimas de emoción al ver el reflejo de su marido en aquel muchacho, llevando rosas a su amor cada sábado. No sabía muy bien por qué, veía en él el hijo que nunca pudo tener.

Cada sábado regresó. Si Maribel estaba en el almacén, Carlota iba a buscarla para que atendiera al chico. Ella subía ilusionada y le preguntaba qué tal le iba con ella. Él le aseguraba que era feliz con su amada.

Pero al final, como a toda madre, le invadió la curiosidad y no pudo evitar, tras varios meses vendiéndole rosas al joven, seguirle para ver cómo era su novia. Sin embargo, cuando él llegó al cementerio y se detuvo frente a una lápida, su corazón se encogió. Cuando él le contó que la había perdido, no creía que fuera tan literal. Encima de la tapa de granito se acumulaban varias rosas, a cada cual una semana más marchita, sobre la que se depositó la nueva.

El sábado siguiente, cuando él llegó a la floristería, Maribel le llevó al banco de enfrente.

—No me dijiste que había fallecido.

—Te dije que la había perdido y la seguía amando. Y que ahora era feliz. Cada sábado la visito y me quedo con ella, contándole cómo me va, pasando la tarde juntos…

—¿Cuántos años tienes?

—Veintinueve.

—Siento tu pérdida, pero no es edad para que te amarres a una persona que no volverá a estar entre nosotros, querido… Sé lo duro que es perder a quien amas, pero la vida sigue. No la dejes pasar así, hazlo por tu florista. —Sonrió Maribel al chico.

—Está bien —respondió él, cabizbajo—. Déjeme comprarle una última rosa.

—No, no te dejo comprármela. Te la regalo.

Maribel le entregó la más hermosa que había en el rosal, y vio marcharse al joven entre la multitud, deseando no tener que volver a verle jamás. Deseando que aquel chico saliera adelante.

Hay veces que el destino es caprichoso. Esta vez, eligió acabar con la anciana dos días después. Un infarto paralizó el pulso de Maribel, arrebatándole la vida a medianoche. La mujer, viuda desde hacía tanto tiempo, no tenía a nadie. Cuando Carlota recibió la noticia y le preguntaron si se debía informar a alguien más, solo se le ocurrió a una persona a la que comunicárselo, aquella persona en quien la anciana había volcado su amor.

Hoy, el cuerpo de Maribel yace a varios metros bajo tierra, presidida en la superficie por una tapa de granito y con un epitafio tipicón, cuya inscripción se oculta entre varias rosas rojas, a cada cual una semana más marchita que la anterior.