martes, 30 de septiembre de 2014

Experiencia religiosa

Miguel hacía zapping mientras su espalda parecía fundirse sobre el cuero del sofá. El cántico de su periquito era el único sonido que duraba más de dos segundos. En pleno agosto y con la crisis de los cuarenta, mataba el tiempo hasta la hora de la cervecita con un par de colegas. Así que, maldita sea, ¿quién era el que estaba tocando el timbre?

Se levantó y abrió la puerta. Un hombre muy gordo, casi calvo, con barba de varios días y una camiseta de tirantes plagada de manchas de comida, estaba ahí, en el marco de la puerta, haciendo un sobreesfuerzo para sonreír.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes, soy Dios —fue la respuesta del gordo.

—¿Perdone?

—Que soy Dios, el Todopoderoso, el Señor, el Padre Vuestro que está en los Cielos.

—Oiga, perdone, no estoy para este tipo de tonterías.

—No te miento, Miguel.

—¿Cómo coño sabes mi nombre? —se asustó levemente—. Bueno, supongo que todos sabemos leer el buzón. Dudo que Dios tenga tu aspecto.

—Me he metido en el cuerpo de este desgraciado. Si Satán lo hace, ¿por qué yo no?

—Venga, si eres Dios, podrás demostrarlo, ¿no?

—Está bien —dijo el panzudo. Levantó el dedo índice y señaló hacia la jaula del periquito—. Apártate.

De pronto, el pájaro estalló en pedazos, tiñendo la jaula con su sangre. Miguel se llevó las manos a la cabeza y gritó horrorizado.

—¡¡¡Oh, Dios mío!!!

—Dime.

—¡¡¡Oh, Dios, lo has matado!!! ¡¿Por qué te lo llevas a él, que era un encanto y no había hecho nada?!

—Es lo que hago siempre. ¿Puedo pasar? Quiero comentarte algo.

Miguel, aún tiritando, asintió y se echó a un lado. Dios se sentó en el sofá, justo sobre la mancha de sudor de Miguel. Pareció no importarle mucho. De hecho, levantó un lado de su trasero para tirarse una sonora flatulencia.

—Anda, tráeme una cerveza —pidió Dios.

—¿No puedes cogerla tú? Usando, no sé, ¿alguno de tus divinos poderes? —se burló Miguel.

—Puedo, pero también creé la pereza.

Dios apuntó con su dedo al gato.

—¡Vale, vale, vale! —exclamó Miguel, interponiéndose entre el gato y Dios—. Deja a Lolo en paz. Te traigo la cerveza.

Veinte segundos después, apareció con un botellín abierto y se sentó junto a Dios.

—¿Por qué has venido? —preguntó Miguel.

—Estoy cansado, muchacho. Llevo miles de milenios haciendo esto, y siento que ya no puedo más.

—¿Te vas a morir?

—Yo no puedo morir, joder. Soy Dios, aquí no muere nadie si yo no quiero.

—¿Y entonces por qué ya no puedes más? ¿Es porque los humanos estamos destruyendo el mundo? ¿Porque estamos agotando sus recursos? ¿Porque hemos creado una sociedad deshumanizada? ¿O quizá porque…?

—Qué va, qué va. Lo que hagáis con vuestra vida me da igual. Pero es un coñazo controlaros. Me levanto y miro la agenda: un huracán por aquí, un inesperado reencuentro familiar por allá, un aborto natural por acá… Que soy omnipresente, pero también tengo una vida. Me estoy dando cuenta de que toda esta mierda del Universo me está apartando de las cosas realmente importantes.

—Entiendo. Quieres dedicar más tiempo a los tuyos. ¿Tienes familia?

—Tuve un hijo con una mujer casada y acabó crucificado. Desde entonces me ha costado encontrar a alguien que realmente merezca la pena.

—¿Y ahora tienes novia?

—Novio. Pero no es a lo que voy. Quería pedirte que tú continúes con mi trabajo.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—No sé, cuarenta años y en el paro. Te estoy haciendo un favor. No está muy bien pagado pero, tampoco te lo voy a negar, es un trabajo que se hace solo.

—Pero… yo no soy omnipresente… ni tengo poderes, ni puedo cambiar el destino de la gente, ni el tiempo, ni el azar…

—¡¿Cómo que no?! —se sorprendió Dios—. ¿Por qué nadie me lo había dicho? Si yo siempre quise haceros a mi imagen y semejanza… ¡Joder, puta mierda! ¿Cómo lo hacéis para seguir vivos los humanos?

—Bueno, no sé. Tirando.

—¿Nadie tiene poderes? Algún amigo, familiar… un perro, o algo.

—No que yo sepa.

Dios dio el último trago a su cerveza y se puso de pie. Exhaló un suspiro.

—Pues voy a tener que hacer un Apocalipsis, ¿eh? —Se rascó la cabeza—. Yo paso de complicaciones.

—Pero… ¿hay salvación para nosotros?

—No, no creo. Siento haberte interrumpido, ¿estabas viendo algo?

—No echan gran cosa.

—Vaya, bueno, gracias por la cerveza. Lo siento por el Apocalipsis.

—Nada, no te preocupes. Cuida de los tuyos. De todo se sale.


El cuerpo del gordo estalló en pedazos y embadurnó de sangre todo el salón. Una luz celestial salió hacia el techo, lo rompió, y se perdió entre las nubes. Miguel se alegró de que el mundo se fuera a acabar: no tenía por qué limpiar todo el estropicio.