—No podemos
quejarnos, Lucas —opinó Rodrigo mientras se secaba los labios, manchados de
aceite de un buen estofado, con la manga de su toga.
Todos en
aquel lugar vestían así. Cientos de varones con sus indumentarias negras vivían
a sus anchas en un recinto más o menos amplio en el que tenían todo lo que
querían. O casi todo.
—Treinta y
dos años —apuntó Lucas—. Treinta y dos años y solo he vivido entre hombres. Aún
recuerdo vagamente a mi madre, pero me la arrebataron demasiado pronto.
—¿Para qué
tenemos la televisión? —replicó—. Ahí puedes ver todas las que quieras. Pero
disfruta de todo esto. ¡Mira qué parajes! —Levantó sus brazos y los movió en
círculos—. ¡Mira qué banquetes!
—Lo sé.
Pero no nos han preguntado qué vida queríamos. Me hubiera gustado poder elegir
dónde vivir y…
Sonó el
escalofriante bocinazo. Todos los hombres agarraron sus togas y empezaron a
correr de lado a lado, buscando un lugar donde esconderse. Ambos amigos se
levantaron tan rápido que se volcó la mesa, desparramando toda la comida sobre
sus pies. Lucas recorrió con la mirada todos los refugios de su alrededor.
Tanto fue así que ni se percató de que Rodrigo ya había desaparecido. No había
tiempo. Echó a correr y se refugió bajo la parrilla.
Las bestias
aparecieron. Sus sucias pezuñas se hundían en la tierra. El pelaje graso y
azabache brillaba con la luz cobriza del atardecer. Se alzaban sobre sus dos
anchas patas, haciendo temblar su alrededor a cada paso. Su cuerpo robusto se
ensanchaba en los hombros y era flanqueado por dos brazos musculosos que
terminaban en garras. Su cabeza, con un morro negro que resoplaba cada pocos
segundos y unos cuernos amenazantes, se iluminaba con las pupilas rojas
incrustadas como rubíes sobre ónice.
Lucas,
aterrorizado, veía cómo las bestias buscaban un buen ejemplar humano. Todos se
habían ocultado demasiado bien, y empezó a temer que su escondite no fuera el
más adecuado, así que intentó echarse más para atrás. Desgraciadamente, su
espalda tocó el acero de la parrilla, aún ardiente, y no pudo evitar soltar un
leve chillido. Al instante, una de las bestias asomó, clavando su mirada rojiza
en la de Lucas, y le golpeó en la cabeza.
Varias
horas después, probablemente ya en la mañana del día siguiente, Lucas se
encontraba con los ojos vendados y recibiendo golpes, escuchando música a un
volumen enloquecedor y con su cuerpo desnudo sudando a chorros por las altas
temperaturas del lugar.
Alguien le
arrancó la venda de los ojos y le empujó antes de que estos se le acostumbraran
a la luz. Una puerta se cerró tras él. Tras unos segundos, Lucas comenzó a
vislumbrar un graderío a su alrededor, plagado de cabezas negras con cuernos,
vitoreando al guerrero que salió frente a él en aquella arena. Era una de esas
bestias, vestida para la ocasión, blandiendo una espada y un capote. No, Lucas
no quería luchar. Corrió alrededor del ruedo, pero no tenía escapatoria. Tenía
que enfrentarse a él totalmente desprovisto de armas.
Intentó
embestirle para arrebatarle la espada, pero en el último segundo la bestia le
esquivó. Lucas se sorprendió de que no aprovechara para darle una estocada y
matarlo. Estaba jugando con él. El público aplaudía. Dos intentos más. No lo
conseguía, pero tampoco él le atacaba.
La bestia
se retiró. Lucas creyó que todo había acabado, pero aparecieron otras dos
montadas en unas criaturas cuadrúpedas que rugían mientras trotaban hacia él. Intentó
sortearlos en vano. Le clavaron varios pinchos en la espalda mientras le
flanqueaban. No tenía escapatoria. Acabó derrumbándose. Las bestias
desaparecieron, cabalgando hasta fuera de la arena. La boca le sabía a sangre.
Tiritando y tambaleándose, consiguió ponerse en pie de nuevo. “Por Dios, otra
vez no…”, musitó al ver al guerrero salir de nuevo, armado con su espada y
capote.
Lucas sabía
que si salía de allí, alcanzaría la vida de ensueño que siempre deseó. Y por
supuesto, su única opción era enfrentarse a él. Estiró su brazo y se arrancó
uno de los puñales de la espalda. La sangre fluía a borbotones. Lucas corrió
hacia la bestia, pero de nuevo le esquivó y, esta vez sí, le asestó un corte
con el filo de la espada en el hombro izquierdo. El hombre se desplomó de
nuevo. No sentía el brazo. No podía moverlo. Miraba con horror su mano, en la
que desembocaba el río de sangre entre los dedos.
La bestia
cornada intentó clavarle nuevamente su arma, pero entonces Lucas rodó a un lado
y con su puñal dio un tajo en la muñeca de la bestia, haciéndole soltar su
arma, de la que con sorprendente agilidad se apropió el hombre. Con una sola
mano alzó la espada y la ensartó en el vientre de la bestia. Ésta cayó sobre la
arena y él tiró del mango para dar la estocada final entre los dos ojos rojos
de aquel ser.
La
esperanza se abría paso durante unos instantes en los que todo parecía indicar
que la bestia iba a ser derrotada. Pero no. Las bestias que montaban en
aquellos horribles cuadrúpedos le derribaron y clavaron varios pinchos más al
hombre, que soltó el arma y cayó a cuatro patas junto a la bestia, tiñendo la
arena de rojo y viendo cómo ayudaban a levantarse a la criatura. Su último aliento
lo exhaló cuando la espada le atravesó el tórax y la luz se fue apagando poco a
poco, mientras los rugosos dedos de la criatura agarraban una de sus orejas. Ya
al final solo sintió el filo de uno de los puñales de su espalda cortando los
cartílagos. Y el vibrar de los aplausos.