domingo, 30 de noviembre de 2014

Homomaquia

            —No podemos quejarnos, Lucas —opinó Rodrigo mientras se secaba los labios, manchados de aceite de un buen estofado, con la manga de su toga.
            Todos en aquel lugar vestían así. Cientos de varones con sus indumentarias negras vivían a sus anchas en un recinto más o menos amplio en el que tenían todo lo que querían. O casi todo.
            —Treinta y dos años —apuntó Lucas—. Treinta y dos años y solo he vivido entre hombres. Aún recuerdo vagamente a mi madre, pero me la arrebataron demasiado pronto.
            —¿Para qué tenemos la televisión? —replicó—. Ahí puedes ver todas las que quieras. Pero disfruta de todo esto. ¡Mira qué parajes! —Levantó sus brazos y los movió en círculos—. ¡Mira qué banquetes!
            —Lo sé. Pero no nos han preguntado qué vida queríamos. Me hubiera gustado poder elegir dónde vivir y…
            Sonó el escalofriante bocinazo. Todos los hombres agarraron sus togas y empezaron a correr de lado a lado, buscando un lugar donde esconderse. Ambos amigos se levantaron tan rápido que se volcó la mesa, desparramando toda la comida sobre sus pies. Lucas recorrió con la mirada todos los refugios de su alrededor. Tanto fue así que ni se percató de que Rodrigo ya había desaparecido. No había tiempo. Echó a correr y se refugió bajo la parrilla.
            Las bestias aparecieron. Sus sucias pezuñas se hundían en la tierra. El pelaje graso y azabache brillaba con la luz cobriza del atardecer. Se alzaban sobre sus dos anchas patas, haciendo temblar su alrededor a cada paso. Su cuerpo robusto se ensanchaba en los hombros y era flanqueado por dos brazos musculosos que terminaban en garras. Su cabeza, con un morro negro que resoplaba cada pocos segundos y unos cuernos amenazantes, se iluminaba con las pupilas rojas incrustadas como rubíes sobre ónice.
            Lucas, aterrorizado, veía cómo las bestias buscaban un buen ejemplar humano. Todos se habían ocultado demasiado bien, y empezó a temer que su escondite no fuera el más adecuado, así que intentó echarse más para atrás. Desgraciadamente, su espalda tocó el acero de la parrilla, aún ardiente, y no pudo evitar soltar un leve chillido. Al instante, una de las bestias asomó, clavando su mirada rojiza en la de Lucas, y le golpeó en la cabeza.

            Varias horas después, probablemente ya en la mañana del día siguiente, Lucas se encontraba con los ojos vendados y recibiendo golpes, escuchando música a un volumen enloquecedor y con su cuerpo desnudo sudando a chorros por las altas temperaturas del lugar.
            Alguien le arrancó la venda de los ojos y le empujó antes de que estos se le acostumbraran a la luz. Una puerta se cerró tras él. Tras unos segundos, Lucas comenzó a vislumbrar un graderío a su alrededor, plagado de cabezas negras con cuernos, vitoreando al guerrero que salió frente a él en aquella arena. Era una de esas bestias, vestida para la ocasión, blandiendo una espada y un capote. No, Lucas no quería luchar. Corrió alrededor del ruedo, pero no tenía escapatoria. Tenía que enfrentarse a él totalmente desprovisto de armas.
            Intentó embestirle para arrebatarle la espada, pero en el último segundo la bestia le esquivó. Lucas se sorprendió de que no aprovechara para darle una estocada y matarlo. Estaba jugando con él. El público aplaudía. Dos intentos más. No lo conseguía, pero tampoco él le atacaba.
            La bestia se retiró. Lucas creyó que todo había acabado, pero aparecieron otras dos montadas en unas criaturas cuadrúpedas que rugían mientras trotaban hacia él. Intentó sortearlos en vano. Le clavaron varios pinchos en la espalda mientras le flanqueaban. No tenía escapatoria. Acabó derrumbándose. Las bestias desaparecieron, cabalgando hasta fuera de la arena. La boca le sabía a sangre. Tiritando y tambaleándose, consiguió ponerse en pie de nuevo. “Por Dios, otra vez no…”, musitó al ver al guerrero salir de nuevo, armado con su espada y capote.
            Lucas sabía que si salía de allí, alcanzaría la vida de ensueño que siempre deseó. Y por supuesto, su única opción era enfrentarse a él. Estiró su brazo y se arrancó uno de los puñales de la espalda. La sangre fluía a borbotones. Lucas corrió hacia la bestia, pero de nuevo le esquivó y, esta vez sí, le asestó un corte con el filo de la espada en el hombro izquierdo. El hombre se desplomó de nuevo. No sentía el brazo. No podía moverlo. Miraba con horror su mano, en la que desembocaba el río de sangre entre los dedos.
            La bestia cornada intentó clavarle nuevamente su arma, pero entonces Lucas rodó a un lado y con su puñal dio un tajo en la muñeca de la bestia, haciéndole soltar su arma, de la que con sorprendente agilidad se apropió el hombre. Con una sola mano alzó la espada y la ensartó en el vientre de la bestia. Ésta cayó sobre la arena y él tiró del mango para dar la estocada final entre los dos ojos rojos de aquel ser.
            La esperanza se abría paso durante unos instantes en los que todo parecía indicar que la bestia iba a ser derrotada. Pero no. Las bestias que montaban en aquellos horribles cuadrúpedos le derribaron y clavaron varios pinchos más al hombre, que soltó el arma y cayó a cuatro patas junto a la bestia, tiñendo la arena de rojo y viendo cómo ayudaban a levantarse a la criatura. Su último aliento lo exhaló cuando la espada le atravesó el tórax y la luz se fue apagando poco a poco, mientras los rugosos dedos de la criatura agarraban una de sus orejas. Ya al final solo sintió el filo de uno de los puñales de su espalda cortando los cartílagos. Y el vibrar de los aplausos.