—Pero… ¿qué mierda hice anoche?
—Su Majestad se descontroló un poco con la bebida —respondió
su criado.
El Príncipe despegó su rostro de la almohada, completamente
babeada, y se cercioró de su desnudez. Afortunadamente, las sábanas cubrían su
cuerpo.
—¿La lié mucho en el banquete?
—Bueno… intentamos que los periodistas no se enteraran pero…
ya sabe. Son como buitres, Majestad.
—Puta mierda… —gruñó—. Dios, cómo me duele la maldita
cabeza.
Entonces el Príncipe abrió los ojos como platos al palpar
bajo las sábanas. Sacó un zapato de cristal roñoso entre sus dedos.
—Majestad, ¿qué…?
—Tenía un zapato de cristal puesto en el pene. Un zapato de
mujer.
El monóculo de su criado se precipitó al suelo. Intentó
mantener la compostura, pero era realmente complicado.
—A juzgar por su aspecto y el indudable hecho de que un
zapato de cristal no es el calzado más común, diría que es de la jovencita con
la que Su Majestad anoche…
—¡¿Me acosté con ella?! —se asustó el Príncipe.
—¡No! ¡Sólo bailaron!
—Ah, bueno. Podría ser peor.
—Majestad… cabe la posibilidad de que le grabaran los
paparazzi.
El Príncipe se levantó de sopetón y lanzó el zapato a su
criado, que lo esquivó ágilmente.
—¡¿Para qué os pago?!
—En realidad el capital de nuestro salario no lo paga Su
Majestad, sino…
—¡Me da igual! —rugió—. ¡Hay que encontrar a esa muchacha!
Aunque no consigo recordar su rostro… Menudo pedo… Puto Jägermeister…
—¡Cenicienta, Cenicienta! ¡Despierta!
La muchacha se quitó las bragas de la cara y se apartó los
cabellos de la boca. Observó a los ratoncillos con los ojos legañosos y entrecerrados.
—¿En qué puto año estamos? ¿Estoy muerta?
—¡El Príncipe está convocando en el “Sálvame” a la mujer que
bailó anoche con él!
La televisión mostró un vídeo grabado por un asistente, con
el móvil en posición vertical, pues era uno de esos inútiles, en el que la
muchacha y el Príncipe bailaban “La Gozadera”, perreando una manera no muy…
¿monárquica?
—No recuerdo nada de eso. Mi cabeza —se quejó—. Puto
Jägermeister.
—Pero esa golfilla que sale… pareces tú —dijo uno de los
ratones.
—Mira, si te digo que lo único que recuerdo es que volví a
casa en una calabaza con ruedas…
El Príncipe enseñó el zapato, explicando que pertenecía a la
mujer de su vida y que convocaba a todas las mujeres al reino para probárselo y
casarse con su propietaria.
—¿Y luego la golfilla soy yo? ¡Ni siquiera se acuerda de mí!
—Pero tú sí de él.
—Es el puto príncipe. Está todo el día en la tele. —Cenicienta
se levantó y se preguntó cómo podía seguir llevando puestas las medias pero no
la ropa interior. Un vestigio de realidad azotó su mente—. Un momento. ¡Tiene
mi puto zapato! ¡Ratoncillos, traedme una muda limpia y las llaves de la moto!
¡Se va a enterar el puto principito!
—Vale, ya vamos por la cuarta fase —anunció el Príncipe—. De
momento, ya sólo quedáis doscientas cincuenta y siete. Muchas gracias a todas
por venir, en la siguiente fase…
—Su Majestad, si me permite… —le susurró su criado—. Creo
que este método no va a funcionar. Muchas mujeres calzan el 38, y quizá…
—¡Cállese!
—¡No! —gritó Cenicienta, abriendo la puerta de sopetón.
Todas las candidatas dieron un brinco—. ¡Cállate tú, robazapatos!
—¡Era ella! —exclamó el criado.
—Que se calle, le digo —ordenó el Príncipe—. ¡Que todo el
mundo abandone la sala excepto la histérica!
Sólo hicieron falta unos segundos para que el portón se
cerrara, dejando en el interior a Cenicienta y el Príncipe.
—¿Quieres darme mi zapato y dejarnos de tonterías? —se
impacientó Cenicienta.
—Vas a tener que casarte conmigo.
—¿Por qué? —Cenicienta soltó una carcajada—. ¿Por haber
bailado contigo? Tú estás muy necesitado…
—No, por el bombo que le están dando los medios —aclaró el
Príncipe—. Yo no tengo ningún interés en ti. De hecho, no pareces mi tipo en
absoluto.
—Afortunadamente.
—Pero los príncipes no pueden hacer cosas como la que se ve
en ese vídeo, ¿sabes?
—Yo tampoco me siento orgullosa, pero “shit happens”.
—Te ofrezco dar el braguetazo de tu vida. Tendrás todo el
dinero que desees el resto de tu vida. La clave es casarnos y que, una vez se
acabe el cuento, nos despidamos en algún sitio y no nos volvamos a ver. Ya nos
inventaremos algo. Yo, a cambio, te ofrezco toda la pasta que quieras.
Cenicienta arqueó las cejas.
—Yo lo que quiero es mi zapato.
—Piénsalo. Yo callo a los medios y tú sales de tu vida de
mierda.
—¿Cómo sabes que tengo una vida de mierda?
—Venga ya. Todos nos hemos leído “La Cenicienta”.
Se formó un silencio incómodo.
—Dijeron que nada de metaliteratura.
—Perdón —se disculpó el Príncipe—. Bueno, ¿qué me dices?
—Me parece venderme un poco —admite Cenicienta—. Pero lo
cierto es que esta historia ya empieza a quedar algo larga.
—Sí, las entradas de este blog no suelen ser tan largas.
—Me cago en tu reina madre. Hemos dicho que nada de
metaliteratura.
—Joder, lo siento.
—Mira, casémonos y acabemos con esta farsa. Pero dame mi
puto zapato.
Y así, Cenicienta se casó con el Príncipe y fueron felices un
rato y comieron perdices en un bar de carretera en el que pararon porque había
camiones fuera, y eso es que ahí “dan de comer bien”. Es posible que echaran un
polvo, no lo sé. Después se despidieron y jamás se volvieron a ver. Cenicienta
creo que se fue a Honolulu, o algo así. El Príncipe siguió a su rollo.
FIN