Iván empujó la puerta de acero un par de veces sin éxito,
hasta que decidió tomar carrerilla y golpearla con el hombro. Funcionó. La
brisa otoñal azotó su tez y se cubrió los ojos hasta que las pupilas decidieron
adaptarse a la luz exterior.
Caminó por la azotea del edificio, sujetando su cajetilla de
tabaco y sacando el último de sus cigarrillos. Palpó su pecho, sus muslos,
recorrió varias veces todos los bolsillos, y bufó al comprobar que no llevaba
mechero.
Se acercó a otro hombre que estaba postrado en la azotea.
Portaba un fusil francotirador y centraba la vista de un solo ojo en la mirilla
del mismo. Llevaba un uniforme policial y un gorro de lana que dejaba asomar
unas patillas bastante horteras.
—¿Tiene fuego? —preguntó Iván.
El hombre dio un brinco. Observó durante menos de un segundo
al fumador con desdén y volvió a centrarse en la mirilla.
—Estoy trabajando. No puede estar aquí.
—Siempre salgo a la azotea para fumar en los descansos —aclaró
Iván—. Quizá es usted quien no debería estar aquí.
El francotirador gruñó.
—No estoy para bromas. Le repito: no me distraiga. Está
hablando con un agente de la autoridad.
—Así que usted es “de los buenos”…
Iván observó hacia dónde apuntaba el arma. Varios coches de
policía rodeaban el banco de la acera de enfrente. La amplia calzada de ocho
carriles concedía al paseo una gran anchura, lo que fascinó a Iván: realmente
ese hombre debía tener mucha puntería.
—¿Quién va a ser su víctima? —preguntó Iván, curioso.
—No tendría por qué serlo si se rinde —respondió el
francotirador, y tras unos segundos de silencio, añadió—. Un tipo ha atracado
el banco, ¿vale? Me llamaron para hacer lo que hago, no permitir que escape.
Tiene rehenes.
—Así que si por casualidad lo ve a través de una ventana,
¿no le dispararía? —quiso saber Iván—. Vaya, en ese caso no estaría escapando.
—Sí que le dispararía. Está poniendo en peligro muchas vidas.
—Entonces gruñó el francotirador, sin apartar la vista de la mirilla—. ¡Maldita
sea! ¡¿Quiere dejar de desconcentrarme?!
—Lo siento —se disculpó Iván.
Se guardó el cigarrillo en el bolsillo y se sentó en el
borde del tejado. Observó a la muchedumbre de civiles curiosos que se agolpaba
alrededor del cordón policial. Inconscientemente, comenzó a silbar una canción
de algún anuncio de televisión cutre. El francotirador refunfuñó de nuevo:
—¿Quiere parar? —rogó—. ¿Por qué no vuelve a trabajar?
—Porque es mi descanso. No le molestaré. A y cuarto le dejo
en paz.
—Déjeme en paz ahora.
—Oiga, tengo el mismo derecho que usted de estar aquí. Es
más: yo trabajo aquí.
—Mi trabajo es estar donde se me ordene. En este caso, en esta
estúpida azotea.
—Eh, le entiendo. Es su trabajo. Pero la azotea es demasiado
grande como para que intente acapararla entera.
—¿Entonces por qué no se va a la otra punta del tejado?
—¿Me va a hacer elegir entre mirar a los yonkis del callejón
de atrás metiéndose caballo o un atraco a un banco? —preguntó sarcásticamente
Iván—. Sabe que esto es mucho más entretenido.
—No me obligue a detenerle.
—No aparte la vista de la mirilla. Podría salir en cualquier
momento —bromeó Iván.
—Juro que como no consiga acertarle, le mataré a usted —dijo
el agente.
—Oiga, ¿se cree en el derecho de matar a alguien que sólo
está robando? Son sólo unos papelitos de colores frente a una vida humana.
Entiendo que quisieran abatirle si fuera un asesino en serie, pero sólo está
robando.
—Amenazando a otras personas.
—¿Y a cuántas a matado?
—A nadie, de momento —admitió—.
Es “El Mago”, ¿sabe?
—¿Debería conocerle?
—Lleva dos años saliendo en las
noticias. Trece atracos lleva a las espaldas desde entonces. ¿No lee la prensa?
¿No ve la televisión?
—Algo me quiere sonar… —murmuró
Iván—. ¿Cómo ha conseguido escapar tantas veces? ¿Por qué cree que usted va a
conseguir detenerle esta vez?
El agente dio un puñetazo al
cemento, y rápidamente volvió a sostener el arma con firmeza.
—¡¿Quiere callarse de una vez?!
—Me callo, pero respóndame —concedió—.
Sólo eso, tengo curiosidad.
—¿Por qué cree que le llaman “El
Mago”? Siempre consigue escapar inexplicablemente, como por arte de magia. El
tipo trabajaba de escapista en garitos de mala muerte. Nadie le ve salir de los
lugares. No es que haga una persecución peliculera, no. Simplemente…
desaparece.
Iván se mantuvo un buen rato en
silencio. El francotirador suspiró aliviado.
—Perdóneme que vuelva a
molestarle, pero…
—¡¡¡QUIERE CALLARSE DE UNA
MALDITA VEZ!!!
—…pero creo que entonces es
estúpido que haya un francotirador en el exterior.
—Es mi trabajo. Obedezco órdenes.
—¿Cómo es? Físicamente, digo.
Cuatro ojos ven más que dos. Si lo veo escapar, puedo avisarle.
—No quiero su ayuda. Además,
cambia de imagen después de cada atraco. Pero será fácil: el tipo que escape
con mucho dinero y, probablemente, un arma.
—Así que va a disparar a un
hombre cuyo rostro desconoce. Un poco arriesgado, ¿no cree? Podría disparar a
alguien equivocado. O podría tenerlo enfrente y no percatarse.
—Confío en mi intuición.
—Ya veo.
El walkie del hombre comenzó a
emitir un mensaje indescifrable. El francotirador giró una ruleta y,
finalmente, comprendió el mensaje:
—Ha escapado de nuevo, Román.
Volvemos a comisaría. Cambio y corto.
—¡¡¡MIERDA!!! —bramó el
francotirador, lanzando su arma a un lado—. Por tu culpa, impertinente de los…
Se incorporó y dirigió la mirada
a Iván. El molesto individuo le apuntaba con un revólver.
—No es algo personal… “Román” —dijo
Iván—. Pero por culpa de tipos como tú, cada día me cuesta más escapar.
El Mago apretó el gatillo. El
cuerpo sin vida del agente se desplomó a sus pies. Iván, El Mago, robó cartera
y las llaves del coche de su víctima, y observó unos segundos la foto del
documento de identidad. Así sería su nuevo look. Resopló con resignación. Nunca
le habían gustado las patillas.