Timothy rebuscaba a regañadientes entre la pila de cajas del
último pedido. No le habían llegado la mitad de las cosas que encargó.
Refunfuñó un poco más y salió con paso firme del almacén, dispuesto a llamar al
proveedor para echarle una buena bronca. Aquello se había convertido en algo habitual,
pero al menos añadía algo de vida a su trabajo.
Para sorpresa de Timothy, dos clientes habían entrado en la
tienda mientras estaba en el almacén. Normalmente, aquella era su clientela en
un día completo. Observó también, a través del cristal, a otro hombre
repostando en la gasolinera.
Una chica joven esperaba tras el mostrador, mientras que un
caballero de no mucha más edad recorría el pasillo de la comida rápida. Timothy
enseguida se percató del temblor en las manos de la chica. Su rostro estaba
pálido y sus ojos vibraban en sus cuencas. No dejaba de dirigir su mirada al
exterior, donde el tercer cliente exprimía hasta la última gota de gasolina del
surtidor.
—Buenas
tardes, señorita. ¿Qué desea? —saludó Timothy, sacando la poca cordialidad que le
quedaba.
—Un…
un pa… paquete de tabaco, por… por favor —titubeó la chica, volviendo su
cabeza hacia atrás. El hombre comparaba dos marcas de fideos chinos.
A Timothy no le daba buena espina aquello. Tres personas
habían llegado a la vez a una gasolinera de un desvío hacia un pueblo
abandonado hace años. Allí nunca iba nadie.
—¿Conoce
a este caballero? —preguntó
Timothy.
Ella miró hacia atrás y rápidamente negó con la cabeza. El
hombre había escuchado la pregunta, y se giró hacia Timothy, pero no dijo nada.
Quería saber lo que decía la chica.
—¡No!
—respondió
apresuradamente la chica—.
No lo conozco. He venido sola.
Timothy observó de nuevo el exterior. El único coche que
había aparcado era el suyo y el del hombre que estaba repostando. Aun
suponiendo que los dos varones hubieran venido juntos, ella no podía haber
llegado por su cuenta en otro vehículo.
—¿Estás
segura? —insistió.
—Sí
—dijo,
pero a la vez, negó con la cabeza.
Un latigazo azotó el interior de Timothy tras ese gesto. De
pronto, el temblor de las manos de la chica se le contagió.
—Está
bien. ¿Qué marca quiere?
—Eh…
—dudó.
Volvió a mirar hacia atrás. El otro cliente no se inmutaba—.
La… la que quiera.
Timothy arqueó la ceja. Tuvo una idea.
—Pues
mire… como ex-fumador le recomiendo… —Timothy empezó a soltar un discurso improvisado,
intentando aparentar normalidad, mientras en la factura del pedido escribía con
un boli: “¿Necesitas ayuda? Asiente con la cabeza”.
En cuanto terminó de escribir la última palabra, miró a los
ojos de la chica fijamente. Ella, con suavidad, movió la cabeza hacia arriba y
hacia abajo. Un escalofrío.
—Malboro,
entonces —dijo
la chica, sonriendo levemente.
—¿Malboro?
—improvisó
Timothy—.
Déjeme un momento que llame al proveedor… creo… que tenemos una promoción.
De pronto, el otro hombre tiró tres o cuatro paquetes de
fideos al suelo. Estaba claro que la idea de la llamada no le había gustado y
se había puesto nervioso.
—¡No
se preocupe! —gritó
Timothy con simpatía desde el mostrador, mientras marcaba el número de la
Policía en el teléfono—.
Yo lo recogeré después.
—No,
no… —murmuró
el hombre, casi en un susurro—. No me cuesta nada.
Entre tanto, Timothy descubrió que el teléfono no daba
señal. Habían cortado la línea de la gasolinera. En aquel momento se arrepintió
de haber dejado el móvil en el almacén. No podía dejarla sola. Si lo hacía,
corría el riesgo de que se la volvieran a llevar.
Para colmo, cuando el hombre se agachó a recoger lo que
había tirado, su chaqueta se elevó un poco y la culata de una pistola asomó
bajo su cinturón.
Timothy comenzó a sudar por cada poro de su piel. Miraba
fijamente a la chica y ella, nerviosa, volvía a mirar hacia afuera. En esa
distracción del captor, aprovechó para escribir de nuevo: “¿Estás secuestrada?”.
Ella asintió. “¿Son dos?”. Volvió a asentir.
—No
lo cogen —sentenció
Timothy en voz muy alta, colgando el teléfono.
—No
importa —respondió
la chica con naturalidad—.
Me lo llevo igualmente.
El hombre se colocó detrás de ella, con un par de paquetes
de platos precocinados en sus manos. Estaba muy cerca de su víctima. Timothy
temió lo peor y rebuscó con la mano bajo el mostrador.
—Está
bien, pues aquí tiene sus… —comenzó a decir Timothy.
De pronto, en lugar de agarrar el tabaco, sacó el fusil que
guardaba para casos de robo. Ambos clientes se asustaron al ver el arma frente
a ellos.
—¡Apártate,
muchacha! —bramó,
sosteniendo el fusil con fuerza—. Maldito hijo de puta.
El hombre dejó caer la comida y echó la mano a su cinturón poco
a poco:
—No debería…
—¡Ni
se te ocurra! —amenazó
Timothy.
El hombre, en un aspaviento, agarró su pistola y apuntó
hacia Timothy, pero el vendedor fue más rápido y le disparó en el pecho. Gritó
de impotencia cuando su víctima se desplomó sin vida sobre las baldosas,
dejando caer su arma a los pies de la chica.
Unos segundos de silencio.
—Estás…
¿estás bien? —balbuceó
Timothy, sin asumir todavía lo que acababa de hacer.
Ella contemplaba el exterior a través del cristal.
—Viene
el otro —susurró.
En efecto, el segundo secuestrador había escuchado el disparo
y corría hacia la puerta sacando un revólver de su cinturón.
—¡Coge
la pistola! —gritó
Timothy—.
¡Escóndete!
La chica obedeció. Se agachó, tomó el arma con su mano y
corrió hasta ocultarse en el segundo pasillo. Segundos después, el agresor
entró en la tienda.
—¡No te muevas, cabrón! —ordenó Timothy, sin dejar de
apuntar con su fusil.
El hombre, que no se esperaba aquello, levantó las manos
rendido y tiró el revólver al suelo.
—¿Dónde están? —preguntó, pero entonces vio el cuerpo sin
vida de su compañero junto al mostrador—. Dios mío… no… ¡¿Dónde está ella?!
—Le recomiendo que se largue —respondió Timothy.
El secuestrador negó con la cabeza lentamente:
—Somos polis, imbécil.
Timothy tragó saliva con estupefacción.
—…¡¿qué?!
De reojo podía ver a la chica
agazapada, todavía en el segundo pasillo.
—Que estábamos siguiéndola, por
eso vamos de paisano. Pero está claro que se olía quiénes éramos.
—…¡¿qué?!
—Es una asesina a sueldo.
Llevamos meses detrás de ella esperando a que nos dé una excusa para detenerla.
—¡Mientes, está secuestrada! —chilló
sin ninguna credibilidad en sus palabras.
—No, le ha engañado. Siempre lo
hace. Siempre…
Un disparo ensordecedor
interrumpió la conversación. El policía, en el instante que enseñaba la placa
de la solapa de su chaqueta, cayó de espaldas con un agujero que le perforaba la
sien. La chica, que dio dos disparos más para asegurarse de que estaba muerto,
sonrió a Timothy, que era incapaz de reaccionar.
—¿Va a dispararme? —preguntó al
vendedor.
Timothy, todavía perplejo, sólo
emitía sonidos ahogados.
—He dejado la moto ahí detrás, donde
el panel de luz. Por la 35 llego a Waco, ¿verdad?
Timothy era incapaz de responder.
Observaba los cadáveres de los policías, ambos muertos por su culpa.
—Bueno, me llevaré un mapa de
estos —prosiguió ella, cogiendo uno de la vitrina que había junto a la puerta—.
Y oiga… lo siento. No es algo personal. Simplemente, le ha tocado. Volveré a
conectar su línea telefónica ahora.
La chica recogió el revólver del
otro policía y abandonó la tienda, dejando a Timothy con su arma levantada
hacia la nada durante varios minutos más.