El
carpintero Hans Sviggum se encontraba arrodillado en su taller de la ciudad de
Bergen. Tenía la camisa desabrochada y sus pantalones oscuros se llenaban de
polvo sobre el parquet. El sudor resbalaba por todo su rostro y respiraba
entrecortadamente. Sus gafas habían caído al suelo en el último ataque y tenían
una lente rota. Ahí, inmóvil, permanecía Hans sintiendo el cañón de la pistola
en la sien.
Quien
portaba el arma no decía nada, sólo clavaba la vista en su prisionero. Hans
podía sentir su mirada de odio. Detectaba de sobra esa mirada porque conocía a
aquel hombre desde que le alcanzaba la memoria, pero nunca lo había visto así.
Sin embargo, era totalmente comprensible: Hans
había arruinado la vida a aquel hombre hacía unos meses.
Ojala
nunca le hubieran encomendado ir a buscar al hijo de su captor al entrenamiento
de fútbol. Ojala él no hubiera bebido más de la cuenta antes de coger el coche.
Ojala, al menos, se hubiera acordado de ponerle el cinturón al niño. Y ojala
hubiera visto aquella boca de incendios. Si así hubiera sido, el niño seguiría
con vida y él no estaría a punto de perderla.
Lo
que Hans aún no había logrado entender era cómo la madre del niño le había
perdonado, al igual que sus dos hijos. Cómo habían podido ser tan
comprensivos cuando él cometió tal atrocidad. Cómo en el funeral fueron capaces
de abrazarle. No le importaba que ellos fueran tan comprensivos cuando la culpa
le torturaba desde dentro. Cuando unas llamas abrasaban cualquier otro
pensamiento, reduciéndolo a cenizas, para ocupar la totalidad de su cerebro.
Así
que claro que comprendía que ahora tuviera una pistola pegada a la cabeza a
punto de hacerle derramar sus sesos, de los que entre la sangre sólo podrían
encontrarse restos de culpabilidad. Hans ya tenía el perdón de todos, pero
faltaba el de alguien: el de aquel hombre. Él nunca sería capaz de perdonarle
por lo que hizo. Jamás olvidaría. Aquel padre atormentado sólo encontraría el
consuelo con la muerte de Hans.
Pero
no servía de nada que Hans siguiera evadiéndose de sí mismo, porque el brazo
que sujetaba la pistola salía, ni nada más ni nada menos, que del hombro del
propio Hans. Porque todo el mundo le había perdonado, pero que su hijo muriera
por su culpa, hacía que él fuera incapaz de perdonarse a sí mismo. Ni siquiera
mirándose al espejo se reconocía en aquella mirada de odio que le devolvía su
reflejo. Porque en ese taller sólo había un hombre frente al espejo. Porque
aquel hombre era Hans.
Y
por eso fue Hans quien apretó el gatillo.