sábado, 29 de septiembre de 2012

Sin perdón


   El carpintero Hans Sviggum se encontraba arrodillado en su taller de la ciudad de Bergen. Tenía la camisa desabrochada y sus pantalones oscuros se llenaban de polvo sobre el parquet. El sudor resbalaba por todo su rostro y respiraba entrecortadamente. Sus gafas habían caído al suelo en el último ataque y tenían una lente rota. Ahí, inmóvil, permanecía Hans sintiendo el cañón de la pistola en la sien.

   Quien portaba el arma no decía nada, sólo clavaba la vista en su prisionero. Hans podía sentir su mirada de odio. Detectaba de sobra esa mirada porque conocía a aquel hombre desde que le alcanzaba la memoria, pero nunca lo había visto así. Sin embargo, era totalmente comprensible: Hans había arruinado la vida a aquel hombre hacía unos meses.

    Ojala nunca le hubieran encomendado ir a buscar al hijo de su captor al entrenamiento de fútbol. Ojala él no hubiera bebido más de la cuenta antes de coger el coche. Ojala, al menos, se hubiera acordado de ponerle el cinturón al niño. Y ojala hubiera visto aquella boca de incendios. Si así hubiera sido, el niño seguiría con vida y él no estaría a punto de perderla.

   Lo que Hans aún no había logrado entender era cómo la madre del niño le había perdonado, al igual que sus dos hijos. Cómo habían podido ser tan comprensivos cuando él cometió tal atrocidad. Cómo en el funeral fueron capaces de abrazarle. No le importaba que ellos fueran tan comprensivos cuando la culpa le torturaba desde dentro. Cuando unas llamas abrasaban cualquier otro pensamiento, reduciéndolo a cenizas, para ocupar la totalidad de su cerebro.

   Así que claro que comprendía que ahora tuviera una pistola pegada a la cabeza a punto de hacerle derramar sus sesos, de los que entre la sangre sólo podrían encontrarse restos de culpabilidad. Hans ya tenía el perdón de todos, pero faltaba el de alguien: el de aquel hombre. Él nunca sería capaz de perdonarle por lo que hizo. Jamás olvidaría. Aquel padre atormentado sólo encontraría el consuelo con la muerte de Hans.

   Pero no servía de nada que Hans siguiera evadiéndose de sí mismo, porque el brazo que sujetaba la pistola salía, ni nada más ni nada menos, que del hombro del propio Hans. Porque todo el mundo le había perdonado, pero que su hijo muriera por su culpa, hacía que él fuera incapaz de perdonarse a sí mismo. Ni siquiera mirándose al espejo se reconocía en aquella mirada de odio que le devolvía su reflejo. Porque en ese taller sólo había un hombre frente al espejo. Porque aquel hombre era Hans.

    Y por eso fue Hans quien apretó el gatillo.

3 comentarios:

  1. Joder, tio, que mal cuerpo me ha dejado!
    Lo que, por otro lado, habla de la calidad del texto...
    Pero anda, hazme un favor y la próxima vez que sea algo más alegre! ;)

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  2. Me gusta mucho como narras. Ya as conseguido que me enganche a
    "Eterna Tormenta", así que se lo recomendare a mas interesados para que aprecien tu talento.
    Mientras tanto yo seguiré leyendo al menos una entrada por día y comentando si merece la pena (aunque me da la sensación de que todas la merecen).

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    1. Muchas gracias, la pena es que la Universidad me impide escribir con toda la frecuencia que me gustaría, pero aún así, intentaré irte dando algo que leer cada poco tiempo ;)

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