—¡Teniente Müller, acérquese! —exclamó
el coronel Braun.
Cort Müller obedeció
inmediatamente y relegó su posición al primer soldado que vio. Estaba
dirigiendo la maniobra de uno de los furgones que salía marcha atrás para
unirse a la hilera automovilística que partía del campo de concentración, y el
soldado no tenía ni idea de cómo actuar, pero como no se atrevía a rebatir a su
superior, asintió rápidamente.
—Coronel, aquí estoy —dijo Cort
cuando se encontraba enfrente de Braun.
—Dejémonos de formalismos por
esta vez, Müller. Esto es una despedida.
—No entiendo, ¿no marchamos todos
al mismo lugar?
—Adonde vamos, no hay suficientes
barracones para esos cerdos judíos, me temo. Nos dividiremos en dos, coge este
mapa. —El Coronel entregó un rollo de papel a Cort.
—Ya veo, hay dos destinos
marcados.
—El enemigo nos ha localizado,
por eso evacuamos. Ambas instalaciones han sido recién construidas. Cámaras de
gas más grandes, minas para que esos cerdos trabajen, barracones con más
capacidad y mismo espacio... Economizamos, Müller.
—Pero usted no puede mandar en
ambos lugares —reflexionó Cort en voz alta.
—Hitler estará allí para
inaugurarlo, Müller. Vas a ser coronel en tu recinto —sonrió Braun.
Cort se quedó sin palabras al oír
aquello. No llevaba demasiado tiempo en el ejército nazi, pero se había volcado
enteramente en su trabajo, así que aquello era un gran honor.
—Muchas gracias… yo…
—Irás en ese furgón. Los demás ya
han marchado, no queda un solo judío aquí… —dijo el coronel Braun, pero
entonces se llevó la mano a la boca y adoptó tono sarcástico—. ¡Oh, espera…!
Aún tienes ahí a aquel amigo tuyo, ¿cómo se llamaba?
—Nadir, Coronel. —exhaló un
suspiro.
—Te he consentido mantenerlo todo
este tiempo en el calabozo del cuartel, Müller. Era tu amigo, y pese a que ya
deberíamos haberlo matado, te permití ocultarlo en secreto a tu recaudo. Ahora
vas a ser coronel y no vas a llevarte a tu judío mascota de aquí a tenerlo
entre algodones en otro lugar. Todavía soy tu superior, así que obedecerás esta
última orden: sácalo de ahí, llévalo al otro lado de la esquina del cuartel y
dispárale con tu rifle.
Cort tragó saliva. Meses atrás,
cuando su viejo amigo Nadir llegó al campo de concentración, él lo había
reconocido entre la multitud. Pese a que sabía que erradicarían a todos los
judíos que allí se encontraban, quiso protegerle con la esperanza de que cuando
acabara todo aquello, él siguiera con vida y pudiera marchar en paz. No es que
el teniente Cort Müller fuera corrupto, sólo hizo una excepción para un amigo
al que llevaba años apreciando. Gracias a su buen trabajo, consiguió que el coronel
Braun hiciera la vista gorda y permitiera llevarse a Nadir aparte, al calabozo
del cuartel en donde trabajaba Cort. Ahora parecía que todo había sido en vano
y por fin había llegado el momento que llevaba tanto tiempo temiendo: el de
ejecutar a su amigo.
—Pero… no puedo…
—O él, o tú. Y ahora debo irme.
Cuando acabes, sube al furgón. No conocerás a nadie de allí, pero ellos te
llamarán por tu nombre. Solo queda ese vehículo, así que no te perderás. Hasta
pronto —dijo el coronel, y levantó su mano—. ¡¡¡Heil, Hitler!!!
—Heil Hitler… —musitó mientras le
veía alejarse.
El Teniente se dirigió a su
cuartel. No quería ni meditarlo, o sabía que se echaría atrás.
—Maldita sea, maldita sea… —murmuraba
mientras buscaba las llaves del cuartel en el llavero que colgaba de su
cinturón.
Ahí estaba su amigo Nadir. Sus
rizos negros, su barba de meses, su ropa deshilachada. Tras los barrotes
forzaba una sonrisa, la cual penetraba hasta lo más profundo de Cort, que sabía
que las palabras de su coronel eran sentenciosas e irrebatibles. Debía matarle.
Sin embargo, cuando el Teniente abrió la celda, Nadir por fin vio la luz, por
fin creyó que todo había acabado. Y no estaba tan equivocado.
—¿Ya soy libre? —preguntó el
judío.
Cort Müller no respondió. Cogió
su rifle y le apuntó al pecho.
—Afuera.
—¡¿Qué?! —empalideció—. ¡¿Qué ha
pasado?!
—Nos vamos —contestó—. He dicho
que afuera.
Nadir levantó las manos y salió
del cuartel sintiendo el cañón del rifle en la espalda. Su amigo Cort le guió
hasta detrás del bloque, en donde nadie podía verles.
—Quédate quieto justo aquí —dijo
el teniente a un metro de la pared.
—¿Vas a matarme? —titubeó—.
Después de todo… ¿vas a matarme?
Su ejecutor se detuvo a algunos
metros de él, tres, cuatro, quizá cinco, hacía mucho calor para pensar
fríamente. Le apuntó con el rifle.
—Dime una cosa antes, Cort —tragó
saliva—. Mi hijo… ¿sigue vivo?
El alemán cerró los ojos con
fuerza. El sudor resbalaba por todo su rostro. Al menos se merecía una respuesta.
—Abandonamos este lugar. Lo
llevan en un furgón junto a otros niños.
Nadir suspiró aliviado.
—Cuando teníamos su edad
jugábamos juntos, ¿recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, Nadir.
—Tú vivías a cincuenta metros.
Tardes enteras en esa plaza haciendo círculos en bicicleta alrededor de la
fuente…
—Basta, Nadir.
—O haciendo planos del tesoro en
los trozos de tela que le sobraban a mi padre en la sastrería.
Müller se dio cuenta de que no
había quitado el bloqueo del arma. Un chasquido fue suficiente para indicar que
estaba a un leve empujón del dedo índice para que el gatillo se hundiera y la
bala se incrustara en el cráneo de Nadir. Pero, en aquella situación, tan
sencillo movimiento parecía ser el más difícil que había hecho en toda su vida.
—Dime una cosa, ¿estás de acuerdo
con todo esto?
—¡¿Por qué debería responder?!
—¿Por qué deberías disparar?
Le temblaban los brazos. Así no
había manera de apuntar. El rifle pesaba demasiado en aquel momento.
—Son órdenes, Nadir —susurró—. O
tú, o yo.
—Nunca fue “o tú o yo”. Fuimos
“tú y yo”. No te he juzgado por todo lo que has hecho. No te juzgo ahora. He
crecido contigo y me temo que también voy a morir así.
—Lo siento, amigo —dijo Cort,
agarró con firmeza el arma y cerró un ojo, apuntando directo a su pecho.
—Solo te pido algo más —dijo el
judío con los ojos cerrados, rezando por que al menos pudiera acabar esa frase
antes de morir—. Prométeme que a mi hijo no le pasará nada.
En ese momento el alemán no pudo
más y las lágrimas brotaron enrojeciendo todo su rostro.
—¡No puedo, Nadir! ¡No puedo
prometer eso! —sollozó—. ¡No creo que nadie salga de allí! ¡No sé por qué debo
matarte siquiera! ¡Pero debo!
El arma se disparó. Los pájaros
salieron volando asustados. Cort dejó caer el fusil al suelo polvoriento y cayó
de rodillas. No le había dado. Nadir miró la pared de detrás, observando el
agujero que había dejado la bala.
—Nadie está mirando —dijo el
alemán—. Ven, coge este cuchillo. —Lo sacó de su cinturón—. Si escapas por
aquel bosque puede que nadie te vea.
Nadir dudó, pero finalmente se
acercó hasta él. Agarró el cuchillo y le ayudó a levantarse.
—Gracias, amigo —dijo.
—Vete rápido —fue su respuesta—.
Hay un furgón esperándome aquí al lado.
Antes de irse, el judío abrió sus
brazos. El alemán, mirando a todo su alrededor y comprobando de nuevo que nadie
les veía, abrazó a su amigo.
—Lo siento, no existe el “o tú o
yo”… —susurró Nadir—, pero sí el “o tú o mi hijo”.
El cuchillo se clavó en la
garganta del teniente Cort Müller. Justo en ese punto, para que no pudiera
gritar. Nadir lo apretó contra su propio cuerpo, empapándose de la sangre de su
amigo, hasta que creyó que era suficiente. Observó al Teniente, tendido en el
suelo, con la garganta cortada y los ojos en blanco abiertos de par en par, con
su boca intentando decir algo que nunca llegó a pronunciarse. Nadir tuvo que
taparse los labios para no gritar. Las lágrimas limpiaban parte de la sangre
que le había salpicado al rostro.
Arrastró el cuerpo de Cort hasta
el cuartel y cerró la puerta. Le quitó el traje de teniente, las llaves y el
rifle. Se desnudó y usó el lavabo del despacho para que no quedara una sola
mancha de sangre en su cuerpo. Se puso el uniforme de Müller. Era justo su
talla. Abrió la taquilla y localizó una cuchilla de afeitar. Se deshizo de su
barba en menos de un minuto, llenándose de cortes. Al volver a mirarse en el
espejo se dio cuenta de que esos rizos le delataban, así que también pasó la
cuchilla por toda su cabeza hasta parecer un auténtico teniente nazi rapado. Se
percató de que la parte superior del uniforme estaba impregnada de sangre, así que se
hizo un pequeño corte en el cuello con la cuchilla, lo suficientemente grande
para que sangrara, que sirviera como excusa para explicar la mancha.
Cuando salió, cerró el cuartel
con llave y echó a correr en busca del mencionado furgón. No tardó ni un minuto
en encontrarlo. Un hombre le saludó con la mano.
—¡Aquí, teniente Müller!
Nadir caminó con paso firme,
guardando las apariencias, hasta el vehículo.
—Soy el sub-teniente Loeb. Luego
le presento al pelotón —le tendió la mano—. Me han hablado muy bien de usted.
Siéntese aquí, arrancamos ya.
El falso teniente judío obedeció.
Nadie le había descubierto de momento. Su plan, aunque arriesgado, era el único
que se le ocurría para sacar a su hijo de allí. Tenía que parecer un teniente
nazi para conseguir dar con él, y después, escapar juntos de aquel infierno.
Debía interpretar la vida que más le repugnaba para salvar la que más quería.
Si es que le permitían seguir con vida.
O no. Si queréis que continúe, comunicádmelo y continuará de verdad :)