jueves, 5 de septiembre de 2013

Consúmase preferentemente antes de morir

He tenido que correr para publicar esto antes de que pase de moda. Vivimos en una sociedad en la que todo muere, todo cambia, todo debe actualizarse. Hemos pasado de personas a consumidores, algunos incluso a productos.

Claro ejemplo son los smartphones, que parecen tenerlo todo, pero su batería no llega a cubrir la jornada laboral. ¿Creéis que no son capaces de fabricar baterías que duren más? ¿Que no recortaron en ello intencionadamente? Y es que la estrategia de mercado a seguir era sacar un móvil increíble pero con poca batería primero, para que más adelante los saquen con batería duradera. Así la gente se actualizará y estará en la onda. Doble de ventas, o triple, que sacándolo completo a la primera. ¿Otro ejemplo? Cuando llegaron las pantallas de 720 puntos ya existían las de 1080. Todo está perfectamente preparado para que tengamos que estar a la última una y otra vez, que nunca acabemos de ir a las tiendas, que no nos quedemos atrás. ¿Cuántos nos quedamos sin ir a un plan porque aún no teníamos WhatsApp?

Así nos hemos empapado de la idea de cambio constante, de adaptación a las tendencias, de que todo caduca, de una obligatoria actualización. Jamás podemos estar contentos con lo que tenemos porque siempre habrá forma de mejorarlo. Ya no disfrutamos por nosotros mismos. Dependemos de nuestra adaptación en la sociedad. El neo-lamarckismo social. Pasamos de formar parte del mundo a que el mundo forme parte de nosotros, y eso es un error. Si la vida en sí misma no nos llena y nuestra muerte no deja un vacío, ¿qué importamos? ¿En qué momento queremos estar a la última para que todos vean que no estamos desfasados, si esa gente no sentirá la pérdida de algo auténtico cuando desaparezcamos?

Las chicas se embadurnan en maquillaje y los chicos se depilan las axilas. Hemos llegado a querer mejorarnos a nosotros mismos como dicta la moda. Nos actualizamos, como si tuviéramos un F5 en el ombligo. Los jóvenes cada vez tenemos más difícil amanecer con nuestra pareja cubierta de acné o palmeando esos kilitos de más de los michelines. Consideramos que eso no da orgullo. Eso, socialmente, parece que debe ocultarse, cambiarse, arreglarse. Hemos pasado de querer un móvil que saque mejores fotos a querer ser cool en las fotos. Nadie dice que querer cambiar esté mal, pero cuando no es tu corazón, tus fracasos, tus éxitos, tus deseos más puros de verdadera felicidad, los que motivan el cambio, ¿a quién queremos complacer?

No tenemos la culpa. Nos han condicionado así. Luchamos por unas titulaciones que actualmente tienen menos salidas que una empresa de papel higiénico con ortigas. Es lo que nos piden. Titulitis, modernitis, maquillajitis. Nos cambia de forma inductiva y se extiende con metástasis en la sociedad. En nuestras manos está ser caducos o perennes. Diferenciación. Personalidad. De nada sirve integrarse en un mundo desintegrador. Está acabando con la individualidad, y esa es la que nos da el orgullo. La que nos permite enamorarnos. La que nos permite soñar. La que deja huella. La que incita las lágrimas en nuestro funeral. La que nunca, jamás, caduca.

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