Atada, amordazada, reprimida en una celda; ella le mira
desde el otro lado de los barrotes. Él la mira y le sonríe. Ella le sonríe a
él. Esa mirada. Esa capacidad de poder destruirle en cualquier momento.
Apaga las luces, oye las uñas arañar el metal. Quizá nunca
salga de ahí. Ella le ama. Él la ama. Qué más da cuánto tiempo pasó desde el rapto.
Ella le suplica que no la suelte. Él se preocupa por si los grilletes le
aprietan demasiado. “No lo suficiente”, responde.
Esa enfermiza forma en que a veces la baña y roza su magullada
piel. Ese rubor que a ella le invade con solo sentir la áspera yema de sus
dedos. Ese día de la semana que por fin le da alimento. Gracias, mil gracias.
Ella quiere que sea él quien la mate. Que lo haga ya. Pero
él no lo hace. No quiere matarla. Le importa. Es importante para él. Se
preocupa por ella. Gracias, mil gracias.
Hay días en los que él solo se sienta y la observa. A ella
le gusta que la mire. Fijamente a los ojos. Sin prisas. Sin distracciones.
Dedica todo su tiempo a ella. Gracias, mil gracias.
Ambos son conscientes de que más allá de esas paredes nadie
podría entender su amor. Que no son nada sin el otro. Lo endeble de su cordura.
Jamás saldrán. El amor es demasiado complejo ahí fuera.
Me encantaría poder decirle algo, pero igual debería sentirse más orgulloso de que no pueda decirle nada.
ResponderEliminarWow.