miércoles, 30 de septiembre de 2015

El viajero

                La puerta del armario se abrió de sopetón, sobresaltando a Jaime, que casi se cae del taburete que utilizaba para jugar a la Play algo más cerca de la pantalla de lo que recomendaba su madre. De su interior salió un hombre con gafas de aviador, una chaqueta de cuero falso, roída hasta la saciedad, y unos vaqueros tan viejos que no se podía asegurar que no fueran a razón de la nueva moda vintage. No obstante, lo más inquietante no era su ropa, sino que había aparecido dentro de su maldito armario. En su habitación. En su casa. Así que Jaime, con quince años recién cumplidos, echó de menos los pañales en ese momento.

                —¡¿Quién coño eres tú?! —preguntó el muchacho—. ¡¿Qué hacías ahí dentro?!

                —A ver…. —El invitado sorpresa sacó un papel de su bolsillo y lo desplegó—. ¿Eres… Vanesa Mendoza?

                —¿Tengo cara de llamarme Vanesa?

                —No, la verdad. Tampoco pareces tener cincuenta y siete años. ¿Eres su hijo, o su nieto, o su…?

                —No conozco a esa tal Vanesa —interrumpió—. ¿Pero quién eres? ¿Qué hacías ahí?

                El hombre dudó unos segundos. Miró a ambos lados, donde, evidentemente, no había nadie más. Se arrodilló frente al joven, agarrándole por los hombros, mientras él aún sujetaba el mando de la consola. No podía darle pausa porque era un juego online, y eso ponía nervioso a Jaime.

                —Escúchame lo que voy a decirte —susurró, a un volumen casi imperceptible al oído humano—. Vengo del futuro. Aparecemos en los armarios y robamos a las familias de tu tiempo. La vida está terriblemente mal en el futuro. Poco a poco, la economía empezó a caer y las empresas ni siquiera eran capaces de sacar beneficios, pues no había dinero en ninguna parte. Sin embargo, para unos pocos hay todo el dinero del mundo, así que existen unos privilegiados que viven en mansiones de lujo y al margen de la ley, y luego estamos nosotros, que tenemos organizaciones clandestinas dedicadas a extraer dinero de otras épocas. De esta manera, no dejamos pistas, no pueden identificarnos y no pueden pillarnos jamás.

                Jaime estaba tiritando entre las manos del hombre, así que él lo soltó. Al fin, tras un par de titubeos ahogados en saliva, consiguió formular una pregunta:

                —Así que… ¿así que me vas a robar?

                —¡No! —respondió efusivamente—. ¡No voy a hacerlo! ¡Pero tú eres joven, tú podrías cambiar esta situación! Necesito que busques a las personas indicadas. Necesito que evites que el país se vaya a la mierda.

                —¿Estoy yo solo en esto? ¿Cómo pretendes que yo lo cambie todo?

                —Llevo años haciendo esto. Concienciar a jóvenes de tu tiempo. No querréis acabar así. Yo vengo del 2071. Te tocará vivirlo. —El viajero suspiró—. Seguiré haciendo esto mientras pueda.

                —¡¿Quién cojones eres?! —gritó una mujer, haciendo brincar al viajero y a Jaime.

                —Mamá, no quiere hacernos daño, él ha salido de mi armario —intenta apaciguar su hijo, pero sólo consigue que se enfurezca más.

                —¡Váyase ahora mismo o llamo a la policía! —chilla, blandiendo una escoba como arma.

                El hombre levantó sus brazos, en son de paz:

                —Todo ha sido un malentendido, yo vengo del futuro y…

                —¡Viñuales! —Una nueva voz se sumó al conflicto: del armario había salido una mujer rubia y joven, de no más de veinticinco años, con una gabardina marrón que le cubría hasta los tobillos.

                —Señora, resulta que otra vez nos hemos equivocado con el destino, aquí no vive Vanesa Mendoza. Tendríamos mal los datos. Podemos irnos.

                Jaime y su madre estaban petrificados contemplando la escena. Esta vez, la mujer también había visto aparecer a alguien dentro del armario. Ya no la tomaba con el viajero. Simplemente, seguía con la escoba a modo de mandoble, pero inmóvil. Viñuales hizo mención de introducirse en el armario de nuevo, queriendo zanjar aquello de una vez por todas, pero un carraspeo de la rubia fue suficiente para que se detuviera.

                —Sabe lo que tiene que hacer, Viñuales —dijo su superior.

                —Estoy seguro de que no importa que…

                —Lo que usted opine nos la trae al fresco. Estamos hartos —le cortó—. Conoce las normas.



                Veinte minutos después, ambos viajeros habían regresado a su tiempo. La mujer rubia se había quitado la gabardina, dejando al descubierto un vestido largo y negro. El hombre, frente a ella, estaba sentado en la silla del centro del despacho, custodiado por dos guardias.

                —¿Podría recordarme por qué está usted en nuestra organización, Viñuales?

                —Para recuperar dinero del pasado, señora.

                —Para nada más —afirmó ella.

                —Lo siento.

                —Le hemos seguido de cerca. Se ha dedicado a intentar arreglar el futuro de esas personas. Personas que hemos tenido que matar una a una tras sus visitas para no dejar cabos sueltos. En este caso, al menos, ha sido usted quien les ha quitado la vida, que es lo que se debe hacer, aunque jamás haya atado los cabos hasta ahora.

                De repente, el viajero se desmoronó. Cayó de rodillas frente a la silla, a lo que los guardias fueron a recogerle, pero la mujer levantó una mano en señal de que desistieran.

                —No… ¿no ha servido de nada? ¿Todo lo que he hecho?

                —Se ha saltado las normas y ya nos hemos hartado de recoger sus excrementos, Viñuales.

                —No ha servido de nada —murmuró, haciendo caso omiso.

                —Guardias, ya saben qué hacer. —Después, se dirigió de nuevo al viajero—. Ya estaba advertido, Viñuales.


                La mujer no volvió a mirarle. Caminó con paso firme sobre sus tacones hasta abandonar la sala y cerró la puerta a sus espaldas, mientras escuchaba el disparo y al cuerpo, inerte, desplomándose sobre el embaldosado.