—¡Aquí
traigo las fotos! —exclama María con euforia cuando abro la puerta.
Me
echo a un lado y dejo que pase. Intento ocultar mis emociones, pero le bastan
dos segundos para darse cuenta de que algo me aflige.
—Jonás…
¿qué te pasa? —pregunta.
¿Debería
contárselo? Recorro con la mirada las paredes del salón. El espejo está
descolgado. La pantalla de la televisión apagada tiene un papel opaco pegado.
Los cuadros están dados la vuelta. Aunque ahora le dé largas, no tardará en
percatarse. Mi casa parece la de un paranoico. Y quizá no se aleje demasiado de
la realidad esa concepción. Supongo que María merece saberlo.
—Bueno…
déjame que encienda el ordenador para que se vayan copiando las fotos del viaje
—respondo.
—¿Pero
me lo vas a contar?
—Claro.
María
sonríe y se acomoda en el sofá. Me siento a su lado con el portátil sobre las
piernas. No miro la pantalla apagada. Espero a que esté encendida y con el
brillo al máximo. Lo suficiente como para no reflejarme. Conecto el pendrive en la entrada USB y pasan unos
segundos en silencio mientras la barrita verde va completándose.
—Cuéntame
entonces —me pide.
Tomo
aire. No puedo evitar ese temor a que piense que desvarío.
No
recuerdo cuándo empezó exactamente, así que empiezo a contárselo de una manera
ambigua. Creo que fue un día volviendo de tomarme más cervezas de la cuenta con
unos amigos. Al llegar a casa, vacié mi vejiga a punto de rebosar, apoyando una
mano en la pared para no perder el equilibrio. Ya llevándome el dedo al ojo
derecho, me miré al espejo, centrándome en la córnea, y quitándome la lentilla.
Después de dejar la segunda en la funda, di dos pasos atrás.
De
pronto, mi corazón se congeló al contemplar en el espejo una silueta detrás de
mí. Me di la vuelta rápidamente, pero no había nadie. Volví a mirar hacia delante.
Estaba ahí. Un hombre con melena, ojos extremadamente claros y una sonrisa
perlada asomaba tras mi figura. El corazón se me aceleró y eché la mano hacia
atrás. Mi reflejo tocaba el pecho de aquel hombre, pero yo no sentía nada. Ya
no me atrevía a mirar a mis espaldas. Todos los músculos se contraían
provocando que mi pulso temblara al acariciar la nada.
Salí
caminando hacia atrás del baño. Antes de apagar la luz, pude ver cómo el hombre
que tenía detrás retrocedía a la vez que yo. ¿Qué estaba pasando?
En
el espejo de mi dormitorio pude verle de nuevo. Su expresión se mantenía
impertérrita. Esta vez me giré tan rápido que a nadie le habría dado tiempo a
esconderse. Pero no había nadie. Apagué la luz. No dormí en toda la noche. Cada
vez que soplaba el viento en la calle, me parecía escuchar susurros en la
oscuridad. Había alguien allí, eso lo tenía claro. Y podía hacerme cualquier
cosa si bajaba la guardia.
Rezaba
por que todo hubiera sido una fantasía, producto del alcohol o del sueño, pero
cuando me levanté, seguía ahí. Sólo en el reflejo. No estaba físicamente
conmigo, eso empecé a comprenderlo. Veía mis ojos oscuros, mi expresión de
terror, mi pelo rubio rapado al uno, mi aspecto desaliñado… pero el otro hombre
seguía tal cual estaba la noche anterior. Como si el tiempo no pasara por él.
Como si no existiera, pero pudiera verlo.
Recuerdo
ir a trabajar y verlo reflejado en todas partes. Hasta aquel día, nunca me
había dado cuenta de en cuántas superficies nos reflejamos. Pantallas, paredes
de piedra brillantes, metales… y, por supuesto, espejos. Ahí era donde más
definido lo veía. Seguía ahí, tan feliz, conmigo.
Pasaron
los días, y yo empecé a dejar de mirar mi reflejo. O mejor dicho, nuestro reflejo. Inevitablemente, la
incertidumbre me hacía volver a mirar de vez en cuando. Y seguía ahí. Tal cual.
Me
fui a aquel viaje con María. En mitad de la naturaleza creí que podría esquivar
los espejos, pero me reflejaba hasta en el río. Y ahí estaba él. De hecho, una
noche, estando en la cama, quise hacerme un
selfie para una broma que no viene al caso. Recuerdo el vuelco que me dio
el corazón al ver, usando la cámara interna de mi móvil, a aquel hombre tumbado
conmigo. Se reía. Le parecía divertido. Contuve mis gritos, pues María dormía
ahí al lado, pero de nuevo, no pude dormir.
“No es a mí a quien debes temer, Jonás”,
susurró una noche alguien a mi oído. Encendí la luz, y estaba solo. Algo dentro
de mí sabía que era él. Volví a apagar la luz. Una oscura carcajada. Un
escalofrío reptando por mis vértebras. “Sabes quién soy. Pero no me temas.
Témele a él”. Saqué el móvil y con la cámara interna podía verle a mi lado. Sus
labios se movían mientras repetía las mismas palabras una y otra vez. No calló
en toda la noche.
Desde entonces no volvió a hablarme.
Empecé a dar la vuelta a los cuadros, pues me reflejaba en ellos. Tapé las
pantallas. Escondí todos los espejos. Empapelé todo lo que pudiera mostrarme
aquello. Dejé el trabajo. Apenas salía de casa, evitaba mirar nada, pero cuando
lo hacía, seguía ahí. Él siempre estaba ahí, conmigo.
Me acostumbré a dormir pese a sus
susurros constantes. El miedo pasó a una especie de resignación. Dejé de
preguntarme las cosas. Comprendí que ese hombre no quería hacerme daño, ya que
me decía que temiera a otra persona, probablemente, refiriéndose a mí mismo.
¿Quería decir que todo era fruto de mi imaginación? ¿O que el hombre es un lobo
para el hombre?
—Ya se han copiado. —María rápidamente
sacó el pendrive del portátil.
Unos segundos de incómodo silencio.
—No me crees, ¿verdad? —pregunto.
—No es que no te crea… —Hace una pausa,
buscando unas palabras que no suenen a que necesito un psiquiatra—. Es que
estas cosas me dan mucho miedo. Prefiero no pensar en ellas.
Suspiro con frustración. No sé qué
esperaba contándoselo. Al menos, no podrá decirse que no lo intenté.
—Veamos esas fotos —propongo, cambiando
radicalmente de tema.
—Me parece una gran idea —responde con
fingida alegría.
Abro la carpeta del escritorio y hago
doble clic sobre la primera imagen.
—Me encanta la calidad de mi nueva
cámara —dice María, que toma el ratón y comienza a pasarlas una a una.
En las fotos, un joven posa con María
en diferentes entornos naturales. Llega un momento en que algunos paisajes me
suenan, pero no salgo en ninguna de las fotos. Sólo están ella y otro chico.
—¿Es una broma? —refunfuño.
—¿Disculpa?
—Este tío no vino con nosotros. Si
fuera el de mi reflejo, aún me daría mal rollo. Pero no. Es otro tío. Así que…
¿quién es?
—¿De quién hablas? —pregunta
confundida.
—Este joven. —Señalo con el índice al
sujeto.
María suelta una risilla y me da un
golpe en el hombro.
—Serás gilipollas —dice—. Te has
empeñado en asustarme.
—¿Por qué? ¿Qué dices?
—Ya sabes que eres tú, joder.
No. No soy yo. No soy ese hombre. No
nos parecemos en nada. Y, sin embargo, estoy aterrorizado. Lo sé porque llevo
días mirando mi reflejo y…
Se me seca el paladar. Me rechinan las
encías. Mis fuerzas me fallan la primera vez que intento levantarme del sofá.
Cuando lo consigo, con paso tembloroso me acerco hasta el armario en el que
guardé el espejo del salón. Mis latidos van a reventar mi pecho. Lo levanto
frente a mí. El hombre que me mira en el reflejo es otro. No es el de la foto.
Como tampoco lo es el que hay detrás de él.
—Oh, Dios mío… —musita María cuando ve
lo mismo que yo.
Mi reflejo sonríe. El terror me hace
soltar el espejo como acto-reflejo y se rompe a mis pies. Los dos hombres están
ahí, enfrente de mí, con cristales clavados en su piel.
—Te lo advertí: era a él a quien debías
temer —dice el hombre de detrás.
No soy capaz de moverme. Ni siquiera me
defiendo cuando uno de los pedazos del vidrio, empuñado por mi reflejo, da un
tajo a mi garganta y me desplomo sobre los cristales. Los gritos de María,
siendo apuñalada por mi reflejo, se apagan mientras pierdo la sangre y la consciencia.