lunes, 31 de octubre de 2016

Especial Halloween: Reflejos

—¡Aquí traigo las fotos! —exclama María con euforia cuando abro la puerta.

Me echo a un lado y dejo que pase. Intento ocultar mis emociones, pero le bastan dos segundos para darse cuenta de que algo me aflige.

—Jonás… ¿qué te pasa? —pregunta.

¿Debería contárselo? Recorro con la mirada las paredes del salón. El espejo está descolgado. La pantalla de la televisión apagada tiene un papel opaco pegado. Los cuadros están dados la vuelta. Aunque ahora le dé largas, no tardará en percatarse. Mi casa parece la de un paranoico. Y quizá no se aleje demasiado de la realidad esa concepción. Supongo que María merece saberlo.

—Bueno… déjame que encienda el ordenador para que se vayan copiando las fotos del viaje —respondo.

—¿Pero me lo vas a contar?

—Claro.

María sonríe y se acomoda en el sofá. Me siento a su lado con el portátil sobre las piernas. No miro la pantalla apagada. Espero a que esté encendida y con el brillo al máximo. Lo suficiente como para no reflejarme. Conecto el pendrive en la entrada USB y pasan unos segundos en silencio mientras la barrita verde va completándose.

—Cuéntame entonces —me pide.

Tomo aire. No puedo evitar ese temor a que piense que desvarío.

No recuerdo cuándo empezó exactamente, así que empiezo a contárselo de una manera ambigua. Creo que fue un día volviendo de tomarme más cervezas de la cuenta con unos amigos. Al llegar a casa, vacié mi vejiga a punto de rebosar, apoyando una mano en la pared para no perder el equilibrio. Ya llevándome el dedo al ojo derecho, me miré al espejo, centrándome en la córnea, y quitándome la lentilla. Después de dejar la segunda en la funda, di dos pasos atrás.

De pronto, mi corazón se congeló al contemplar en el espejo una silueta detrás de mí. Me di la vuelta rápidamente, pero no había nadie. Volví a mirar hacia delante. Estaba ahí. Un hombre con melena, ojos extremadamente claros y una sonrisa perlada asomaba tras mi figura. El corazón se me aceleró y eché la mano hacia atrás. Mi reflejo tocaba el pecho de aquel hombre, pero yo no sentía nada. Ya no me atrevía a mirar a mis espaldas. Todos los músculos se contraían provocando que mi pulso temblara al acariciar la nada.

Salí caminando hacia atrás del baño. Antes de apagar la luz, pude ver cómo el hombre que tenía detrás retrocedía a la vez que yo. ¿Qué estaba pasando?

En el espejo de mi dormitorio pude verle de nuevo. Su expresión se mantenía impertérrita. Esta vez me giré tan rápido que a nadie le habría dado tiempo a esconderse. Pero no había nadie. Apagué la luz. No dormí en toda la noche. Cada vez que soplaba el viento en la calle, me parecía escuchar susurros en la oscuridad. Había alguien allí, eso lo tenía claro. Y podía hacerme cualquier cosa si bajaba la guardia.

Rezaba por que todo hubiera sido una fantasía, producto del alcohol o del sueño, pero cuando me levanté, seguía ahí. Sólo en el reflejo. No estaba físicamente conmigo, eso empecé a comprenderlo. Veía mis ojos oscuros, mi expresión de terror, mi pelo rubio rapado al uno, mi aspecto desaliñado… pero el otro hombre seguía tal cual estaba la noche anterior. Como si el tiempo no pasara por él. Como si no existiera, pero pudiera verlo.

Recuerdo ir a trabajar y verlo reflejado en todas partes. Hasta aquel día, nunca me había dado cuenta de en cuántas superficies nos reflejamos. Pantallas, paredes de piedra brillantes, metales… y, por supuesto, espejos. Ahí era donde más definido lo veía. Seguía ahí, tan feliz, conmigo.

Pasaron los días, y yo empecé a dejar de mirar mi reflejo. O mejor dicho, nuestro reflejo. Inevitablemente, la incertidumbre me hacía volver a mirar de vez en cuando. Y seguía ahí. Tal cual.

Me fui a aquel viaje con María. En mitad de la naturaleza creí que podría esquivar los espejos, pero me reflejaba hasta en el río. Y ahí estaba él. De hecho, una noche, estando en la cama, quise hacerme un selfie para una broma que no viene al caso. Recuerdo el vuelco que me dio el corazón al ver, usando la cámara interna de mi móvil, a aquel hombre tumbado conmigo. Se reía. Le parecía divertido. Contuve mis gritos, pues María dormía ahí al lado, pero de nuevo, no pude dormir.

“No es a mí a quien debes temer, Jonás”, susurró una noche alguien a mi oído. Encendí la luz, y estaba solo. Algo dentro de mí sabía que era él. Volví a apagar la luz. Una oscura carcajada. Un escalofrío reptando por mis vértebras. “Sabes quién soy. Pero no me temas. Témele a él”. Saqué el móvil y con la cámara interna podía verle a mi lado. Sus labios se movían mientras repetía las mismas palabras una y otra vez. No calló en toda la noche.

Desde entonces no volvió a hablarme. Empecé a dar la vuelta a los cuadros, pues me reflejaba en ellos. Tapé las pantallas. Escondí todos los espejos. Empapelé todo lo que pudiera mostrarme aquello. Dejé el trabajo. Apenas salía de casa, evitaba mirar nada, pero cuando lo hacía, seguía ahí. Él siempre estaba ahí, conmigo.

Me acostumbré a dormir pese a sus susurros constantes. El miedo pasó a una especie de resignación. Dejé de preguntarme las cosas. Comprendí que ese hombre no quería hacerme daño, ya que me decía que temiera a otra persona, probablemente, refiriéndose a mí mismo. ¿Quería decir que todo era fruto de mi imaginación? ¿O que el hombre es un lobo para el hombre?

—Ya se han copiado. —María rápidamente sacó el pendrive del portátil.

Unos segundos de incómodo silencio.

—No me crees, ¿verdad? —pregunto.

—No es que no te crea… —Hace una pausa, buscando unas palabras que no suenen a que necesito un psiquiatra—. Es que estas cosas me dan mucho miedo. Prefiero no pensar en ellas.

Suspiro con frustración. No sé qué esperaba contándoselo. Al menos, no podrá decirse que no lo intenté.

—Veamos esas fotos —propongo, cambiando radicalmente de tema.

—Me parece una gran idea —responde con fingida alegría.

Abro la carpeta del escritorio y hago doble clic sobre la primera imagen.

—Me encanta la calidad de mi nueva cámara —dice María, que toma el ratón y comienza a pasarlas una a una.

En las fotos, un joven posa con María en diferentes entornos naturales. Llega un momento en que algunos paisajes me suenan, pero no salgo en ninguna de las fotos. Sólo están ella y otro chico.

—¿Es una broma? —refunfuño.

—¿Disculpa?

—Este tío no vino con nosotros. Si fuera el de mi reflejo, aún me daría mal rollo. Pero no. Es otro tío. Así que… ¿quién es?

—¿De quién hablas? —pregunta confundida.

—Este joven. —Señalo con el índice al sujeto.

María suelta una risilla y me da un golpe en el hombro.

—Serás gilipollas —dice—. Te has empeñado en asustarme.

—¿Por qué? ¿Qué dices?

—Ya sabes que eres tú, joder.

No. No soy yo. No soy ese hombre. No nos parecemos en nada. Y, sin embargo, estoy aterrorizado. Lo sé porque llevo días mirando mi reflejo y…

Se me seca el paladar. Me rechinan las encías. Mis fuerzas me fallan la primera vez que intento levantarme del sofá. Cuando lo consigo, con paso tembloroso me acerco hasta el armario en el que guardé el espejo del salón. Mis latidos van a reventar mi pecho. Lo levanto frente a mí. El hombre que me mira en el reflejo es otro. No es el de la foto. Como tampoco lo es el que hay detrás de él.

—Oh, Dios mío… —musita María cuando ve lo mismo que yo.

Mi reflejo sonríe. El terror me hace soltar el espejo como acto-reflejo y se rompe a mis pies. Los dos hombres están ahí, enfrente de mí, con cristales clavados en su piel.

—Te lo advertí: era a él a quien debías temer —dice el hombre de detrás. 
No soy capaz de moverme. Ni siquiera me defiendo cuando uno de los pedazos del vidrio, empuñado por mi reflejo, da un tajo a mi garganta y me desplomo sobre los cristales. Los gritos de María, siendo apuñalada por mi reflejo, se apagan mientras pierdo la sangre y la consciencia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario