Y decidió dejarlo todo atrás. Marcharse de la ciudad que la
vio crecer. Dar un último abrazo a su familia hasta que pudiera costearse un
viaje de vuelta. Acariciar a su perrita de doce años, quizá por última vez en
su vida canina. Sacar un billete para dentro de tres horas y cargar con una
maleta con lo justo para sobrevivir. Dejar su trabajo, el cual seguro que no
añoraría, pero sí a todo el que conoció allí. Con cuántos perdió el
contacto. De cuántos no pudo despedirse siquiera.
Todo por él. No era dependencia, sino un deseo de compartir
una vida juntos. Si él debía marcharse, ella lucharía por crecer y establecerse
en su destino. Jamás se lo pidió. Fue el corazón quien se lo rogó, quien aceptó
que, de entre todas las posibilidades, debía decidir esa. En todos los años
siguientes, no se arrepintió ni un momento, aunque fuera consciente de todo lo
que perdió, fue su decisión y la de nadie más. Un trabajo mejor. Unos vecinos
encantadores. Un gato adoptado que se coló por su balcón.
Otra vez. Él debía partir. Sin embargo, antes de que ella
pudiera escuchar a su corazón, pareció que su amante creyó que era quien debía
decidir. Dio por hecho que decidiría por los dos. Le dio una orden.
Y decidió que lo dejaría todo atrás su puta madre. Que se
marcharía de esa ciudad su puta madre. Que daría últimos abrazos y caricias a
su puta madre. Que sacaría ese billete su puta madre y cargaría con una maleta su
puta madre. Dejaría su trabajo su puta madre. Perdería el contacto con su puta
madre y, en este caso, se quedaría sin despedirse de su puta madre.
En el amor, las órdenes a su puta madre.
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