martes, 30 de junio de 2015

Cuándo decir adiós

Y decidió dejarlo todo atrás. Marcharse de la ciudad que la vio crecer. Dar un último abrazo a su familia hasta que pudiera costearse un viaje de vuelta. Acariciar a su perrita de doce años, quizá por última vez en su vida canina. Sacar un billete para dentro de tres horas y cargar con una maleta con lo justo para sobrevivir. Dejar su trabajo, el cual seguro que no añoraría, pero sí a todo el que conoció allí. Con cuántos perdió el contacto. De cuántos no pudo despedirse siquiera.

Todo por él. No era dependencia, sino un deseo de compartir una vida juntos. Si él debía marcharse, ella lucharía por crecer y establecerse en su destino. Jamás se lo pidió. Fue el corazón quien se lo rogó, quien aceptó que, de entre todas las posibilidades, debía decidir esa. En todos los años siguientes, no se arrepintió ni un momento, aunque fuera consciente de todo lo que perdió, fue su decisión y la de nadie más. Un trabajo mejor. Unos vecinos encantadores. Un gato adoptado que se coló por su balcón.

Otra vez. Él debía partir. Sin embargo, antes de que ella pudiera escuchar a su corazón, pareció que su amante creyó que era quien debía decidir. Dio por hecho que decidiría por los dos. Le dio una orden.

Y decidió que lo dejaría todo atrás su puta madre. Que se marcharía de esa ciudad su puta madre. Que daría últimos abrazos y caricias a su puta madre. Que sacaría ese billete su puta madre y cargaría con una maleta su puta madre. Dejaría su trabajo su puta madre. Perdería el contacto con su puta madre y, en este caso, se quedaría sin despedirse de su puta madre.


En el amor, las órdenes a su puta madre.

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