Fue la decisión más importante de mi vida. Cientos, incluso
miles de kilómetros, en un vuelo low-cost
para conocer mi nueva casa.
Sonaba bien eso de ser independiente. Iba a estudiar lo que
quería y me dirigía a la ciudad de mis sueños. Quizá no fuera el mejor barrio,
pero como estudiante no podía permitirme mucho más. Bastaba con no salir a
altas horas de la noche, o con haber bebido lo suficiente como para restar
importancia a una calle sin farolas y olor a orines.
Llegué a la hora de la cena. Habían dejado mis llaves al
conserje. Jamás conocí al dueño. Ojalá lo hubiera hecho. Maldito internet.
Todo estaba bien. Diría que las habitaciones parecían más
grandes que en las fotos. Que probablemente era la calefacción más acogedora
que había conocido nunca. Que el mobiliario estaba escogido con demasiado buen
gusto. Que las vistas… bueno, en este barrio no podía esperar mucho de las
vistas.
La ventana de mi habitación daba hacia la fachada
enladrillada del bloque de enfrente. Algún grafiti, alguna grieta amenazadora.
Pero eso no fue lo que me llamó la atención. Justo a mi altura, diría que
incluso era mi mismo piso, un hombre también se asomaba a la calle. Nuestras
miradas se cruzaron. Un escalofrío reptó por toda mi espalda cuando, varios
segundos después, él todavía no apartaba la mirada. ¿Qué esperaba? Le saludé,
pero él no movió ni un ápice de su cuerpo. Resoplé malhumorado, a lo que él
sonrió.
Algo me daba mala espina. Me quité las gafas y las limpié
con mi camiseta. Al volvérmelas a poner, vi con más claridad el rostro que,
impertérrito, seguía mirándome. No pude evitar dar un respingo al diferenciar
salpicaduras rojas en su cara. Entre ellas, dos ojos claros, azules eléctricos,
desconocían el parpadeo. ¿Era sangre? Sí, parecía sangre. Me puse en lo peor. Imaginé
que era un asesino en serie, que yo era el siguiente, que se regocijaba por su última
cacería… pero no. No estaba tenso. Él me miraba relajado, en silencio,
sonriendo, enseñando el piano de sus dientes, también bañados en sangre. Sin
embargo, el horror ya me había atrapado, y en un aspaviento bajé la persiana.
No volví a subirla hasta la mañana siguiente. Diría que
había olvidado todo aquello, pero cuando, tras unos segundos de ceguera por la
luz del sol, vislumbré la ventana de enfrente, el miedo se aferró a mi tórax
para el resto de los días. Él seguía ahí. La sangre de su rostro había
oscurecido, se había secado al aire mientras seguía clavando sus pupilas en mi
cristal. Le llamé, le grité. Simplemente levantó el pulgar en señal amistosa y
continuó ahí, inmóvil, observándome.
No quería volver a mirar. Cada vez que, inconscientemente,
el terror me hacía volver a asomarme, él seguía en la misma posición. Recuerdo
salir a trabajar y, al caminar por la calle, poder distinguirle entre el
reflejo de su ventana, y cómo me seguía con la mirada hasta doblar la esquina.
Lo mismo cuando regresé a casa.
Cuando pregunté al conserje, me tranquilicé levemente. Me
contó que el edificio de enfrente estaba inhabilitado desde hacía tiempo por
varios temas legales que ni él mismo había alcanzado a comprender con el tiempo.
Sin embargo, la escoria había invadido las estancias vacías para traficar y
consumir drogas.
Tenía que ser eso. La única explicación de que ese hombre se
pegara horas y horas petrificado y observándome sólo podía explicarse con un
estado de inconsciencia del calibre provocado por un subidón de las drogas más
duras de la ciudad.
Bueno, ¿y qué? ¿Cómo iba a dejar de sentir miedo? ¿Cómo
podría hacer mi vida normal repitiéndome “No mires por la ventana”, una y otra
vez, por la aprensión que me causaba el mirón?
Semanas. Semanas en las que decidí no volver a subir la
persiana de mi habitación nunca más. Semanas en las que, idiota de mí, acababa
subiéndolas alguna vez rezando para que hubiera dejado de observarme. Pero
siempre acababa peor de lo que estaba al comprobar que seguía ahí. Sonreía. Él
sonreía. Sabía que me aterrorizaba y le divertía. Ni siquiera se había limpiado
la sangre que el primer día resplandecía a la luz de la luna en su tez.
Se aparecía en mis pesadillas. Se aparecía entre mis
pensamientos. Caminaba por mi calle con la vista en mis pies para no mirar
hacia su ventana. Sabía que si no me obligaba a mí mismo a evitarle, querría
saber si sigue ahí.
Empecé a sentir que iba a enloquecer. Las persianas de ese
lado de la casa permanecían bajadas durante semanas. A veces, entre las
rendijas, comprobaba que seguía ahí. No sabría explicar por qué, pero diría que
era capaz de verme incluso a través de ellas. Porque sí, seguía contemplándome.
No podía más. Casi medio año después, me armé de valentía
con media botella de Jack Daniel’s en el gaznate. Compré una navaja suiza y me
puse la indumentaria más yonki que
encontré en mi armario. Preferí dejar la
cartera en casa.
Toque el timbre sin éxito. Debía de llevar años
desconectado. La puerta, roída por las ratas, se abrió con un suave empujón, y
caminé algunos metros en la penumbra hasta que una mujer encapuchada apareció
frente a mí.
“Hoy no es día de visitas”, dijo en un susurro.
“Sólo quiero un gramo”, mentí. “Enróllate”.
Accedió tras vacilar unos segundos. Me ofreció subir arriba
a consumirlo. Justo lo que quería. Me dejó subir a solas las escaleras, que
crujían a cada paso, con las dos manos en los bolsillos de mi sudadera. Una
sujetaba la bolsita que me vi obligado a comprarle, y la otra sostenía con
fuerza la navaja suiza. Cuando llegué al piso en cuestión, me sorprendió
encontrarme con una gran sala deshabitada. No había habitaciones, sino varios
metros cuadrados invadidos por pelusas y excrementos. Ni rastro del mirón.
Con el cuerpo tiritando y un nudo en la garganta, caminé con
cautela por el suelo de cemento hasta la ventana que me perseguía en mis
sueños. Sí, ésta era. Desde aquí, donde estoy ahora, puedo ver la persiana de
mi habitación, bajada hasta… hasta…
Se está subiendo. Hay alguien en mi habitación.
La luz está encendida y vislumbro una figura que paraliza
mis latidos durante varios segundos. Soy yo. Me veo a mí mismo, recolocándome
las gafas, boquiabierto con lo que encuentro en esta ventana. Las piernas se me
tambalean y tengo que apoyarme en el marco. Quiero gritar, pero no puedo.
Tampoco puedo emitir ningún sonido cuando, detrás de mi otro yo, aparece el
hombre que me observaba antes, con un machete, y con el rostro totalmente
impoluto, que se impregna de sangre cuando, a base de varios tajos, decapita a
su víctima. A mí.
Muerde a esa cabeza sin cuerpo en el carrillo, hasta
arrancar un pedazo de piel, y después la deja caer a la calle, entre los cubos
de basura. Mi cráneo, destrozado contra la acera. El hombre me vuelve a
observar con la misma sonrisa, con los dientes carmesí. No puedo moverme, no
puedo tomar aliento. Sólo puedo limitarme a contemplar cómo abre la ventana, se
asoma, y murmura, entre el silencio de la noche: “Date la vuelta”.
Los pelos de punta! No me atrevo a mirar ahora por mi balcón... Está genial, eres un maestro de la ciencia ficción y el género de terror te va como anillo al dedo! :)
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Bueno, en esa calle es normal que te dé miedo mirar por el balcón... ¡Tendré que escribir más terror!
EliminarCreo que me he hecho caqui. Me ha encantado, yo desde luego soy incapaz de crear esa tensión cuando escribo. Muy bueno. Mis felicitaciones halloweenescas para ti. Nos vemos mañana. MUAHAHAHAHAHA
ResponderEliminarMuchas gracias, Elsa. ¡Estoy seguro de que serías capaz! A ver si leemos algo de ficción tuyo un día de estos :)
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