jueves, 30 de junio de 2016

Firme aquí, por favor

Todo empezó un día cualquiera. Era noviembre, o quizá todavía no. Dejémoslo en que era otoño. Está bien. Era un día otoñal cualquiera para Emilio. Volvía de trabajar cuando ya empezaba a anochecer. Todo iba como siempre. Sin sobresaltos. Vaya, lo que era un día otoñal cualquiera en la vida de Emilio.

Pero aquel día fue diferente. En su portal le esperaba un hombre. Iba trajeado, parecía incluso haberse perdido en un barrio como ése. Pero le estaba esperando a él. Era evidente, pues se puso en pie en cuanto lo vio aparecer a lo lejos.

—Hoy has cobrado, ¿verdad? —le preguntó el desconocido.

Emilio, extrañado, asintió con suavidad.

—¿Podrías darme ese dinero? —prosiguió.

—Pero… es mi dinero, me lo he ganado yo. ¿Por qué iba a…?

Dos hombres altos y robustos como armarios, aparecieron a las espaldas de Emilio. Dio un respingo al cerciorarse de su presencia.

—Por favor, deme su dinero —insistió, sin cambiar sus buenos modales.

Emilio, invadido por el pánico, entregó su dinero a aquel hombre. Él le entregó una hoja de papel y le pidió que la leyera detenidamente y la firmara. Emilio asintió. Tragó saliva y, tras dudar unos segundos, firmó. El desconocido despareció junto a sus dos matones.


Al día siguiente, aquel hombre volvió. Estaba esperándole de nuevo, sentado exactamente en el mismo escalón.

—Esta vez no —dijo Emilio con firmeza, que había tenido todo el día para recapacitar sobre su incidente del día anterior.

—Venga, no empieces con esto ya el segundo día, o no habrá quien te soporte dentro de unos meses.

—Es mi dinero. Lo necesito para vivir.

El hombre suspiró. Sus dos matones sacaron dos porras de sus bolsillos y comenzaron a golpear a Emilio, que se retorcía de dolor en el suelo, hasta que se rindió y entregó lo que le pedía.

—¿Ves como no hacía falta complicar las cosas? —le preguntó, mientras se agachaba junto a su víctima, encogida en el suelo, y recogía el dinero. Le entregó, de nuevo, una hoja de papel—. Firma aquí, anda.

Emilio, con el pulso tembloroso y lágrimas en los ojos, firmó donde se le indicaba.


Cada día se repitió lo mismo. Aquel hombre le esperaba donde fuera; incluso cuando Emilio dejó de ir a casa para evitarle, él aparecía. Le quitaba su dinero y después le hacía firmar. Su economía empezaba a escasear. Tanto que, un buen día, ya próximo a la Navidad, el hombre, sentado en sus escaleras, le dijo:

—No te molestes. No subas a casa. Te han desahuciado. Bueno, mejor dicho, me quedo tu casa.


Varios días después, cuando Emilio había perdido su trabajo, su casa, y todo lo que había ahorrado en el banco, mendigaba por las calles de su barrio. Hizo amistad con otro vagabundo que se hacía llamar Lucky, pero probablemente era sólo un irónico apodo.

Lucky presenció cómo un día, en pleno invierno, aquel desconocido le arrancó la ropa a Emilio y se la quedó, dejándolo desnudo bajo unos cartones y sin la limosna que había recaudado ese día. Después, como siempre, Emilio firmó. Lucky se preguntaba qué más le podía quitar.


—¿Vendrá hoy de nuevo? —preguntó Lucky al día siguiente a su amigo, cubierto bajo una manta deshilachada.

—En un par de horas —titubeó.

—¿Hoy qué se llevará? No te queda nada.

—Aún queda mi cuerpo.

—¿No estarás insinuando que…? —El horror le silenció antes de acabar la pregunta.

—Seguirán mientras quede algo que arrebatar —murmuró.

Lucky se acarició la desaliñada barba y después apoyó la mano sobre el hombro de Emilio.

—¿Qué firmaste ayer? —preguntó en un susurro—. ¿Te dijeron lo que te iban a hacer hoy?

Emilio negó con la cabeza, apretando los párpados con fuerza.

—Siempre es el mismo documento —aclaró.

—No comprendo.

—En todas las hojas que firmo pone lo mismo —explica.

—¿Y qué dicen esos documentos?

Emilio suspiró humillado.

—Lo he memorizado, a estas alturas… —admitió—. “El firmante está de acuerdo con que el cobrador regrese mañana”.

—No lo entiendo… ¿y por qué firmas?

—No me mires con esa cara —se quejó—. Al menos 137 escaños lo harían.



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