Todo empezó un día cualquiera. Era noviembre, o quizá todavía
no. Dejémoslo en que era otoño. Está bien. Era un día otoñal cualquiera para
Emilio. Volvía de trabajar cuando ya empezaba a anochecer. Todo iba como
siempre. Sin sobresaltos. Vaya, lo que era un día otoñal cualquiera en la vida
de Emilio.
Pero aquel día fue diferente. En su portal le esperaba un
hombre. Iba trajeado, parecía incluso haberse perdido en un barrio como ése.
Pero le estaba esperando a él. Era evidente, pues se puso en pie en cuanto lo
vio aparecer a lo lejos.
—Hoy has cobrado, ¿verdad? —le preguntó el desconocido.
Emilio, extrañado, asintió con suavidad.
—¿Podrías darme ese dinero? —prosiguió.
—Pero… es mi dinero, me lo he ganado yo. ¿Por qué iba a…?
Dos hombres altos y robustos como armarios, aparecieron a
las espaldas de Emilio. Dio un respingo al cerciorarse de su presencia.
—Por favor, deme su dinero —insistió, sin cambiar sus buenos
modales.
Emilio, invadido por el pánico, entregó su dinero a aquel
hombre. Él le entregó una hoja de papel y le pidió que la leyera detenidamente
y la firmara. Emilio asintió. Tragó saliva y, tras dudar unos segundos, firmó.
El desconocido despareció junto a sus dos matones.
Al día siguiente, aquel hombre volvió. Estaba esperándole de
nuevo, sentado exactamente en el mismo escalón.
—Esta vez no —dijo Emilio con firmeza, que había tenido todo
el día para recapacitar sobre su incidente del día anterior.
—Venga, no empieces con esto ya el segundo día, o no habrá
quien te soporte dentro de unos meses.
—Es mi dinero. Lo necesito para vivir.
El hombre suspiró. Sus dos matones sacaron dos porras de sus
bolsillos y comenzaron a golpear a Emilio, que se retorcía de dolor en el
suelo, hasta que se rindió y entregó lo que le pedía.
—¿Ves como no hacía falta complicar las cosas? —le preguntó,
mientras se agachaba junto a su víctima, encogida en el suelo, y recogía el
dinero. Le entregó, de nuevo, una hoja de papel—. Firma aquí, anda.
Emilio, con el pulso tembloroso y lágrimas en los ojos,
firmó donde se le indicaba.
Cada día se repitió lo mismo. Aquel hombre le esperaba donde
fuera; incluso cuando Emilio dejó de ir a casa para evitarle, él aparecía. Le
quitaba su dinero y después le hacía firmar. Su economía empezaba a escasear.
Tanto que, un buen día, ya próximo a la Navidad, el hombre, sentado en sus
escaleras, le dijo:
—No te molestes. No subas a casa. Te han desahuciado. Bueno,
mejor dicho, me quedo tu casa.
Varios días después, cuando Emilio había perdido su trabajo,
su casa, y todo lo que había ahorrado en el banco, mendigaba por las calles de
su barrio. Hizo amistad con otro vagabundo que se hacía llamar Lucky, pero probablemente
era sólo un irónico apodo.
Lucky presenció cómo un día, en pleno invierno, aquel
desconocido le arrancó la ropa a Emilio y se la quedó, dejándolo desnudo bajo
unos cartones y sin la limosna que había recaudado ese día. Después, como
siempre, Emilio firmó. Lucky se preguntaba qué más le podía quitar.
—¿Vendrá hoy de nuevo? —preguntó Lucky al día siguiente a su
amigo, cubierto bajo una manta deshilachada.
—En un par de horas —titubeó.
—¿Hoy qué se llevará? No te queda nada.
—Aún queda mi cuerpo.
—¿No estarás insinuando que…? —El horror le silenció antes
de acabar la pregunta.
—Seguirán mientras quede algo que arrebatar —murmuró.
Lucky se acarició la desaliñada barba y después apoyó la
mano sobre el hombro de Emilio.
—¿Qué firmaste ayer? —preguntó en un susurro—. ¿Te dijeron
lo que te iban a hacer hoy?
Emilio negó con la cabeza, apretando los párpados con
fuerza.
—Siempre es el mismo documento —aclaró.
—No comprendo.
—En todas las hojas que firmo pone lo mismo —explica.
—¿Y qué dicen esos documentos?
Emilio suspiró humillado.
—Lo he memorizado, a estas alturas… —admitió—. “El firmante
está de acuerdo con que el cobrador regrese mañana”.
—No lo entiendo… ¿y por qué firmas?
—No me mires con esa cara —se quejó—. Al menos 137 escaños
lo harían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario