viernes, 13 de septiembre de 2013

Teniente sin nombre (1ª parte)

—¡Teniente Müller, acérquese! —exclamó el coronel Braun.
Cort Müller obedeció inmediatamente y relegó su posición al primer soldado que vio. Estaba dirigiendo la maniobra de uno de los furgones que salía marcha atrás para unirse a la hilera automovilística que partía del campo de concentración, y el soldado no tenía ni idea de cómo actuar, pero como no se atrevía a rebatir a su superior, asintió rápidamente.
—Coronel, aquí estoy —dijo Cort cuando se encontraba enfrente de Braun.
—Dejémonos de formalismos por esta vez, Müller. Esto es una despedida.
—No entiendo, ¿no marchamos todos al mismo lugar?
—Adonde vamos, no hay suficientes barracones para esos cerdos judíos, me temo. Nos dividiremos en dos, coge este mapa. —El Coronel entregó un rollo de papel a Cort.
—Ya veo, hay dos destinos marcados.
—El enemigo nos ha localizado, por eso evacuamos. Ambas instalaciones han sido recién construidas. Cámaras de gas más grandes, minas para que esos cerdos trabajen, barracones con más capacidad y mismo espacio... Economizamos, Müller.
—Pero usted no puede mandar en ambos lugares —reflexionó Cort en voz alta.
—Hitler estará allí para inaugurarlo, Müller. Vas a ser coronel en tu recinto —sonrió Braun.
Cort se quedó sin palabras al oír aquello. No llevaba demasiado tiempo en el ejército nazi, pero se había volcado enteramente en su trabajo, así que aquello era un gran honor.
—Muchas gracias… yo…
—Irás en ese furgón. Los demás ya han marchado, no queda un solo judío aquí… —dijo el coronel Braun, pero entonces se llevó la mano a la boca y adoptó tono sarcástico—. ¡Oh, espera…! Aún tienes ahí a aquel amigo tuyo, ¿cómo se llamaba?
—Nadir, Coronel. —exhaló un suspiro.
—Te he consentido mantenerlo todo este tiempo en el calabozo del cuartel, Müller. Era tu amigo, y pese a que ya deberíamos haberlo matado, te permití ocultarlo en secreto a tu recaudo. Ahora vas a ser coronel y no vas a llevarte a tu judío mascota de aquí a tenerlo entre algodones en otro lugar. Todavía soy tu superior, así que obedecerás esta última orden: sácalo de ahí, llévalo al otro lado de la esquina del cuartel y dispárale con tu rifle.
Cort tragó saliva. Meses atrás, cuando su viejo amigo Nadir llegó al campo de concentración, él lo había reconocido entre la multitud. Pese a que sabía que erradicarían a todos los judíos que allí se encontraban, quiso protegerle con la esperanza de que cuando acabara todo aquello, él siguiera con vida y pudiera marchar en paz. No es que el teniente Cort Müller fuera corrupto, sólo hizo una excepción para un amigo al que llevaba años apreciando. Gracias a su buen trabajo, consiguió que el coronel Braun hiciera la vista gorda y permitiera llevarse a Nadir aparte, al calabozo del cuartel en donde trabajaba Cort. Ahora parecía que todo había sido en vano y por fin había llegado el momento que llevaba tanto tiempo temiendo: el de ejecutar a su amigo.
—Pero… no puedo…
—O él, o tú. Y ahora debo irme. Cuando acabes, sube al furgón. No conocerás a nadie de allí, pero ellos te llamarán por tu nombre. Solo queda ese vehículo, así que no te perderás. Hasta pronto —dijo el coronel, y levantó su mano—. ¡¡¡Heil, Hitler!!!
—Heil Hitler… —musitó mientras le veía alejarse.
El Teniente se dirigió a su cuartel. No quería ni meditarlo, o sabía que se echaría atrás.
—Maldita sea, maldita sea… —murmuraba mientras buscaba las llaves del cuartel en el llavero que colgaba de su cinturón.
Ahí estaba su amigo Nadir. Sus rizos negros, su barba de meses, su ropa deshilachada. Tras los barrotes forzaba una sonrisa, la cual penetraba hasta lo más profundo de Cort, que sabía que las palabras de su coronel eran sentenciosas e irrebatibles. Debía matarle. Sin embargo, cuando el Teniente abrió la celda, Nadir por fin vio la luz, por fin creyó que todo había acabado. Y no estaba tan equivocado.
—¿Ya soy libre? —preguntó el judío.
Cort Müller no respondió. Cogió su rifle y le apuntó al pecho.
—Afuera.
—¡¿Qué?! —empalideció—. ¡¿Qué ha pasado?!
—Nos vamos —contestó—. He dicho que afuera.
Nadir levantó las manos y salió del cuartel sintiendo el cañón del rifle en la espalda. Su amigo Cort le guió hasta detrás del bloque, en donde nadie podía verles.
—Quédate quieto justo aquí —dijo el teniente a un metro de la pared.
—¿Vas a matarme? —titubeó—. Después de todo… ¿vas a matarme?
Su ejecutor se detuvo a algunos metros de él, tres, cuatro, quizá cinco, hacía mucho calor para pensar fríamente. Le apuntó con el rifle.
—Dime una cosa antes, Cort —tragó saliva—. Mi hijo… ¿sigue vivo?
El alemán cerró los ojos con fuerza. El sudor resbalaba por todo su rostro. Al menos se merecía una respuesta.
—Abandonamos este lugar. Lo llevan en un furgón junto a otros niños.
Nadir suspiró aliviado.
—Cuando teníamos su edad jugábamos juntos, ¿recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, Nadir.
—Tú vivías a cincuenta metros. Tardes enteras en esa plaza haciendo círculos en bicicleta alrededor de la fuente…
—Basta, Nadir.
—O haciendo planos del tesoro en los trozos de tela que le sobraban a mi padre en la sastrería.
Müller se dio cuenta de que no había quitado el bloqueo del arma. Un chasquido fue suficiente para indicar que estaba a un leve empujón del dedo índice para que el gatillo se hundiera y la bala se incrustara en el cráneo de Nadir. Pero, en aquella situación, tan sencillo movimiento parecía ser el más difícil que había hecho en toda su vida.
—Dime una cosa, ¿estás de acuerdo con todo esto?
—¡¿Por qué debería responder?!
—¿Por qué deberías disparar?
Le temblaban los brazos. Así no había manera de apuntar. El rifle pesaba demasiado en aquel momento.
—Son órdenes, Nadir —susurró—. O tú, o yo.
—Nunca fue “o tú o yo”. Fuimos “tú y yo”. No te he juzgado por todo lo que has hecho. No te juzgo ahora. He crecido contigo y me temo que también voy a morir así.
—Lo siento, amigo —dijo Cort, agarró con firmeza el arma y cerró un ojo, apuntando directo a su pecho.
—Solo te pido algo más —dijo el judío con los ojos cerrados, rezando por que al menos pudiera acabar esa frase antes de morir—. Prométeme que a mi hijo no le pasará nada.
En ese momento el alemán no pudo más y las lágrimas brotaron enrojeciendo todo su rostro.
—¡No puedo, Nadir! ¡No puedo prometer eso! —sollozó—. ¡No creo que nadie salga de allí! ¡No sé por qué debo matarte siquiera! ¡Pero debo!
El arma se disparó. Los pájaros salieron volando asustados. Cort dejó caer el fusil al suelo polvoriento y cayó de rodillas. No le había dado. Nadir miró la pared de detrás, observando el agujero que había dejado la bala.
—Nadie está mirando —dijo el alemán—. Ven, coge este cuchillo. —Lo sacó de su cinturón—. Si escapas por aquel bosque puede que nadie te vea.
Nadir dudó, pero finalmente se acercó hasta él. Agarró el cuchillo y le ayudó a levantarse.
—Gracias, amigo —dijo.
—Vete rápido —fue su respuesta—. Hay un furgón esperándome aquí al lado.
Antes de irse, el judío abrió sus brazos. El alemán, mirando a todo su alrededor y comprobando de nuevo que nadie les veía, abrazó a su amigo.
—Lo siento, no existe el “o tú o yo”… —susurró Nadir—, pero sí el “o tú o mi hijo”.
El cuchillo se clavó en la garganta del teniente Cort Müller. Justo en ese punto, para que no pudiera gritar. Nadir lo apretó contra su propio cuerpo, empapándose de la sangre de su amigo, hasta que creyó que era suficiente. Observó al Teniente, tendido en el suelo, con la garganta cortada y los ojos en blanco abiertos de par en par, con su boca intentando decir algo que nunca llegó a pronunciarse. Nadir tuvo que taparse los labios para no gritar. Las lágrimas limpiaban parte de la sangre que le había salpicado al rostro.
Arrastró el cuerpo de Cort hasta el cuartel y cerró la puerta. Le quitó el traje de teniente, las llaves y el rifle. Se desnudó y usó el lavabo del despacho para que no quedara una sola mancha de sangre en su cuerpo. Se puso el uniforme de Müller. Era justo su talla. Abrió la taquilla y localizó una cuchilla de afeitar. Se deshizo de su barba en menos de un minuto, llenándose de cortes. Al volver a mirarse en el espejo se dio cuenta de que esos rizos le delataban, así que también pasó la cuchilla por toda su cabeza hasta parecer un auténtico teniente nazi rapado. Se percató de que la parte superior del uniforme estaba impregnada de sangre, así que se hizo un pequeño corte en el cuello con la cuchilla, lo suficientemente grande para que sangrara, que sirviera como excusa para explicar la mancha.
Cuando salió, cerró el cuartel con llave y echó a correr en busca del mencionado furgón. No tardó ni un minuto en encontrarlo. Un hombre le saludó con la mano.
—¡Aquí, teniente Müller!
Nadir caminó con paso firme, guardando las apariencias, hasta el vehículo.
—Soy el sub-teniente Loeb. Luego le presento al pelotón —le tendió la mano—. Me han hablado muy bien de usted. Siéntese aquí, arrancamos ya.
El falso teniente judío obedeció. Nadie le había descubierto de momento. Su plan, aunque arriesgado, era el único que se le ocurría para sacar a su hijo de allí. Tenía que parecer un teniente nazi para conseguir dar con él, y después, escapar juntos de aquel infierno. Debía interpretar la vida que más le repugnaba para salvar la que más quería. Si es que le permitían seguir con vida.


CONTINUARÁ... 
O no. Si queréis que continúe, comunicádmelo y continuará de verdad :)


1 comentario:

  1. Al borde de las lágrimas me tiene, oiga. Desde luego ha cogido un tema peliagudo, y además muy bien relatado. He podido meterme en el papel de alguien que debe elegir entre lo que está bien y lo que debe hacer. ¿Cuántos estarían en aquella misma situación en su momento? Porque muchos de ellos pues eso, sólo "cumplían órdenes". Qué vergüenza, joé.

    La frase de Nadir antes de matar al teniente dice muchas cosas, ¿qué no harían nuestros padres por nosotros? Tengo mucha curiosidad por ver cómo sigue, así que yo sí le pido que continúeeee. Pero pronto, eh.

    Lo dicho, ¡siga así, y siga, caballorete! ^^

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