jueves, 31 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad: La Organización de las Musas Inspiracionales - Segunda Parte

Esta entrada es una continuación de Cuento de Navidad: La Organización de las Musas Inspiracionales . Recomiendo su lectura para entender la historia con más profundidad. Feliz Navidad.

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—Por favor, quédate esta vez —rogó Kathli.

—Está bien.

Treene, que ya estaba volviéndose a colocar sus prendas, se despojó de ellas de nuevo y se acurrucó a su lado. La musa se apretó contra el cuerpo de su amante.

—Navidad —murmuró Kathli.

—Así es. —Treene esbozó una sonrisa tierna, pero inquieta a la vez—. Es difícil centrarse sabiendo que esto está mal.

Kathli chistó sonoramente.

—Mi hijo está durmiendo ya, baja el tono…

—No sabría decir si este año ha pasado despacio o rápido —comentó Treene, casi en un susurro—. Por un lado, el deseo de que llegara de nuevo este día me hacía seguir adelante y las cosas fluían solas. Por otro, parecía que jamás llegaría.

—Un año es mucho tiempo —Kathli estiró su brazo hasta la mesilla de noche y sacó una cajetilla de tabaco. Durante el último año había intentado dejar aquella costumbre, pero ella siempre defendía que un cigarrillo después del sexo era como lavarse las manos después de comer—. Deberíamos vernos más.

—Nos vemos cada día, cielo.

—No me has entendido —negó con la cabeza. Clavó sus pupilas en las de Treene—. “Vernos”.

—Kath... —Exhaló un suspiro—. Adoro acostarme contigo. Pero creo que adoro más mi vida —aclaró—. Ya sabes que eso vulnera el protocolo de la Organización. Me informé sobre todo esto. Nos matarían, Kath. Las musas no pueden tener relaciones amorosas entre ellas.

—¿Y entonces por qué te arriesgas hoy? Si tanto miedo tienes, ¿por qué un día al año sí?

—Porque no aguantaba ni un minuto más.
Treene se colocó sobre ella y la besó. Aún no se había encendido el cigarrillo, así que su amante lo agarró y se lo tiró al suelo. Kathli se quejó, pero Treene le tapó los labios con el índice:

—Deja esa mierda ya. Quiero seguir viniendo muchos años a… “verte”.

—Siempre fumo después de…

—No quiero conocer más detalles —la interrumpió.

—No ha habido nadie más en este año, si es lo que…

—No digas nada más. Simplemente déjalo.

Kathli frunció el ceño.

—Pero Treene… —musitó.

—Pensaba que querías un segundo asalto —refunfuñó Treene, bajándose de su amante y tumbándose de nuevo a su lado—. Pensaba que por eso querías que me quedara.

—No… —murmuró Kathli con tristeza—. Sólo quería… charlar.

—Eso podemos hacerlo cualquier día en la sede. Ahora es peligroso.

—Pues correré el riesgo, pero habla conmigo.

Treene bufó. Sin embargo, enseguida entendió lo injusta que estaba siendo con Kathli, y tras unos segundos en los que lo único que quebró el silencio fue el beso que le dio en el hombro, la musa preguntó:

—¿Y de qué quieres hablar?

—¿Cómo ha sido tu día?

—¿En serio…? —Treene rió, divertida—. Veamos… Un pintor había dado ya tres capas de diferentes colores al cielo de un cuadro. Había probado con un atardecer al principio, pero eso habría supuesto dar un tinte anaranjado al resto de la obra. El cielo oscuro de la noche tampoco encajaba, pues la falta de luz no tenía sentido en la composición. Un día soleado, con un firmamento celeste, quedaba forzado.

—Cediste rápido, por lo que veo. ¿Qué hiciste?

—Mimeticé en una gran luna llena.

—¿En pleno día?

—No es tan raro.

—¿Por qué una luna iba a estar en el cielo en pleno día?

—A veces, cuando es llena, puede verse incluso en el día.

Kathli rió pícaramente.

—Sabes que si eso sucede es porque una de Nosotras es esa luna, ¿verdad?

—Pero Ellos lo ven como algo normal, y eso es lo que importa —se defendió—. Bueno, en conclusión, optó por una noche con una gran Luna llena de fondo y… ¡tachán! Obra acabada.

De pronto, unos golpes rotundos en la puerta principal sobresaltaron a las amantes. Ambas se miraron, desconcertadas. Sólo la Organización de las Musas Inspiracionales sabía cómo llegar a los hogares de las musas, así que Treene titubeó:

—Lo saben. Han venido a por nosotras.

El cuerpo de Kathli temblaba de terror. Sabía que los primeros golpes eran mera cortesía, pues las musas eran capaces de atravesar fácilmente cualquier material. Se miraron de nuevo. Sus cuerpos desnudos habían empalidecido. Eran conscientes de que quizá sólo les quedaran unos segundos de vida, así que se besaron. Sus labios se fundieron, helados, sin sangre, por última vez.

—Kathli Voriet —se oyó una voz áspera a la entrada de la habitación.

La musa cerró los ojos unos instantes, y entonces miró hacia la puerta. La emisaria Auriena posaba firme en el pasillo. Kathli temió su fin, y entonces fue a agarrar la mano de Treene, pero no la encontró. La buscó con la mirada, pero había desaparecido. En su lugar, un vibrador descansaba sobre las sábanas. A Kathli le costó disimular el shock. Una mezcla de risa y rabia le invadía.

—Pre… presente —balbuceó.

Auriena examinó con la vista toda la habitación. Era evidente que había visto el vibrador, pero la incomodidad que suscitaba mencionarlo se manifestó en fingir que no había nada en esas sábanas. Kathli ni siquiera se había vestido. Auriena recorrió la habitación, incluso los rincones más oscuros, donde sabía que las musas solían esconderse. Kathli se dio cuenta de que realmente sospechaban que ella se acostaba con otra musa. Probablemente, incluso imaginaran que era Treene.

Cuando Auriena terminó, se dirigió a Kathli ya desde el marco de la puerta:

—¿Algo que declarar? —preguntó Auriena.

—A veces me masturbo, si es a lo que se refiere —bromeó Kathli, fingiendo serenidad.

—Buenas noches, y disculpe la falsa alarma.

La emisaria desapareció. Pasaron más de cinco minutos en los que Kathli no abrió la boca ni movió un músculo. Sólo temblaba. Su hijo parecía no haberse despertado en ningún momento. Finalmente, cuando todo parecía tranquilo, Treene volvió a adquirir su propia forma. Las musas se abrazaron con fuerza.

—¿No podrías haberte convertido en un simple calcetín? —rió Kathli con nerviosismo.

—He tenido que improvisar, y he supuesto que no me querría tocar e inspeccionarme de esta manera.

Treene se puso en pie junto a la cama y comenzó a ponerse sus ropas de nuevo. Kathli no dijo nada, comprendía que debía marcharse cuanto antes.

—Acabamos de saltarnos otras dos normas, Kath —apuntó Treene—. Tú has mentido a una emisaria y yo he utilizado mis poderes con motivos no inspiracionales. Ambas tienen la misma pena.

—Parece que acumulamos delitos… —murmuró Kathli, sarcástica.

—Es peligroso. Te lo he dicho varias veces. Esto es una locura. Acabará matándonos. No nos van a quitar el ojo de encima a partir de ahora.

—Es nuestra Navidad, Treene.

—Lo siento, sabes que debo irme. Nos vemos mañana en la OMI.
Kathli gateó por la cama hasta rodearla por última vez con sus brazos y besar su pecho:

—¿Entonces no volverás el próximo año?

—Kath… —Treene soltó a la musa y caminó de espaldas hasta el rincón más oscuro, perdiéndose entre las sombras—. Aunque quisiera no volver, nosotras también necesitamos inspiración.

—Adiós, mi musa.

—Hasta pronto, mi Navidad.






lunes, 30 de noviembre de 2015

Friendzone

—Tengo que confesarte algo. Nos conocemos desde niños, así que siempre has estado en mi vida. Nos hemos reído, hemos llorado, hemos disfrutado y padecido de todo. Y ahora, como adultos, estamos aquí. Seguimos aquí. Nada ha podido con nosotros. Esa sensación de tenerte en mi vida es impagable, es lo más valioso que me ha ocurrido y ojalá lo vieras como yo.

—Sabes que siento lo mismo, Leo.

—No, escúchame, Fátima. Hemos sido amigos mucho tiempo y, conforme hemos madurado, hay sentimientos que inevitablemente han surgido en mi interior. He empezado a adorarte, a pensar en ti constantemente, a imaginarnos dentro de unos años mano a mano llevando una vida juntos.

—Y así será, ¡por supuesto! ¡No pienso olvidarte!

Leo suspiró.

—Lo que quiero decir… —vaciló unos segundos—. Dios, que te quiero. Que me haces demasiado feliz como para conformarme con cómo ha sido todo hasta ahora.

—Un momento… —Al fin, Fátima cayó en la cuenta—. Sabes que yo también te quiero. Pero somos amigos, Leo. Es normal que a veces confundas tus sentimientos, yo también siento admiración hacia ti, pero conocemos los límites.

—¿Y quién ha puesto esos límites? ¿Por qué no dar el paso? —preguntó, derrotado—. No confundo sentimientos, sé que es amor.

—Bueno, pues… —resopló—. No es mutuo. Siempre te querré como mi mejor amigo. Y ya está.

“Y ya está”.

El suelo se resquebrajó debajo de Leo. Justo antes de derramar una lágrima de impotencia, su cuerpo se precipitó al vacío y cayó varios metros. A su alrededor sólo había oscuridad. Se preguntaba si Fátima también habría caído con él.

Unos segundos después, su cuerpo se zambulló en un líquido anaranjado. Cuando Leo pudo salir a la superficie a tomar aire, paladeó aquel fluido burbujeante. Su desconcierto fue mayúsculo al reconocer el sabor de una Fanta.

Nadó hasta la orilla. En su entorno todo eran formas curvilíneas y de colores chillones variopintos. Un anciano con larga barba blanca, una túnica y una carpeta, se acercó hasta Leo, que aún jadeaba de rodillas frente al lago naranja.

—Disculpe, caballero —dijo el viejo—. ¿Está bien?

—¿San Pedro? ¡¿Estoy muerto?!

—¡Oh, no, no! —negó—. Soy Gabriel.

—¡¿El arcángel Gabriel?!

—¡No! Gabriel Rodríguez. Funcionario —aclara—. A ver, ¿es usted sujetavelas, pagafantas, platónico…?

—¿Qué coño? ¿Dónde estoy?

—Esto es la Friendzone. No sabemos cómo empezó todo, pero aquí estamos todos los frustrados en el amor. Los no correspondidos.

—¿Fátima me ha rechazado?

—¡Desde luego!

—¡Joder! —Leo golpeó el suelo con rabia—. Y ahora me he cargado nuestra amistad de la infancia.

—Uh, “amigos inseparables de la infancia”. Lo apunto —asiente, mientras escribe algo en su carpeta.

—¿Cómo salgo de aquí?

—Oh, no se puede salir de la Friendzone. Se entra sin darse uno cuenta, pero ya nunca se sale —explica Gabriel—. No obstante, si te das prisa, puede que llegues a la hora de cenar en el Ala de la Paja Triste.

—Me asusta lo que me servirán allí.

Pasaron los días. Leo comenzó a investigar. Elaboró planos, buscó posibles salidas, pero era imposible. A él se unieron varias personas. Eran varias cabezas pensantes, pero ni aun así conseguían encontrar un método de huida.

—No lo entendéis, la salida está en nuestros sentimientos —afirmó Nadia, una chica que desafortunadamente se enamoró de su amigo gay—. Sólo dejando de sentir lo que sentimos podremos salir de la Friendzone.

La gente tachó de loca a Nadia, pero a Leo le parecía el razonamiento más lógico hasta la fecha. Más que nada, porque ya había probado de todo. La angustia de no poder salir de aquel lugar le obligó a obsesionarse. Provocó que no fuera capaz de dejar de pensar en que no podía abandonar la Friendzone. Que tenía que seguir luchando por ello. ¿Cómo borrar esos sentimientos por Fátima, si jamás podría olvidar que debía escapar de aquel lugar?

Nadia y él se apoyaron mutuamente. Cada día, hablaban de cualquier estupidez que les hiciera por un momento olvidar sus frustraciones. Llegaron a caerse bien. Por las mañanas, Leo creía vislumbrar un cielo más despejado, un agua menos naranja y burbujeante, unas personas menos cubiertas de dolor.

Una noche, Nadia y él caminaban por la orilla del lago cuando, de pronto, el suelo volvió a agrietarse, pero esta vez, para que unas escaleras comenzaran a alzarse de la nada hasta perderse en el cielo.

—Es la salida —dijo Nadia—. Lo hemos conseguido.

Leo, anonadado, dio dos pasos hacia el primer escalón, pero entonces se detuvo. Las ideas se agolpaban en su cerebro, como equinos esperando un pistoletazo de salida que nunca llegará:

—Creo… creo que no quiero subir.

—¡¿Qué?! —bramó Nadia—. Maldita sea, tomemos esas putas escaleras y seamos felices ahí afuera.

—No. —Leo agarró las manos de Nadia—. Me gusta estar en la Friendzone. Me gusta ser el mejor amigo de Fátima. No quiero derrumbar todo lo que hemos construido. No valoré lo que me daba en realidad. Incluso la culpaba por haberme mandado a este lugar. Pero, ¿sabes? Quizá debí valorar que, pese a mi desafortunada declaración, quisiera seguir siendo mi mejor amiga. No podemos obligar a nadie, por mucho que daríamos por estar con esa persona, a que se enamore de nosotros. Deberíamos valorar lo que tenemos y nos proporciona. Si ella hubiera cedido por pena o por consideración, jamás habría conocido a otras personas. Jamás te habría conocido a ti. Alguien que me entiende y siente lo mismo por mí que yo por ella.

—¡¡¡De puta madre!!! —chilló Gabriel a sus espaldas, y subió a zancadas las escaleras hasta perderse en la oscuridad de la noche—. ¡Que os follen, pardillos!

Nadia se quedó en silencio unos segundos hasta que, finalmente, le abrazó.

—No quiero perder a nadie. Ni a ti, ni a todos los que hemos conocido, ni a mi amigo gay.

—Entonces, ¿seguimos paseando?

—Por supuesto —concedió, reemprendiendo la marcha—. Podríamos invitar mañana a nuestros amigos a cenar, ¿no crees?


—Suena bien.

sábado, 31 de octubre de 2015

Especial Halloween: El mirón

Fue la decisión más importante de mi vida. Cientos, incluso miles de kilómetros, en un vuelo low-cost para conocer mi nueva casa.

Sonaba bien eso de ser independiente. Iba a estudiar lo que quería y me dirigía a la ciudad de mis sueños. Quizá no fuera el mejor barrio, pero como estudiante no podía permitirme mucho más. Bastaba con no salir a altas horas de la noche, o con haber bebido lo suficiente como para restar importancia a una calle sin farolas y olor a orines.

Llegué a la hora de la cena. Habían dejado mis llaves al conserje. Jamás conocí al dueño. Ojalá lo hubiera hecho. Maldito internet.

Todo estaba bien. Diría que las habitaciones parecían más grandes que en las fotos. Que probablemente era la calefacción más acogedora que había conocido nunca. Que el mobiliario estaba escogido con demasiado buen gusto. Que las vistas… bueno, en este barrio no podía esperar mucho de las vistas.

La ventana de mi habitación daba hacia la fachada enladrillada del bloque de enfrente. Algún grafiti, alguna grieta amenazadora. Pero eso no fue lo que me llamó la atención. Justo a mi altura, diría que incluso era mi mismo piso, un hombre también se asomaba a la calle. Nuestras miradas se cruzaron. Un escalofrío reptó por toda mi espalda cuando, varios segundos después, él todavía no apartaba la mirada. ¿Qué esperaba? Le saludé, pero él no movió ni un ápice de su cuerpo. Resoplé malhumorado, a lo que él sonrió.

Algo me daba mala espina. Me quité las gafas y las limpié con mi camiseta. Al volvérmelas a poner, vi con más claridad el rostro que, impertérrito, seguía mirándome. No pude evitar dar un respingo al diferenciar salpicaduras rojas en su cara. Entre ellas, dos ojos claros, azules eléctricos, desconocían el parpadeo. ¿Era sangre? Sí, parecía sangre. Me puse en lo peor. Imaginé que era un asesino en serie, que yo era el siguiente, que se regocijaba por su última cacería… pero no. No estaba tenso. Él me miraba relajado, en silencio, sonriendo, enseñando el piano de sus dientes, también bañados en sangre. Sin embargo, el horror ya me había atrapado, y en un aspaviento bajé la persiana.

No volví a subirla hasta la mañana siguiente. Diría que había olvidado todo aquello, pero cuando, tras unos segundos de ceguera por la luz del sol, vislumbré la ventana de enfrente, el miedo se aferró a mi tórax para el resto de los días. Él seguía ahí. La sangre de su rostro había oscurecido, se había secado al aire mientras seguía clavando sus pupilas en mi cristal. Le llamé, le grité. Simplemente levantó el pulgar en señal amistosa y continuó ahí, inmóvil, observándome.

No quería volver a mirar. Cada vez que, inconscientemente, el terror me hacía volver a asomarme, él seguía en la misma posición. Recuerdo salir a trabajar y, al caminar por la calle, poder distinguirle entre el reflejo de su ventana, y cómo me seguía con la mirada hasta doblar la esquina. Lo mismo cuando regresé a casa.

Cuando pregunté al conserje, me tranquilicé levemente. Me contó que el edificio de enfrente estaba inhabilitado desde hacía tiempo por varios temas legales que ni él mismo había alcanzado a comprender con el tiempo. Sin embargo, la escoria había invadido las estancias vacías para traficar y consumir drogas.

Tenía que ser eso. La única explicación de que ese hombre se pegara horas y horas petrificado y observándome sólo podía explicarse con un estado de inconsciencia del calibre  provocado por un subidón de las drogas más duras de la ciudad.

Bueno, ¿y qué? ¿Cómo iba a dejar de sentir miedo? ¿Cómo podría hacer mi vida normal repitiéndome “No mires por la ventana”, una y otra vez, por la aprensión que me causaba el mirón?

Semanas. Semanas en las que decidí no volver a subir la persiana de mi habitación nunca más. Semanas en las que, idiota de mí, acababa subiéndolas alguna vez rezando para que hubiera dejado de observarme. Pero siempre acababa peor de lo que estaba al comprobar que seguía ahí. Sonreía. Él sonreía. Sabía que me aterrorizaba y le divertía. Ni siquiera se había limpiado la sangre que el primer día resplandecía a la luz de la luna en su tez.

Se aparecía en mis pesadillas. Se aparecía entre mis pensamientos. Caminaba por mi calle con la vista en mis pies para no mirar hacia su ventana. Sabía que si no me obligaba a mí mismo a evitarle, querría saber si sigue ahí.

Empecé a sentir que iba a enloquecer. Las persianas de ese lado de la casa permanecían bajadas durante semanas. A veces, entre las rendijas, comprobaba que seguía ahí. No sabría explicar por qué, pero diría que era capaz de verme incluso a través de ellas. Porque sí, seguía contemplándome.
No podía más. Casi medio año después, me armé de valentía con media botella de Jack Daniel’s en el gaznate. Compré una navaja suiza y me puse la indumentaria más yonki que encontré en mi armario.  Preferí dejar la cartera en casa.

Toque el timbre sin éxito. Debía de llevar años desconectado. La puerta, roída por las ratas, se abrió con un suave empujón, y caminé algunos metros en la penumbra hasta que una mujer encapuchada apareció frente a mí.

“Hoy no es día de visitas”, dijo en un susurro.

“Sólo quiero un gramo”, mentí. “Enróllate”.

Accedió tras vacilar unos segundos. Me ofreció subir arriba a consumirlo. Justo lo que quería. Me dejó subir a solas las escaleras, que crujían a cada paso, con las dos manos en los bolsillos de mi sudadera. Una sujetaba la bolsita que me vi obligado a comprarle, y la otra sostenía con fuerza la navaja suiza. Cuando llegué al piso en cuestión, me sorprendió encontrarme con una gran sala deshabitada. No había habitaciones, sino varios metros cuadrados invadidos por pelusas y excrementos. Ni rastro del mirón.

Con el cuerpo tiritando y un nudo en la garganta, caminé con cautela por el suelo de cemento hasta la ventana que me perseguía en mis sueños. Sí, ésta era. Desde aquí, donde estoy ahora, puedo ver la persiana de mi habitación, bajada hasta… hasta…

Se está subiendo. Hay alguien en mi habitación.

La luz está encendida y vislumbro una figura que paraliza mis latidos durante varios segundos. Soy yo. Me veo a mí mismo, recolocándome las gafas, boquiabierto con lo que encuentro en esta ventana. Las piernas se me tambalean y tengo que apoyarme en el marco. Quiero gritar, pero no puedo. Tampoco puedo emitir ningún sonido cuando, detrás de mi otro yo, aparece el hombre que me observaba antes, con un machete, y con el rostro totalmente impoluto, que se impregna de sangre cuando, a base de varios tajos, decapita a su víctima. A mí.

Muerde a esa cabeza sin cuerpo en el carrillo, hasta arrancar un pedazo de piel, y después la deja caer a la calle, entre los cubos de basura. Mi cráneo, destrozado contra la acera. El hombre me vuelve a observar con la misma sonrisa, con los dientes carmesí. No puedo moverme, no puedo tomar aliento. Sólo puedo limitarme a contemplar cómo abre la ventana, se asoma, y murmura, entre el silencio de la noche: “Date la vuelta”.


miércoles, 30 de septiembre de 2015

El viajero

                La puerta del armario se abrió de sopetón, sobresaltando a Jaime, que casi se cae del taburete que utilizaba para jugar a la Play algo más cerca de la pantalla de lo que recomendaba su madre. De su interior salió un hombre con gafas de aviador, una chaqueta de cuero falso, roída hasta la saciedad, y unos vaqueros tan viejos que no se podía asegurar que no fueran a razón de la nueva moda vintage. No obstante, lo más inquietante no era su ropa, sino que había aparecido dentro de su maldito armario. En su habitación. En su casa. Así que Jaime, con quince años recién cumplidos, echó de menos los pañales en ese momento.

                —¡¿Quién coño eres tú?! —preguntó el muchacho—. ¡¿Qué hacías ahí dentro?!

                —A ver…. —El invitado sorpresa sacó un papel de su bolsillo y lo desplegó—. ¿Eres… Vanesa Mendoza?

                —¿Tengo cara de llamarme Vanesa?

                —No, la verdad. Tampoco pareces tener cincuenta y siete años. ¿Eres su hijo, o su nieto, o su…?

                —No conozco a esa tal Vanesa —interrumpió—. ¿Pero quién eres? ¿Qué hacías ahí?

                El hombre dudó unos segundos. Miró a ambos lados, donde, evidentemente, no había nadie más. Se arrodilló frente al joven, agarrándole por los hombros, mientras él aún sujetaba el mando de la consola. No podía darle pausa porque era un juego online, y eso ponía nervioso a Jaime.

                —Escúchame lo que voy a decirte —susurró, a un volumen casi imperceptible al oído humano—. Vengo del futuro. Aparecemos en los armarios y robamos a las familias de tu tiempo. La vida está terriblemente mal en el futuro. Poco a poco, la economía empezó a caer y las empresas ni siquiera eran capaces de sacar beneficios, pues no había dinero en ninguna parte. Sin embargo, para unos pocos hay todo el dinero del mundo, así que existen unos privilegiados que viven en mansiones de lujo y al margen de la ley, y luego estamos nosotros, que tenemos organizaciones clandestinas dedicadas a extraer dinero de otras épocas. De esta manera, no dejamos pistas, no pueden identificarnos y no pueden pillarnos jamás.

                Jaime estaba tiritando entre las manos del hombre, así que él lo soltó. Al fin, tras un par de titubeos ahogados en saliva, consiguió formular una pregunta:

                —Así que… ¿así que me vas a robar?

                —¡No! —respondió efusivamente—. ¡No voy a hacerlo! ¡Pero tú eres joven, tú podrías cambiar esta situación! Necesito que busques a las personas indicadas. Necesito que evites que el país se vaya a la mierda.

                —¿Estoy yo solo en esto? ¿Cómo pretendes que yo lo cambie todo?

                —Llevo años haciendo esto. Concienciar a jóvenes de tu tiempo. No querréis acabar así. Yo vengo del 2071. Te tocará vivirlo. —El viajero suspiró—. Seguiré haciendo esto mientras pueda.

                —¡¿Quién cojones eres?! —gritó una mujer, haciendo brincar al viajero y a Jaime.

                —Mamá, no quiere hacernos daño, él ha salido de mi armario —intenta apaciguar su hijo, pero sólo consigue que se enfurezca más.

                —¡Váyase ahora mismo o llamo a la policía! —chilla, blandiendo una escoba como arma.

                El hombre levantó sus brazos, en son de paz:

                —Todo ha sido un malentendido, yo vengo del futuro y…

                —¡Viñuales! —Una nueva voz se sumó al conflicto: del armario había salido una mujer rubia y joven, de no más de veinticinco años, con una gabardina marrón que le cubría hasta los tobillos.

                —Señora, resulta que otra vez nos hemos equivocado con el destino, aquí no vive Vanesa Mendoza. Tendríamos mal los datos. Podemos irnos.

                Jaime y su madre estaban petrificados contemplando la escena. Esta vez, la mujer también había visto aparecer a alguien dentro del armario. Ya no la tomaba con el viajero. Simplemente, seguía con la escoba a modo de mandoble, pero inmóvil. Viñuales hizo mención de introducirse en el armario de nuevo, queriendo zanjar aquello de una vez por todas, pero un carraspeo de la rubia fue suficiente para que se detuviera.

                —Sabe lo que tiene que hacer, Viñuales —dijo su superior.

                —Estoy seguro de que no importa que…

                —Lo que usted opine nos la trae al fresco. Estamos hartos —le cortó—. Conoce las normas.



                Veinte minutos después, ambos viajeros habían regresado a su tiempo. La mujer rubia se había quitado la gabardina, dejando al descubierto un vestido largo y negro. El hombre, frente a ella, estaba sentado en la silla del centro del despacho, custodiado por dos guardias.

                —¿Podría recordarme por qué está usted en nuestra organización, Viñuales?

                —Para recuperar dinero del pasado, señora.

                —Para nada más —afirmó ella.

                —Lo siento.

                —Le hemos seguido de cerca. Se ha dedicado a intentar arreglar el futuro de esas personas. Personas que hemos tenido que matar una a una tras sus visitas para no dejar cabos sueltos. En este caso, al menos, ha sido usted quien les ha quitado la vida, que es lo que se debe hacer, aunque jamás haya atado los cabos hasta ahora.

                De repente, el viajero se desmoronó. Cayó de rodillas frente a la silla, a lo que los guardias fueron a recogerle, pero la mujer levantó una mano en señal de que desistieran.

                —No… ¿no ha servido de nada? ¿Todo lo que he hecho?

                —Se ha saltado las normas y ya nos hemos hartado de recoger sus excrementos, Viñuales.

                —No ha servido de nada —murmuró, haciendo caso omiso.

                —Guardias, ya saben qué hacer. —Después, se dirigió de nuevo al viajero—. Ya estaba advertido, Viñuales.


                La mujer no volvió a mirarle. Caminó con paso firme sobre sus tacones hasta abandonar la sala y cerró la puerta a sus espaldas, mientras escuchaba el disparo y al cuerpo, inerte, desplomándose sobre el embaldosado.

lunes, 31 de agosto de 2015

Disfraces

Aquella mañana se vistió de Afable,
Saludó a sus vecinos Cordiales,
Caminó entre transeúntes Irritantes,
Y antes de llegar, tornó a Responsable.

Trabajó con uniforme Diligente,
Y de Persuasivo para llamadas comerciales,
Se mostró ante todos como Eficiente,
Y promocionó siendo Insaciable.

Bebió como Fracasado,
Se tambaleó cual Beodo,
Lloró en un rincón, Malogrado,
Y de Cobarde acabó todo.

Entró en casa como Inmoral,
¿Y con Ella?
Con Ella se quitó el disfraz.

viernes, 24 de julio de 2015

Algún día nos cobrarán por respirar

Día 24 de junio

—Lo siento, Flora. La decisión está tomada.
—No puede despedirme. No he hecho nada malo. Nada. He cumplido mi trabajo cada minuto que estaba en esta empresa.
—La crisis del oxígeno está acabando con todas las empresas, no sólo con ésta. Simplemente, su puesto es prescindible tras la última reestructuración interna.
—Tres años. Tres años dejándome el lomo por dos míseras bombonas de oxígeno y escasos doscientos euros. Tengo que mantener a mi madre, dos niños, y a mí misma, con eso.
El señor Vela la mira con tristeza. Las lágrimas empapan la mascarilla de Flora Garrido.
—Tendrá un finiquito de veintitrés bombonas y cien euros. Lo siento de nuevo.



Día 29 de junio

—Dos bombonas de oxígeno bajo en humos, por favor —pide Flora al dependiente.
—Son treinta y seis euros.
—¡¿En serio?! —desespera—. ¿Dieciocho euros por una maldita bombona?
—No se altere, agotará su oxígeno más rápido —responde pausadamente el dependiente—. Tenemos oxígeno cosmopolita por doce la bombona.
—Lo inhalan mis hijos, ¿sabe? —balbucea Flora, nerviosa—. Niños de Primaria. Y mi madre, que ya sufre demasiado por la quimio.
—Oiga —susurra el dependiente—. Si por mí fuera se lo daría por unos céntimos. La crisis del oxígeno ha subido los precios una locura.
—Necesito mantenerlos con vida.
—Llévese oxígeno cosmopolita. —Exhala un suspiro condescendiente—. Mi padre vivió cincuenta años a base de él.
—Está bien. Deme dos —titubea con la voz quebrada por el llanto.



Día 13 de julio

—Nos hemos reunido aquí para despedirnos de Esmeralda Garrido —anuncia el cura frente al féretro de la madre de Flora—. Pero antes de empezar, su hija quiere pronunciar unas palabras.
Flora se ajusta la mascarilla, se aprieta el arnés que sujeta la bombona de su espalda y camina hasta el atril. Sus dos hijos, con sus pequeñas máscaras, la observan desde la primera fila.
—Mi madre supo cuidarnos en todo momento. Cuando quedó viuda, luchó y buscó hasta debajo de las piedras para encontrar una manera de que siempre tuviéramos oxígeno Sebastián y yo —explica Flora, pero tras una pausa de unos segundos, se derrumba—. Yo... lo siento, mamá... —se seca el lagrimal con el índice—. Tuve que elegir. No tenía oxígeno para todos y yo... yo... tú... tú ya tenías un pie en el Cielo, ¿sabes? —Tiene que interrumpir su discurso y abandonar la sala.



Día 18 de julio

—¿Entiende lo que tendrá que hacer en su puesto de trabajo?
—Sí —asiente Flora—. Pero necesito tiempo de descanso para poder cambiar el oxígeno de mis hijos.
—Si le quitamos una hora, que sería lo que le supondría ir a casa o la escuela de sus hijos, no podremos pagarle nueve bombonas a la semana y ciento cincuenta euros.
—¿Cuánto bajaría mi sueldo?
—A siete bombonas y cien euros.
—¡¿Qué?! ¿Por una hora menos al día? Una hora de doce, ¿para usted supone restar esa cantidad?
—Lo siento, buscar a alguien para cubrirle durante esa hora ya requiere ponerle un salario mínimo que tendremos que quitar de otro lado, ¿no cree?
A Flora le tiembla el pulso.
—Está bien.
—Que sean once horas al día, siete bombonas y cien euros. Firme aquí.



Día 1 de agosto

—Pasajeros del Ferry 821 con destino a Palermo: Muelle 4 —anuncia la megafonía.
—Es el nuestro —señala Flora. En una mano lleva un gran maletón cargado de bombonas, otras tres a la espalda y dos en la espalda de sus dos hijos, los cuales forman una cadena de manos con ella—. Vamos rápido para coger un buen camarote.
—¿Por qué nos vamos, mamá? —pregunta Hugo.
—Porque allí no tendremos que pagar por respirar, cielo —responde, sin apartar la vista del frente—. El oxígeno campa libre por el aire y podré cuidar de vosotros siempre.
—¿Y hay suficientes bombonas para el viaje? —duda César.
—Llevo mucho tiempo ahorrando y reservando para esto, cariño. Una vez allí, no necesitaremos más. Están calculadas.
—Su billete, por favor —dice el agente.
—Aquí tiene.



Día 3 de agosto

—¿Se va a poner bien? —quiere saber Hugo.
Su hermano pequeño no deja de hiperventilar. Absorbe oxígeno a la velocidad del relámpago.
—No le sienta bien navegar —dice Flora—. Pero no te preocupes, mañana a estas horas habremos llegado a Palermo y César estará bien. —Flora acaricia la frente a Hugo para tranquilizarle—. Acércame otra bombona, cariño.
—Quedan pocas, las está gastando muy rápido.
—No importa, la necesita.



Día  4 de agosto

El corazón de Flora da un vuelco cuando abre su maletón y solo quedan dos bombonas. César, afortunadamente, se estabilizó por la noche. Sin embargo, en las bombonas de sus hijos y la suya solo queda una hora de oxígeno como mucho.
—Se prevé la llegada a las 16:35. Por favor, vayan preparando su equipaje.
Son las 12:44.
Flora cambia las dos bombonas de sus hijos. Será suficiente para llegar a Palermo.
—Mamá va a salir a la cubierta para hablar con una amiga, ¿vale?
—¿Podemos ir? —pregunta Hugo.
Una lágrima que no puede contenerse más resbala por la mejilla de Flora.
—Lo siento, cielo... no... no podéis. Cuando lleguemos, si no estoy, acudid a comisaría.
—¿Estarás allí?
Su madre no responde, abraza a sus hijos por última vez y abandona el camarote. Viendo la costa siciliana en el horizonte, dos crujidos de la bombona de oxígeno indican que ya se ha agotado. Flora se desploma sobre la fría cubierta.

martes, 30 de junio de 2015

Cuándo decir adiós

Y decidió dejarlo todo atrás. Marcharse de la ciudad que la vio crecer. Dar un último abrazo a su familia hasta que pudiera costearse un viaje de vuelta. Acariciar a su perrita de doce años, quizá por última vez en su vida canina. Sacar un billete para dentro de tres horas y cargar con una maleta con lo justo para sobrevivir. Dejar su trabajo, el cual seguro que no añoraría, pero sí a todo el que conoció allí. Con cuántos perdió el contacto. De cuántos no pudo despedirse siquiera.

Todo por él. No era dependencia, sino un deseo de compartir una vida juntos. Si él debía marcharse, ella lucharía por crecer y establecerse en su destino. Jamás se lo pidió. Fue el corazón quien se lo rogó, quien aceptó que, de entre todas las posibilidades, debía decidir esa. En todos los años siguientes, no se arrepintió ni un momento, aunque fuera consciente de todo lo que perdió, fue su decisión y la de nadie más. Un trabajo mejor. Unos vecinos encantadores. Un gato adoptado que se coló por su balcón.

Otra vez. Él debía partir. Sin embargo, antes de que ella pudiera escuchar a su corazón, pareció que su amante creyó que era quien debía decidir. Dio por hecho que decidiría por los dos. Le dio una orden.

Y decidió que lo dejaría todo atrás su puta madre. Que se marcharía de esa ciudad su puta madre. Que daría últimos abrazos y caricias a su puta madre. Que sacaría ese billete su puta madre y cargaría con una maleta su puta madre. Dejaría su trabajo su puta madre. Perdería el contacto con su puta madre y, en este caso, se quedaría sin despedirse de su puta madre.


En el amor, las órdenes a su puta madre.

domingo, 31 de mayo de 2015

Temor

Temor a que me abandone el crepúsculo,
A que el albor alumbre las trincheras,
A que la pólvora estalle y ensucie mis venas
Por un botín entre dos muros.

Temor al reflejo en los ojos del enemigo,
Al rencor en los recuerdos de su familia,
A su cena, sobre la mesa, fría,
A todo su linaje perdido.

Temor a la tierra, al aire, al Sol y a la lluvia,
A que presencien su muerte y no se la lleven,
A que perduren en la mente, y por ende,
No se sobrepongan a la enjundia.

Temor a convertirme en una bestia,
A que yo sobreviva a la guerra,
A la memoria, serena,
A la medalla para un alma necia.

martes, 28 de abril de 2015

Pelo Cobrizo y Pupila Escarlata

Cinco de la tarde. Un martes cualquiera. El cielo se resquebrajaba fuera de la cafetería, bañando sus cristales con una diáfana lámina acuosa.

Qué bien le sentaba el café a estas horas. En su mesa de siempre, en un rincón, con el respaldo de la silla casi tocando la pared, escribiendo un artículo para el periódico local, donde trabajaba desde hacía años. A un metro estaba el paragüero. Por eficiencia, se sentaba al lado. El camarero servía cafés, chocolates, tés, y todo tipo de bebida que hiciera entrar en calor a los pobres clientes cuyas prendas parecían fundirse en pequeñas gotas que impregnaban los baldosines. Nada fuera de lo común. O quizás sí.

Unos cabellos cobrizos, tres mesas más allá, resplandecían ante la cálida luz de los faroles. No podía apartar su mirada de una figura tan perfecta. Tampoco fue capaz de hacerlo durante el resto de su estancia. También tomaba capuccino. Lo sabía por esa espuma rebosante tan característica con que los servían en esa cafetería. En varias ocasiones se cruzaron las miradas. Una sonrisa ruborizante. Una torpe bajada de cabeza por disimulo.

Cuando al día siguiente, a la misma hora, estaba otra vez ahí, en la misma mesa, y con el mismo capuccino, decidió buscarle un nombre: Pelo Cobrizo. Lo que no sabía es que también le habían adjudicado uno: Pupila Escarlata. Quizá por el tono en que los farolillos dorados reflejaban en su iris avellana. La consciencia de esa atracción era recíproca, al igual que la timidez.

Casi un mes de silencio y miradas. Cada día el café se alargaba hasta más tarde. Como una especie de reto de a ver quién se marcha antes. Un día, Pelo Cobrizo estaba una mesa más cerca. Al día siguiente, Pupila Escarlata siguió el juego y se acercó una mesa más. Prácticamente podían oler el otro café.

Sin embargo, no fue hasta el siguiente día, cuando Pelo Cobrizo dejaba resbalar unas lágrimas por su níveo rostro, el momento en que Pupila Escarlata se levantó de su mesa y tomó asiento frente a frente.

—¿Qué te pasa? —preguntó con preocupación. Le resultaba extraño dirigirle la palabra.

—Absolutamente nada —respondió secándose las lágrimas con el índice y dibujando una media luna en sus labios.

—Llorabas —insistió.

—Solo para ver si, al necesitarte, te acercabas.

Hablaron tanto y se enfrascaron de tal manera en conocerse, que apenas se daban cuenta de cómo los clientes iban desapareciendo y el camarero comenzaba a colocar las sillas sobre las mesas. Rieron. Encajaron. Podría haber salido mal, pero no. Una vez abandonaron el local, caminaron hasta la medianoche. Y hasta la madrugada. Y se olvidaron de dormir, pero no de amanecer bajo las mismas sábanas.

Tardes en la cafetería. Y de conocer otras cuando se acercaba el verano. Del capuccino al té frío. Un daiquiri frente a la costa caribeña. Un sake en Japón. Chocolate derretido dentro de una crepe en París. Champán durante cinco nocheviejas.

Pero fue una oferta de trabajo de ensueño para Pelo Cobrizo al otro lado del Pacífico la que se empeñó en distanciarles. Pupila Escarlata no podía abandonar el puesto que en más de diez años se había ganado en el periódico local. La ruptura no fue real hasta que vio el avión despegar al otro lado de la cristalera de la terminal.

Varios meses después, Pelo Cobrizo, lejos de su tierra natal, no rompió su tradición del café. Siempre recordando aquellos iris que enrojecían bajo los faroles al otro lado del océano, también se acostumbró a leer el periódico mientras lo tomaba. Pero por desgracia, allí no vendían aquel en el que escribía su amor.

O quizá sí. Todo parecía tan normal aquel día, que al leer el seudónimo que firmaba la noticia de portada, se le resbaló el periódico entre los dedos antes de acabar la palabra “Escarlata”. Miró al frente, y ahí estaba, tres mesas más allá, y ahora colocándose una más cerca. Pelo Cobrizo no pudo contener unas lágrimas nerviosas, y Pelo Escarlata se acercó hasta su mesa y simplemente le dijo:

—¿Qué te pasa?

—Ab-absolutamente nada…

—Llorabas.

—Solo para ver si, al necesitarte, te acercabas.


Y quizá sea una historia de amor simple, como todas lo son. Pero nunca sabremos los sexos de Pelo Cobrizo y Pupila Escarlata. Simplemente sabemos que se amaban. Así que olvidemos, por un momento, los prejuicios que puedan existir ante que sean dos hombres, dos mujeres, o tal vez hombre y mujer. Porque, por un momento, a ninguno nos importaba. Ni jamás debería importar. Leámoslo otra vez con diferentes sexos y el amor será igual de real. El amor es un sentimiento incuestionable. La sexualidad de cada uno, también.

martes, 31 de marzo de 2015

Cómo empezó todo

Hola a todos aquellos que dedicáis vuestro tiempo a leerme. Como habréis notado, me he habituado a subir a final de mes una entrada, la cual suelo escribir en algún momento de dicho mes, o incluso ya la tenía guardada de mucho antes.

El otro día estaba viendo mis primeros textos y encontré uno de esos primeros capítulos que todo escritor redacta imaginando una novela larguísima y se queda en agua de borrajas. Cuando tenía 14 años (¡madre mía, ya han pasado más de 8 años de aquello!) ya hacía mis pinitos con historias absurdas, y es por ello que este mes os traigo algo especial. Mis inicios. Aunque sea largo, os animo a leer uno de mis primeros textos, el cual, desafortunadamente, nunca se continuó. ¡He dejado la redacción como estaba, no me gusta hacer trampas!

Gracias a todos por estar ahí.



Capítulo 1: La lámpara que hacía galletas
  


Aquel día empezó asquerosamente mal. Era el cumpleaños de mi profe de mates y se había maquillado. ¿Pretendía parecer más joven? Yo le echaba por lo menos sesenta o algo así. Pero esa no fue la razón de mi asqueroso día. Tampoco lo fue cuando Jaime se sacó un moco y se lo pegó en el sobaco a otro de clase que no sé cómo se llama. Dijo algo así como “jamalajamalajá” por lo que entendí que era español. Mi clase no me gustaba. Todos tenían dos ojos, dos orejas, una nariz, una boca, un pene las chicas y una vagina los chicos… ¿o era al revés? Cierto, era al revés… Tenían una oreja y dos narices. Bueno… ¿de qué hablaba? Ah sí… nunca había comido unos espaguetis así… ¡Me encanta la verdura! ¡Y las anillas de los cuadernos de anillas!

            Pues eso… que el día en sí era un poco mierda… por eso lo de “asqueroso”. La mierda es asquerosa. Así que se podría decir que era una mierda de día. Sí, lo era. Era una mierda de día.

            Volví reventado de las clases. A última hora habíamos tenido Historia y odiaba las raíces cuadradas.

-          ¡Hola Rodolfo! — dijo mi madre.
-          Sí  — contesté sin pensármelo dos veces.

            Fui a mi habitación antes de que me empezara a dar el coñazo con lo de que si no comiera yogures de queso entre horas, lo de que limpie los pelacos que se quedaban en la bañera, que a ver cuándo cojones me voy de casa, que a ver si me pudro en el infierno… en fin, esas cosas de madres. Pero la verdad es que me caía bien, le había cogido cariño. Nada más entrar a mi habitación me quité la mochila, me la comí y encendí el ordenador. Me metí al chat de E.P.A. (Eyaculadores Precoces Anónimos). Siempre entraba ahí. Podría decirse que era el tornillo de mi almohada. Nunca se me dieron bien las metáforas.

            "¡¡¡RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIING!!!". Corriendo, fui a cagar. Luego caí en la cuenta de que estaba sonando el teléfono. Corrí al teléfono con los pantalones bajados.

-          ¿Diga? —dije con un par de gónadas.
-          ¡Hola, primo! ¿Sabes quién soy?
-          ¿Papá?
-          ¡¡Soy chica y además he dicho “primo”!!
-          ¿Carlos?
-          ¡Chica!
-          ¿Hermanita?
-          ¡Pero si no tienes hermanas!
-          Santa Claus.
-          Dios… ¿pero tú qué cojones entiendes cuando digo “primo”?
-          ¡Ah, coño!
-          ¿Ya?
-          ¡HERMANITA!
-          Oye mira que te den… Soy tu prima Lola que he venido a Rabotown a pasar el resto del curso aquí…
-          Ya lo había sospechado.
-          Sí, bueno… Pues eso, que he pensado: este primo mío no tendrá nada que hacer… así que podría enseñarme la ciudad…
-          ¡Qué buena idea! ¡Díselo!
-          Pero vamos a ver… ¡tú eres mi primo! Hablaba de ti, joder.
-          ¿Hermanita?
-          Joder… Mira, a las cinco en la Plaza Patilla.
-          De acuerdo, tata.
-          Buf… adiós, primo… no tienes remedio.
-          Adiós Superman.

            Colgué ese extraño aparato parecido a un teléfono. Aún no me creía que hubiera hablado con Tom Cruise. Estuve anonadado dos horas mirando la grieta de una baldosa hasta las cinco de la tarde. Salí corriendo, ya que la Plaza Patilla estaba a unas dos horas a patinete. Me gustaba ir en bici. En cambio, fui andando.
            Todo el mundo me miraba por la calle, algunos incluso se apartaban, pero no le di importancia.

            Tres horas después llegué a la Plaza Patilla. Solía ir a esa calle a comprarme chicles, ya que me pillaba cerca de casa. Ahí me encontré a mi prima.

-          Rodolfo… ¿por qué llevas los pantalones bajados? —preguntó.

            ¡Mierda! Llevaba con ellos bajados desde que había ido a cagar para coger el teléfono. Me los subí y cerré la cremallera a la segunda (en la primera me la pillé y tuve que ir a urgencias y volver a la plaza).

-          Jopé... pues qué casualidad habernos encontrado aquí —le dije—. Porque yo había quedado con alguien… que no recuerdo por cierto.

-          Pero si ésa era… en fin, vamos a dejarlo. —Me dio un abrazo que casi me asfixia. Por decirlo finamente, tenía un par de tetacas que podía cascar nueces.

-          Bueno... ¿qué te trae por aquí? — pregunté, ya que ella vivía en un pueblo de aquí cerca, Villaglande.

-          También te lo he dicho por teléfono… vengo a hacer el curso aquí ya que en mi pueblo sólo hay colegios nudistas. Y como ya lleváis dos semanas, me costará pillaros el ritmo, pero bueno… no creo que hayáis avanzado mucha materia, ¿no?

-          No sé, es que yo en clase me dedico a pensar en plátanos azules.

-          Bueno… entonces, no seré la que peor vaya en clase —Se rió.

-          No, Lola, yo siempre seré más gilipollas. ¡Tengo una idea! ¡Voy a enseñarte un poco la ciudad!

-          ¿Cómo que tu idea? ¿Pero tú has escuchado algo mientras hablábamos por teléfono?

-          Qué va… Estaba con los pantalones por los tobillos y agarrando el aparato con la mano.

            Me miró con cara de asco y propuso que empezáramos a pasear. Me pareció buena idea. La llevé a ver la alcachofería, la esquina de los vagabundos que olía a pis, el parque de los drogatas, el río (que, por cierto, me clavé una jeringuilla que había por el suelo), a un bar con luz rosa y señoras desnudas… Yo pensé que sería lo más importante de la ciudad. Tampoco iba a ser tan gilipollas de enseñarle lo peor, como la catedral románica, el monumento a Cojoncio IV o el mercado medieval.

-          Oye, está empezando a anochecer y tengo hambre… ¿Volvemos cada uno a nuestra casa o cenamos por ahí? —dijo mi prima.

-          Pues, hombre, en mi casa no me dan de cenar y siempre tengo que robar cosas de la basura al vecino… así que vale, no es mala idea eso de ir por ahí.

-          Guay, por ahí hay una heladería, ¿no? Pues vamos para allá.

            Me compré un helado de 7 bolas porque no tenía hambre. Ella, en cambio, solo se cogió uno de sabor a hierro oxidado. Caminamos por las calles mientras se hacía de noche. Ella iba hablando mientras yo pensaba en aquella grieta de la baldosa con la que estuve empanado durante dos horas antes de ir a la plaza. Al final nos sentamos en una cagada de caballo mirando al Río Mojao, que es el único río que pasa por Rabotown.

-          Y la gente de clase… ¿qué tal es? —me preguntó Lola.

-          Hombre pues tienen dos orejas, una nariz, dos ojos…

-          No, no… digo que si son majos.

-          De verdad… qué poco superficial eres. Hay que ser muy imbécil para pensar que lo importante es el interior. Una buena persona es aquella que está buena y que puedes copular con ella. ¡Cuánto tienes que aprender, hermanita!

-          Entonces tú serías un cabrón —dijo, y se empezó a encanar.

            No entendía por qué se reía, pero me reí para no parecer tonto. Miré a ambos lados de la calle. No había nadie y además hacía un frío de cagarse patas abajo. El eco de las risas se oía chachi.

-          ¡¡¡¡¡PENE!!!!! —grité, y el eco repetía “pene” sin parar.

—      ¿Pero tú estas mal o qué? —dijo.

            Antes de poder responder “triángulo” se oyó un petardazo. Sonó algo así como "¡CATAPUNCHIS!". Bueno, en realidad parecía un disparo. Tras esto, se oyó el grito de una mujer o, en su defecto, de un mariquita. Acto seguido se oyeron dos disparos más. Lola y yo nos miramos. Ninguno se atrevía a decir nada. Al final, cogí aire y dije:

-          ¿Tú nunca te has preguntado si la esterilidad es hereditaria?

-          ¿Pero eres tonto? No me digas que no has oído esos disparos.

-          Ah, sí… Lo mejor sería ir a casa y comer yogures de queso…

-          Y una mierda. Tú te vienes conmigo a investigar… Se ha oído en la orilla del río, así que ven.

            Tenía que reconocer que me había hecho mis necesidades encima. Vi cómo se levantaba y se iba. Dos segundos después, volvió.

-          ¿Pero vienes o no?

-          No entiendo.

-          Pues que si me acompañas a mirar qué ha pasado.

-          Explica.

-          Que vengas para ver qué era ese ruido.

-          Rojo.

-          Dios, ?pero por qué me tenía que tocar un primo así…?

            Me cogió y me llevó del brazo como hacía mi profesor de Religión en la intimidad. Bajamos a la orilla del río. Estaba muy oscuro y no se veía nada. Si no me hubiera cagado en los pantalones cuando lo de los disparos, me hubiera cagado entonces. Se oyó como si pasara un rinoceronte de color rosa con un piercing en el glande.

-          ¿Has oído esos pasos? —me preguntó.

—     ¿Cómo que pasos?

¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido? No era un rinoceronte, sino pasos.

-          Vamos a ver qué pasa… —propuso mi prima, que parecía no oler el jugoso pastel que había en mis pantalones.

            De repente, vimos a un hombre arrastrando un saco negro de color verde hacia el río. Corriendo, nos escondimos detrás de un unicornio que había allí. El hombre llevaba un gorro de Mickey Mouse, una camiseta rosa fosforito y unos pantalones verdes que tenían escrito en el culo: “Introduzca la pilila”. También llevaba plataformas y unas gafas de sol rojas. Por sus pintas diría que era metrosexual. Vimos cómo cogía el saco con el pie izquierdo y lo lanzaba al río. El saco desapareció por arte de magia (más tarde descubrí que es que se había hundido).

-          Tío, ¿estás viendo lo que estoy viendo? —susurró Lola.

-          Sí, tía, se le ha caído el saco al pobre…

-          Pero a ver… ¡que este hombre se ha cargado a alguien!

-          ¡No jodas! —después de chillar eso, me di cuenta de lo alto que lo había dicho.

-          ¿Quién anda ahí? —se asustó el hombre.

-          ¡Mierda! ¡Corre! —y tras decir Lola esto, se echó a correr.

            Supuse que la había cagado, así que corrí hacia el señor hasta que me gritó Lola que era hacia el otro lado. Corrimos y corrimos, sin darnos la vuelta ni para mirar si nuestras huellas tenían forma parecida a la de un falo. Se oía al hombre persiguiéndonos cual murciélago come alubias con chorizo.

-          Vamos, llévame a una calle muy transitada. —pidió Lola.

-          Joder, ¿nos persigue un mamarracho y tú pensando en sexo?

-          ¿Sabes lo que es “transitada”?

-          Sí, pero… ¿a que tú no?

-          Buf… llévame a una calle con mucha gente.

-          ¿Ves cómo me cambias de tema?

            El hombre nos perseguía en la oscuridad, y por cierto, casi no se le veía porque el alcalde vendió las farolas de la ciudad para comprarse un cortaúñas. Después de cruzarnos con un señor que llevaba un jersey verde llegamos a la Calle Se. Miramos alrededor. El hombre había desaparecido.

-          Sabía que se iría en cuanto hubiera más gente —dijo mi prima, como pensando que era lista.

-          A todo esto, yo había quedado con mi hermana en la Plaza Patilla hace un rato ya…

-          Anda, vamos a casa.
           
            Cogimos la Calle Vatanga para ir hacia mi casa. Ambos nos habíamos quedado flipados con lo que habíamos visto. Justo al doblar la esquina vi una tuerca en el suelo, lo que hizo que aquel fuera un asqueroso día.