sábado, 31 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad: La Organización de las Musas Inspiracionales - Tercera Parte

Esta entrada es una continuación de Cuento de Navidad: La Organización de las Musas Inspiracionales y Cuento de Navidad: La Organización de las Musas Inspiracionales - Segunda Parte. Recomiendo su lectura para entender la historia con más profundidad. Feliz Navidad.

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Kathli se fumaba su segundo cigarrillo apoyada en el marco de la ventana de su casa. Treene se estaba retrasando esta vez.

El último año había sido mucho más duro que el anterior; Kathli había vuelto a odiar su trabajo. Aunque todos los días veía a su amada, no poder estar con ella sólo acrecentaba su frustración. Sin embargo, sabía por qué debían mantenerlo en secreto y por qué toda precaución era poca. Si la Organización de las Musas Inspiracionales se enteraba de su romance, podría costarles la vida.

Dos golpes en la puerta. Kathli arqueó las cejas y esbozó una mueca de asombro, aun sabiendo que nadie podía verla. Lo habitual en Treene era aparecer sin avisar. Para algo tenían poderes, ¿no?

Kathli abrió la puerta y se abalanzó sobre Treene nada más verla. La estrujó entre sus brazos y después la besó. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ella no parecía tan receptiva como en otras ocasiones.

—¿Qué te pasa? —quiso saber Kathli.

Treene forzó una sonrisa.

—¡Nada! —exclamó con alegría—. A veces no sé cómo reaccionar.

—Un año es mucho tiempo —admite Kathli.

—Sí…

Kathli tomó la mano de su invitada y caminó con ella hasta el dormitorio.

—He dejado a mi hijo con Maraen —informó Kathli—. Esta vez no quiero mandarte bajar la voz.

Agarró los tirantes de Treene y los bajó por sus brazos, pero entonces ella la detuvo.

—Espera.

Kathli finalmente comprendió que Treene no quería seguir ese camino. Al menos no en aquel momento.

—Cielo… —susurró Kathli—. ¿Qué te pasa?

—Sólo quiero que hablemos un poco —respondió, subiéndose de nuevo los tirantes—. No quiero que sea tan… frío.

—Hablamos todos los días —replicó la musa—. La última vez, te pedí charlar un rato y te molestó que no quisiera estar al tema y punto. ¿Y ahora es al revés?

—La última vez… —Hizo una pausa, recordando—. Vino la emisaria Auriena, ¿verdad?

La confusión de Kathli le impedía responder. Durante el último año, Treene había estado más cercana que nunca con ella. Esa misma mañana, habían estado riéndose y susurrándose que deseaban verse por la noche y arrancarse las ropas. Y de repente parecía que hubiera cambiado de idea.

—Sabes que sí. Lo viste igual que yo. Es la tercera vez que hacemos esto, joder —masculló—. No es una situación en la que los recuerdos por rutinarios.

Treene bajó la mirada y suspiró:

—Es suficiente.

Dos figuras altas y robustas agarraron las muñecas de Kathli y  le retuvieron las manos en su espalda. Ella, confusa, no ofreció ninguna resistencia mientras veía a su amante transformándose en la emisaria Auriena.

—¡¿Cómo te atreves?! —bramó Kathli.

—Kathli Voriet —fue toda la respuesta de Auriena—. Quedas arrestada por doble delito: relación amorosa en la OMI y mentiras a un alto cargo. Dirigidas a mí, para ser exactas. Hace justo un año.

La musa dejó de intentar zafarse, asumiendo la derrota y no pudiendo evitar derramar lágrimas.

—¿Cómo lo sabíais? —preguntó—. ¿Cómo sospechasteis que Treene y yo…?

—No se puede engañar al sistema, Voriet —explicó—. Lo sabemos todo. Esto lo sospechábamos desde hace dos años. Y tú lo has confirmado.

—¿Dónde está ella? —quiso saber Kathli.

—Treene Coire ha sido detenida hace unas horas cuando salía de trabajar. Ella suma un delito más: utilizar sus poderes con motivos no inspiracionales. No estábamos seguros, pero tú has confirmado que estaba aquí cuando vine el año pasado.

Kathli recibió la noticia como un hachazo en el pecho. El nudo de su garganta aún se apretó más cuando comprendió que ella le había puesto en una situación todavía peor. La culpa sólo le permitía hablar en un hilo de voz:

—Y ahora… ¿y ahora qué? —titubeó.

—Tendréis un juicio —explicó Auriena—. Con suerte os perdonarán un par de deslices románticos tontos. Quizá lo demás no. Sabes cuál es el castigo por todo lo que habéis hecho.

Asintió como respuesta y musitó:

—La muerte.

—Así es —confirmó la emisaria—. Una disculpa pública podía ablandar al juez. —Exhaló un suspiro—. No quiero que os maten. Sólo hago mi trabajo. No seas idiota, pide perdón y sigue con tu vida.

Kathli se imaginó a Treene siendo ejecutada. A su propio hijo huérfano. Le aterraba esa idea, pero más aún negar la verdad.

—No estoy arrepentida —respondió—. No me arrepiento de amarla. —Tragó saliva y apretó los dientes—. Sólo de no haber podido demostrárselo más que una vez al año.
Auriena sacudió la cabeza con lástima.

—Entonces me temo que sólo os queda la muerte.

—No —sentenció Kathli.

La musa comenzó a brillar y brotaron plumas de los poros de su piel. Su cuerpo encogió hasta adoptar la forma de un águila, que graznó al viento y atravesó la pared hasta abandonar su hogar. Auriena abrió la ventana y gritó en la lejanía:

—¡Estás tan acabada como Coire! ¡Has usado tus poderes!

Kathli ignoró a las palabras de la emisaria, que se perdieron entre el viento y voló hasta la sede de la OMI. Una vez en sus puertas, adquirió la apariencia de Auriena y entró.

—Yo también sé jugar a esto —murmuró.

La falsa emisaria recorrió los pasillos hasta llegar al Área de Castigo.

—¡Emisaria Auriena! —dijo la guardia de la planta—. ¿En qué puedo ayudarle?

Kathli tomó aire e intento adoptar un tono de voz lo más neutral posible.

—Quisiera hablar con Treene Coire.

La guardia asintió y le acompañó hasta la puerta de la celda. Treene, que estaba en el interior, se levantó de su asiento. De pronto, Kathli comenzó a marearse y recuperó su forma original.

—¡¿Qué está pasando?!

La guardia alzó su arma y apuntó a Kathli.

—Aquí no puedes usar tus poderes —aclaró Treene.

Pero ella no se rindió. Comprendió que le quedaba poco que perder y se abalanzó sobre la guardia hasta arrebatarle el arma de sus manos en un violento forcejeo. Kathli se levantó y apuntó a la guardia.

—Abre la puta puerta —ordenó.




Minutos más tarde, ambas amantes volaban lejos de la ciudad. Aún no habían mediado palabra, ni siquiera cuando claramente estaban ya lo bastante lejos. Treene comenzó a descender hasta tierra firme, lo que Kathli se vio obligada a imitar.

—Me has salvado —dijo Treene, aún impactada.

—Todavía no estamos a salvo —aclaró Kathli—. Nos seguirán. Jamás se detendrán hasta dar con nosotras.

—Tienes un hijo, Kath.

—Llamaré a Maraen en cuanto tenga posibilidad. Buscaré una solución. Encontraremos un lugar seguro. —La ansiedad impregnaba las palabras de la musa, acompañadas de lágrimas y temblores.

—Nos encontrarán.

—Es lo más probable.

—Nos matarán.

—En tal caso, sí.

Treene tomó el rostro de Kathli entre sus manos.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?

La miró fijamente a los ojos y susurró:

—Porque es Navidad.

Los labios de las musas se fundieron en un profundo beso, humedecido por las lágrimas de ambas, a lo que sólo siguió un silencioso abrazo de varios minutos. Sus cuerpos, en mitad de ninguna parte, temblaban de miedo y pasión.

—Saldremos de ésta —balbuceó Treene—. Juntas.

—Juntas.




lunes, 31 de octubre de 2016

Especial Halloween: Reflejos

—¡Aquí traigo las fotos! —exclama María con euforia cuando abro la puerta.

Me echo a un lado y dejo que pase. Intento ocultar mis emociones, pero le bastan dos segundos para darse cuenta de que algo me aflige.

—Jonás… ¿qué te pasa? —pregunta.

¿Debería contárselo? Recorro con la mirada las paredes del salón. El espejo está descolgado. La pantalla de la televisión apagada tiene un papel opaco pegado. Los cuadros están dados la vuelta. Aunque ahora le dé largas, no tardará en percatarse. Mi casa parece la de un paranoico. Y quizá no se aleje demasiado de la realidad esa concepción. Supongo que María merece saberlo.

—Bueno… déjame que encienda el ordenador para que se vayan copiando las fotos del viaje —respondo.

—¿Pero me lo vas a contar?

—Claro.

María sonríe y se acomoda en el sofá. Me siento a su lado con el portátil sobre las piernas. No miro la pantalla apagada. Espero a que esté encendida y con el brillo al máximo. Lo suficiente como para no reflejarme. Conecto el pendrive en la entrada USB y pasan unos segundos en silencio mientras la barrita verde va completándose.

—Cuéntame entonces —me pide.

Tomo aire. No puedo evitar ese temor a que piense que desvarío.

No recuerdo cuándo empezó exactamente, así que empiezo a contárselo de una manera ambigua. Creo que fue un día volviendo de tomarme más cervezas de la cuenta con unos amigos. Al llegar a casa, vacié mi vejiga a punto de rebosar, apoyando una mano en la pared para no perder el equilibrio. Ya llevándome el dedo al ojo derecho, me miré al espejo, centrándome en la córnea, y quitándome la lentilla. Después de dejar la segunda en la funda, di dos pasos atrás.

De pronto, mi corazón se congeló al contemplar en el espejo una silueta detrás de mí. Me di la vuelta rápidamente, pero no había nadie. Volví a mirar hacia delante. Estaba ahí. Un hombre con melena, ojos extremadamente claros y una sonrisa perlada asomaba tras mi figura. El corazón se me aceleró y eché la mano hacia atrás. Mi reflejo tocaba el pecho de aquel hombre, pero yo no sentía nada. Ya no me atrevía a mirar a mis espaldas. Todos los músculos se contraían provocando que mi pulso temblara al acariciar la nada.

Salí caminando hacia atrás del baño. Antes de apagar la luz, pude ver cómo el hombre que tenía detrás retrocedía a la vez que yo. ¿Qué estaba pasando?

En el espejo de mi dormitorio pude verle de nuevo. Su expresión se mantenía impertérrita. Esta vez me giré tan rápido que a nadie le habría dado tiempo a esconderse. Pero no había nadie. Apagué la luz. No dormí en toda la noche. Cada vez que soplaba el viento en la calle, me parecía escuchar susurros en la oscuridad. Había alguien allí, eso lo tenía claro. Y podía hacerme cualquier cosa si bajaba la guardia.

Rezaba por que todo hubiera sido una fantasía, producto del alcohol o del sueño, pero cuando me levanté, seguía ahí. Sólo en el reflejo. No estaba físicamente conmigo, eso empecé a comprenderlo. Veía mis ojos oscuros, mi expresión de terror, mi pelo rubio rapado al uno, mi aspecto desaliñado… pero el otro hombre seguía tal cual estaba la noche anterior. Como si el tiempo no pasara por él. Como si no existiera, pero pudiera verlo.

Recuerdo ir a trabajar y verlo reflejado en todas partes. Hasta aquel día, nunca me había dado cuenta de en cuántas superficies nos reflejamos. Pantallas, paredes de piedra brillantes, metales… y, por supuesto, espejos. Ahí era donde más definido lo veía. Seguía ahí, tan feliz, conmigo.

Pasaron los días, y yo empecé a dejar de mirar mi reflejo. O mejor dicho, nuestro reflejo. Inevitablemente, la incertidumbre me hacía volver a mirar de vez en cuando. Y seguía ahí. Tal cual.

Me fui a aquel viaje con María. En mitad de la naturaleza creí que podría esquivar los espejos, pero me reflejaba hasta en el río. Y ahí estaba él. De hecho, una noche, estando en la cama, quise hacerme un selfie para una broma que no viene al caso. Recuerdo el vuelco que me dio el corazón al ver, usando la cámara interna de mi móvil, a aquel hombre tumbado conmigo. Se reía. Le parecía divertido. Contuve mis gritos, pues María dormía ahí al lado, pero de nuevo, no pude dormir.

“No es a mí a quien debes temer, Jonás”, susurró una noche alguien a mi oído. Encendí la luz, y estaba solo. Algo dentro de mí sabía que era él. Volví a apagar la luz. Una oscura carcajada. Un escalofrío reptando por mis vértebras. “Sabes quién soy. Pero no me temas. Témele a él”. Saqué el móvil y con la cámara interna podía verle a mi lado. Sus labios se movían mientras repetía las mismas palabras una y otra vez. No calló en toda la noche.

Desde entonces no volvió a hablarme. Empecé a dar la vuelta a los cuadros, pues me reflejaba en ellos. Tapé las pantallas. Escondí todos los espejos. Empapelé todo lo que pudiera mostrarme aquello. Dejé el trabajo. Apenas salía de casa, evitaba mirar nada, pero cuando lo hacía, seguía ahí. Él siempre estaba ahí, conmigo.

Me acostumbré a dormir pese a sus susurros constantes. El miedo pasó a una especie de resignación. Dejé de preguntarme las cosas. Comprendí que ese hombre no quería hacerme daño, ya que me decía que temiera a otra persona, probablemente, refiriéndose a mí mismo. ¿Quería decir que todo era fruto de mi imaginación? ¿O que el hombre es un lobo para el hombre?

—Ya se han copiado. —María rápidamente sacó el pendrive del portátil.

Unos segundos de incómodo silencio.

—No me crees, ¿verdad? —pregunto.

—No es que no te crea… —Hace una pausa, buscando unas palabras que no suenen a que necesito un psiquiatra—. Es que estas cosas me dan mucho miedo. Prefiero no pensar en ellas.

Suspiro con frustración. No sé qué esperaba contándoselo. Al menos, no podrá decirse que no lo intenté.

—Veamos esas fotos —propongo, cambiando radicalmente de tema.

—Me parece una gran idea —responde con fingida alegría.

Abro la carpeta del escritorio y hago doble clic sobre la primera imagen.

—Me encanta la calidad de mi nueva cámara —dice María, que toma el ratón y comienza a pasarlas una a una.

En las fotos, un joven posa con María en diferentes entornos naturales. Llega un momento en que algunos paisajes me suenan, pero no salgo en ninguna de las fotos. Sólo están ella y otro chico.

—¿Es una broma? —refunfuño.

—¿Disculpa?

—Este tío no vino con nosotros. Si fuera el de mi reflejo, aún me daría mal rollo. Pero no. Es otro tío. Así que… ¿quién es?

—¿De quién hablas? —pregunta confundida.

—Este joven. —Señalo con el índice al sujeto.

María suelta una risilla y me da un golpe en el hombro.

—Serás gilipollas —dice—. Te has empeñado en asustarme.

—¿Por qué? ¿Qué dices?

—Ya sabes que eres tú, joder.

No. No soy yo. No soy ese hombre. No nos parecemos en nada. Y, sin embargo, estoy aterrorizado. Lo sé porque llevo días mirando mi reflejo y…

Se me seca el paladar. Me rechinan las encías. Mis fuerzas me fallan la primera vez que intento levantarme del sofá. Cuando lo consigo, con paso tembloroso me acerco hasta el armario en el que guardé el espejo del salón. Mis latidos van a reventar mi pecho. Lo levanto frente a mí. El hombre que me mira en el reflejo es otro. No es el de la foto. Como tampoco lo es el que hay detrás de él.

—Oh, Dios mío… —musita María cuando ve lo mismo que yo.

Mi reflejo sonríe. El terror me hace soltar el espejo como acto-reflejo y se rompe a mis pies. Los dos hombres están ahí, enfrente de mí, con cristales clavados en su piel.

—Te lo advertí: era a él a quien debías temer —dice el hombre de detrás. 
No soy capaz de moverme. Ni siquiera me defiendo cuando uno de los pedazos del vidrio, empuñado por mi reflejo, da un tajo a mi garganta y me desplomo sobre los cristales. Los gritos de María, siendo apuñalada por mi reflejo, se apagan mientras pierdo la sangre y la consciencia.


miércoles, 31 de agosto de 2016

Ssssssh...

Timothy rebuscaba a regañadientes entre la pila de cajas del último pedido. No le habían llegado la mitad de las cosas que encargó. Refunfuñó un poco más y salió con paso firme del almacén, dispuesto a llamar al proveedor para echarle una buena bronca. Aquello se había convertido en algo habitual, pero al menos añadía algo de vida a su trabajo.

Para sorpresa de Timothy, dos clientes habían entrado en la tienda mientras estaba en el almacén. Normalmente, aquella era su clientela en un día completo. Observó también, a través del cristal, a otro hombre repostando en la gasolinera.

Una chica joven esperaba tras el mostrador, mientras que un caballero de no mucha más edad recorría el pasillo de la comida rápida. Timothy enseguida se percató del temblor en las manos de la chica. Su rostro estaba pálido y sus ojos vibraban en sus cuencas. No dejaba de dirigir su mirada al exterior, donde el tercer cliente exprimía hasta la última gota de gasolina del surtidor.

—Buenas tardes, señorita. ¿Qué desea? —saludó Timothy, sacando la poca cordialidad que le quedaba.

—Un… un pa… paquete de tabaco, por… por favor —titubeó la chica, volviendo su cabeza hacia atrás. El hombre comparaba dos marcas de fideos chinos.

A Timothy no le daba buena espina aquello. Tres personas habían llegado a la vez a una gasolinera de un desvío hacia un pueblo abandonado hace años. Allí nunca iba nadie.

—¿Conoce a este caballero? —preguntó Timothy.

Ella miró hacia atrás y rápidamente negó con la cabeza. El hombre había escuchado la pregunta, y se giró hacia Timothy, pero no dijo nada. Quería saber lo que decía la chica.

—¡No! —respondió apresuradamente la chica—. No lo conozco. He venido sola.

Timothy observó de nuevo el exterior. El único coche que había aparcado era el suyo y el del hombre que estaba repostando. Aun suponiendo que los dos varones hubieran venido juntos, ella no podía haber llegado por su cuenta en otro vehículo.

—¿Estás segura? —insistió.

—Sí —dijo, pero a la vez, negó con la cabeza.

Un latigazo azotó el interior de Timothy tras ese gesto. De pronto, el temblor de las manos de la chica se le contagió.

—Está bien. ¿Qué marca quiere?

—Eh… —dudó. Volvió a mirar hacia atrás. El otro cliente no se inmutaba—. La… la que quiera.

Timothy arqueó la ceja. Tuvo una idea.

—Pues mire… como ex-fumador le recomiendo… —Timothy empezó a soltar un discurso improvisado, intentando aparentar normalidad, mientras en la factura del pedido escribía con un boli: “¿Necesitas ayuda? Asiente con la cabeza”.

En cuanto terminó de escribir la última palabra, miró a los ojos de la chica fijamente. Ella, con suavidad, movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Un escalofrío.

—Malboro, entonces —dijo la chica, sonriendo levemente.

—¿Malboro? —improvisó Timothy—. Déjeme un momento que llame al proveedor… creo… que tenemos una promoción.

De pronto, el otro hombre tiró tres o cuatro paquetes de fideos al suelo. Estaba claro que la idea de la llamada no le había gustado y se había puesto nervioso.

—¡No se preocupe! —gritó Timothy con simpatía desde el mostrador, mientras marcaba el número de la Policía en el teléfono—. Yo lo recogeré después.

—No, no… —murmuró el hombre, casi en un susurro—. No me cuesta nada.

Entre tanto, Timothy descubrió que el teléfono no daba señal. Habían cortado la línea de la gasolinera. En aquel momento se arrepintió de haber dejado el móvil en el almacén. No podía dejarla sola. Si lo hacía, corría el riesgo de que se la volvieran a llevar.

Para colmo, cuando el hombre se agachó a recoger lo que había tirado, su chaqueta se elevó un poco y la culata de una pistola asomó bajo su cinturón.

Timothy comenzó a sudar por cada poro de su piel. Miraba fijamente a la chica y ella, nerviosa, volvía a mirar hacia afuera. En esa distracción del captor, aprovechó para escribir de nuevo: “¿Estás secuestrada?”. Ella asintió. “¿Son dos?”. Volvió a asentir.

—No lo cogen —sentenció Timothy en voz muy alta, colgando el teléfono.

—No importa —respondió la chica con naturalidad—. Me lo llevo igualmente.

El hombre se colocó detrás de ella, con un par de paquetes de platos precocinados en sus manos. Estaba muy cerca de su víctima. Timothy temió lo peor y rebuscó con la mano bajo el mostrador.

—Está bien, pues aquí tiene sus… —comenzó a decir Timothy.

De pronto, en lugar de agarrar el tabaco, sacó el fusil que guardaba para casos de robo. Ambos clientes se asustaron al ver el arma frente a ellos.

—¡Apártate, muchacha! —bramó, sosteniendo el fusil con fuerza—. Maldito hijo de puta.

El hombre dejó caer la comida y echó la mano a su cinturón poco a poco:

—No debería…

—¡Ni se te ocurra! —amenazó Timothy.

El hombre, en un aspaviento, agarró su pistola y apuntó hacia Timothy, pero el vendedor fue más rápido y le disparó en el pecho. Gritó de impotencia cuando su víctima se desplomó sin vida sobre las baldosas, dejando caer su arma a los pies de la chica.

Unos segundos de silencio.

—Estás… ¿estás bien? —balbuceó Timothy, sin asumir todavía lo que acababa de hacer.

Ella contemplaba el exterior a través del cristal.

—Viene el otro —susurró.

En efecto, el segundo secuestrador había escuchado el disparo y corría hacia la puerta sacando un revólver de su cinturón.

—¡Coge la pistola! —gritó Timothy—. ¡Escóndete!

La chica obedeció. Se agachó, tomó el arma con su mano y corrió hasta ocultarse en el segundo pasillo. Segundos después, el agresor entró en la tienda.

—¡No te muevas, cabrón! —ordenó Timothy, sin dejar de apuntar con su fusil.

El hombre, que no se esperaba aquello, levantó las manos rendido y tiró el revólver al suelo.

—¿Dónde están? —preguntó, pero entonces vio el cuerpo sin vida de su compañero junto al mostrador—. Dios mío… no… ¡¿Dónde está ella?!

—Le recomiendo que se largue —respondió Timothy.

El secuestrador negó con la cabeza lentamente:

—Somos polis, imbécil.

Timothy tragó saliva con estupefacción.

—…¡¿qué?!

De reojo podía ver a la chica agazapada, todavía en el segundo pasillo.

—Que estábamos siguiéndola, por eso vamos de paisano. Pero está claro que se olía quiénes éramos.

—…¡¿qué?!

—Es una asesina a sueldo. Llevamos meses detrás de ella esperando a que nos dé una excusa para detenerla.

—¡Mientes, está secuestrada! —chilló sin ninguna credibilidad en sus palabras.

—No, le ha engañado. Siempre lo hace. Siempre…

Un disparo ensordecedor interrumpió la conversación. El policía, en el instante que enseñaba la placa de la solapa de su chaqueta, cayó de espaldas con un agujero que le perforaba la sien. La chica, que dio dos disparos más para asegurarse de que estaba muerto, sonrió a Timothy, que era incapaz de reaccionar.

—¿Va a dispararme? —preguntó al vendedor.

Timothy, todavía perplejo, sólo emitía sonidos ahogados.

—He dejado la moto ahí detrás, donde el panel de luz. Por la 35 llego a Waco, ¿verdad?

Timothy era incapaz de responder. Observaba los cadáveres de los policías, ambos muertos por su culpa.

—Bueno, me llevaré un mapa de estos —prosiguió ella, cogiendo uno de la vitrina que había junto a la puerta—. Y oiga… lo siento. No es algo personal. Simplemente, le ha tocado. Volveré a conectar su línea telefónica ahora. 

La chica recogió el revólver del otro policía y abandonó la tienda, dejando a Timothy con su arma levantada hacia la nada durante varios minutos más.

domingo, 31 de julio de 2016

Un mundo donde...

Vivimos en un mundo donde los hombres no pueden llorar y las mujeres no pueden tocarse.

Vivimos en un mundo donde las mujeres deben llorar y los hombres deben tocarse.

Vivimos en un mundo donde un "te quiero" ha perdido tanto su valor que ha pasado a escribirse con dos letras.

Vivimos en un mundo donde a la gente le importa el género con quien se acuestan personas que ni siquiera conocen.

Vivimos en un mundo donde cerramos las fronteras a personas que huyen por su vida y dejamos a nuestros hijos todas las puertas abiertas para navegar por Internet.

Vivimos en un mundo donde se censura más el sexo que la violencia.

Vivimos en un mundo donde se incluyen anuncios contra el machismo en los intermedios de Telecinco.

Vivimos en un mundo donde los polvos se cuentan como trofeos y los amores pasados como fracasos.

Vivimos en un mundo donde hemos pasado de felicitar cumpleaños con nuestra voz a spamear emojis de confeti, globos y tartas.

Vivimos en un mundo donde personas como tú y como yo imponen cánones de belleza inalcanzables.

Vivimos en un mundo donde mujeres y hombres son motivo de burla por su vello por personas a las que les duele quitárselo.

Vivimos en un mundo donde personas a dieta se burlan de la obesidad.

Vivimos en un mundo donde exigen poner foto en nuestro currículum para optar a un puesto en el que desarrollar nuestras competencias.

Vivimos en un mundo donde no puedes subir una foto de un policía a la red pero sí de las tetas de una chica ebria en San Fermín.

Vivimos en un mundo donde se agravan los castigos por piratería a la vez que se encarece la cultura.

Vivimos en un mundo donde pedimos democracia pero rogamos que se arreglen entre ellos para no ir a votar una tercera vez.

Vivimos en un mundo donde los que critican que los jóvenes estén en la calle cazando Pokémon en lugar de trabajar votan al partido que les ha dejado sin trabajo.

Vivimos en un mundo donde es más común piropear con grosería por la calle que tener una charla agradable en un banco con un desconocido.

Vivimos en un mundo donde lloramos que un grupo musical se disuelva pero nos planteamos si ir al concierto de nuestro amigo porque cobra la entrada mínima.

Vivimos en un mundo donde todavía se dice "el que la sigue la consigue" y nos preguntamos de dónde sale el acoso.

Vivimos en un mundo donde las víctimas por violencia de género "mueren" y se afirma que una religión en su totalidad "asesina".

Vivimos en un mundo donde todos creemos en la libertad de expresión. Pero sinceramente, no nos vendría mal estar quietecitos de una puta vez.

jueves, 30 de junio de 2016

Firme aquí, por favor

Todo empezó un día cualquiera. Era noviembre, o quizá todavía no. Dejémoslo en que era otoño. Está bien. Era un día otoñal cualquiera para Emilio. Volvía de trabajar cuando ya empezaba a anochecer. Todo iba como siempre. Sin sobresaltos. Vaya, lo que era un día otoñal cualquiera en la vida de Emilio.

Pero aquel día fue diferente. En su portal le esperaba un hombre. Iba trajeado, parecía incluso haberse perdido en un barrio como ése. Pero le estaba esperando a él. Era evidente, pues se puso en pie en cuanto lo vio aparecer a lo lejos.

—Hoy has cobrado, ¿verdad? —le preguntó el desconocido.

Emilio, extrañado, asintió con suavidad.

—¿Podrías darme ese dinero? —prosiguió.

—Pero… es mi dinero, me lo he ganado yo. ¿Por qué iba a…?

Dos hombres altos y robustos como armarios, aparecieron a las espaldas de Emilio. Dio un respingo al cerciorarse de su presencia.

—Por favor, deme su dinero —insistió, sin cambiar sus buenos modales.

Emilio, invadido por el pánico, entregó su dinero a aquel hombre. Él le entregó una hoja de papel y le pidió que la leyera detenidamente y la firmara. Emilio asintió. Tragó saliva y, tras dudar unos segundos, firmó. El desconocido despareció junto a sus dos matones.


Al día siguiente, aquel hombre volvió. Estaba esperándole de nuevo, sentado exactamente en el mismo escalón.

—Esta vez no —dijo Emilio con firmeza, que había tenido todo el día para recapacitar sobre su incidente del día anterior.

—Venga, no empieces con esto ya el segundo día, o no habrá quien te soporte dentro de unos meses.

—Es mi dinero. Lo necesito para vivir.

El hombre suspiró. Sus dos matones sacaron dos porras de sus bolsillos y comenzaron a golpear a Emilio, que se retorcía de dolor en el suelo, hasta que se rindió y entregó lo que le pedía.

—¿Ves como no hacía falta complicar las cosas? —le preguntó, mientras se agachaba junto a su víctima, encogida en el suelo, y recogía el dinero. Le entregó, de nuevo, una hoja de papel—. Firma aquí, anda.

Emilio, con el pulso tembloroso y lágrimas en los ojos, firmó donde se le indicaba.


Cada día se repitió lo mismo. Aquel hombre le esperaba donde fuera; incluso cuando Emilio dejó de ir a casa para evitarle, él aparecía. Le quitaba su dinero y después le hacía firmar. Su economía empezaba a escasear. Tanto que, un buen día, ya próximo a la Navidad, el hombre, sentado en sus escaleras, le dijo:

—No te molestes. No subas a casa. Te han desahuciado. Bueno, mejor dicho, me quedo tu casa.


Varios días después, cuando Emilio había perdido su trabajo, su casa, y todo lo que había ahorrado en el banco, mendigaba por las calles de su barrio. Hizo amistad con otro vagabundo que se hacía llamar Lucky, pero probablemente era sólo un irónico apodo.

Lucky presenció cómo un día, en pleno invierno, aquel desconocido le arrancó la ropa a Emilio y se la quedó, dejándolo desnudo bajo unos cartones y sin la limosna que había recaudado ese día. Después, como siempre, Emilio firmó. Lucky se preguntaba qué más le podía quitar.


—¿Vendrá hoy de nuevo? —preguntó Lucky al día siguiente a su amigo, cubierto bajo una manta deshilachada.

—En un par de horas —titubeó.

—¿Hoy qué se llevará? No te queda nada.

—Aún queda mi cuerpo.

—¿No estarás insinuando que…? —El horror le silenció antes de acabar la pregunta.

—Seguirán mientras quede algo que arrebatar —murmuró.

Lucky se acarició la desaliñada barba y después apoyó la mano sobre el hombro de Emilio.

—¿Qué firmaste ayer? —preguntó en un susurro—. ¿Te dijeron lo que te iban a hacer hoy?

Emilio negó con la cabeza, apretando los párpados con fuerza.

—Siempre es el mismo documento —aclaró.

—No comprendo.

—En todas las hojas que firmo pone lo mismo —explica.

—¿Y qué dicen esos documentos?

Emilio suspiró humillado.

—Lo he memorizado, a estas alturas… —admitió—. “El firmante está de acuerdo con que el cobrador regrese mañana”.

—No lo entiendo… ¿y por qué firmas?

—No me mires con esa cara —se quejó—. Al menos 137 escaños lo harían.



martes, 31 de mayo de 2016

Puta guarra

Hace rato que la música se ha convertido en una sucesión de sonidos electrónicos mezclados y servidos en azaroso orden. Un nuevo mensaje llega a mi móvil y, no sé por qué, vuelvo a sacarlo del bolso.

“¿Entonces de repente no quieres follar?”, pregunta Fran.

Me acosté con él una vez hace tres meses. En su momento me apetecía, pero desde entonces, cada vez que salgo de fiesta y ha bebido un poco, comienza a pedirme que lo repitamos. No acepta un no por respuesta, aunque es con lo que se ha tenido que conformar desde entonces.

“Te digo por enésima vez que no”, respondo, moviendo mis pulgares a velocidad de órdago sobre las teclas de la pantalla táctil.

“¿En qué bar estás? Voy”, insiste.

Ha conseguido amargarme. Recojo el móvil y cierro el bolso. Los dos chicos que se habían acercado a María y a mí una hora atrás continúan su conversación, ignorando mi actitud pasiva y focalizada en la pantalla.

—¡Por fin dejas el “whatsappeo”, sosaina! —dice el que creo recordar que se llama Juan, quien claramente iba a por mí.

Rodea mis hombros de forma inesperada y me obliga a echarme hacia atrás, dando un respingo. No recuerdo haberle dado permiso para que me toque. Gruñe, pero no cambia su sonrisa fanfarrona.

—Lo siento, era importante —miento.

—Si ya lo has dejado… —comienza a decir, asegurándose de que María y su amigo están enfrascados en una conversación aparte y no nos escuchan—. ¿Quieres ir al baño?

Arqueo las cejas.

—He ido hace un momento.

Se ríe con condescendencia.

—Sabes a lo que me refiero, María.

—Yo soy Mónica. Ella es María.

—Bueno, eso mismo.

—Lo siento. No me encuentro bien.

De repente, la actitud del chico da un giro impredecible y agarra mi muñeca con fuerza:

—¡¿Me estás diciendo que llevo todo este rato divirtiéndote para que ahora me digas que no quieres nada?! —brama.

María se percata de su agarrón y le empuja hacia atrás, obligándole a soltarme.

—No te he pedido que vengas ni te he prometido nada —replico.

—¡Puta guarra! —ruge—. Sales con un puto escote que se te van a saltar las tetas y te dedicas únicamente a calentar pollas.

No sé en qué momento he empezado a temblar, pero lo estoy haciendo. Tampoco sé por qué. María les grita tres o cuatro o cosas, y finalmente se alejan. Ella intenta consolarme. Sus palabras se ahogan entre la música, a punto de reventar mis tímpanos. Estoy demasiado nerviosa como para comprender lo que dice. Mientras tanto, el móvil sigue sonando en mi bolso cada vez que le llega un mensaje. Parece que Fran no se rinde.

Varios minutos más tarde, cuando creo haberme relajado, mi mirada inocente recorre el pub, hasta que se cruza con la del tal Juan. Me observa fijamente. Cuchichea algo con su amigo. Aparto la mirada, pero no puedo evitar volver a dirigirla al mismo punto a los pocos segundos. Sigue contemplándome. Mi cuerpo vuelve a temblar. De pronto, el hombre que parecía hasta simpático, me da miedo.

—Quiero irme —susurro a María, que está enviando mensajes con su móvil, completamente ajena a todo lo que ocurre.

—No te vayas ahora —se queja, abrazándome a modo de ruego—. Me ha preguntado Fran que dónde estábamos y le he dicho que se pasara por aquí un rato. Ya verás como esos dos no se vuelven a acercar.

El pánico me invade. Probablemente, al no responderle, le ha preguntado a mi amiga que dónde estábamos. Ella no sabe nada de lo que pasó. No sabe que me acosa. Ahora sí que quiero marcharme. Me recoloco mi bolso y me dispongo a abandonar el pub. El chico sigue mirándome. Ahora sonríe.

—¿Adónde vas? —pregunta María.

—He dicho que me voy.

—Fran ya está viniendo —se queja—. No voy a dejarle plantado ahora.

La rabia me invade, pero yo misma decido controlarme y no pagarlo con ella. No ahora. Sólo quiero irme. Me disculpo una última vez y le beso la mejilla a modo de despedida. De reojo, veo que el chico todavía me mira. Salgo lo más rápido que me permiten los tacones, sin cruzar la mirada con él. ¿Por qué coño habré decidido ponerme tacones hoy?

Piso la calle. Es la zona de marcha y la aglomeración de jóvenes bebiendo en vasos de plástico impide avanzar en línea recta. Zigzagueo entre el barullo, chocándome y rozándome varias veces con diversos individuos. Juraría que más de uno ha aprovechado la situación. Juraría que alguna mano que ha rozado mi cuerpo no lo ha hecho sin querer. No me importa ya. Sólo sé que no puedo evitar dejar de mirar hacia atrás. En la puerta del bar, el tal Juan me observa en la lejanía, pero no me sigue. “No vuelvas a mirar, Mónica”, me pido a mí misma.

Hace varios minutos que camino por calles vacías. Son las 3 de la madrugada. Mis tímpanos, que pitan, sólo escuchan mi taconeo en los adoquines y el timbre de mi móvil, que continúa sonando. Temo que Juan me siga a lo lejos. O quizá Fran, que haya llegado al pub y, al no encontrarme, haya salido en mi búsqueda.

—¡Guapa! —escucho una voz masculina a mis espaldas.

Suena lejos. Prefiero no mirar. Por la voz, sé que no es ninguno de ellos. Prefiero que no crea que me doy por aludida o que le sigo el juego. A su piropo le sigue una risa. ¿Son dos? ¿Es sólo un hombre que se ríe de su propio comentario?

Sigo escuchando los pasos detrás de mí. Esta calle no parece segura. Salgo a la avenida principal, y aunque eso me suponga dar más rodeo, prefiero ir por aquí. Hay más coches y más transeúntes. Creo que ya no me sigue. Sin embargo, varios metros más adelante, un grupo de chicos vestidos con camisetas de un equipo de fútbol, claman cánticos impregnados en alcohol. No me gusta esa pandilla. Uno de ellos me mira desde lo lejos y hace unos gestos con las manos que perfilan las curvas del cuerpo de una mujer invisible. Miro hacia mis pies y cruzo a la otra acera. Supongo que van tan borrachos que no les merece el esfuerzo abandonar su recorrido, así que enseguida los dejo atrás.

Empiezan a dolerme los tobillos. Sin darme cuenta, camino demasiado rápido y con demasiada rabia. Alguien me grita algo desde un balcón. Mi móvil sigue sonando. De pronto, un joven alto y ancho, camina haciendo eses por mi acera. Intentaría esquivarle, pero su movimiento es impredecible. En la acera de enfrente, dos hombres ríen a carcajadas. Probablemente sean inofensivos, pero ya no me siento segura en ninguna parte. Y el chico ebrio continúa dirigiéndose hacia mí. Sonríe burlonamente.

De pronto, un autobús pasa a mi lado. “Es el que me llevaría a casa”, pienso. La parada está a unos pocos metros. No me lo pienso dos veces y salgo corriendo hacia la parada. Siento que los tacones se van a partir. O quizá mis piernas. Corro como nunca antes lo he hecho, como si todos esos hombres corrieran detrás de mí. Al menos así me siento. El autobús, que se ha detenido a recoger a un cincuentón, ya va a arrancar, pero justo llego cuando cierra las puertas. El conductor se lo piensa un poco. Abre de nuevo y me deja subir.

—Por ser tú —dice el conductor.

—Gracias —respondo de forma inconsciente.

Una vez que he pagado el billete, me doy cuenta de lo que ha dicho. “Por ser yo”. No conozco de nada a este hombre. ¿Por qué es “por ser yo”? ¿Es por cómo voy vestida? ¿Por ser una chica joven? ¿Por qué me abriría a mí y no a otra persona? Quiero alejarme del conductor. El autobús está completamente vacío, excepto por el hombre que acaba de subir en mi parada.

Me siento en la última fila. Quiero evitar cualquier comentario del conductor. Aprieto el billete con rabia en mis manos. Normalmente miraría el móvil mientras el autobús llega a mi parada, pero no quiero, sabiendo lo que me voy a encontrar.

Unos segundos más tarde, en los que los ojos comienzan a entrecerrárseme por el vaivén del autobús y la por fin alcanzada paz, el otro pasajero se levanta de su asiento y, sin mediar palabra, se sienta a mi lado. Su hombro roza el mío y me repugna. Arrastro un poco el culo en dirección contraria. Agarro el bolso con las dos manos.

No dice nada. Intento evitar el contacto visual. Finalmente, de reojo, me cercioro de que lleva un rato mirando mi escote. Empiezo a recordar las palabras de Juan sobre el mismo. Creí que no pasaría nada por llevar un escote en pleno mes de junio, pero parece que ya son dos los que no pueden contenerse. De pronto, escucho un intermitente roce de licra de piel en su abrigo. No quiero mirar, pero acabo haciéndolo. Se está masturbando bajo su gabardina.

Siento náuseas. Súbitamente me levanto de mi asiento, como quien se levanta de un montón de mierda, completamente asqueada y queriendo huir de ahí. El hombre continúa tocándose, sonriendo, sin dejar de mirar mi cuerpo. Ni siquiera ha reparado en mi cara. Tiemblo y me dirijo a las puertas del autobús. Pulso el botón de solicitar parada. No me siento segura pidiendo ayuda al conductor. No después de su comentario. Las puertas se abren diez segundos después; diez segundos que parecen diez largas horas. Me bajo de un salto, a punto de perder el equilibrio sobre los tacones.

Me he bajado una parada antes. No podía más. Me quedo unos segundos quieta, sin poder moverme, queriendo derramar alguna lágrima, pero no le da la gana de salir. La comprendo. ¿Quién querría salir así?

Enseguida vislumbro el portal de mi casa a lo lejos. En mi barrio, pese a no ser el mejor de la ciudad, me siento más segura. Sin embargo, cuando voy a llegar, el vecino que habitualmente me mira de arriba abajo en el ascensor y murmura para sí, está llegando a casa. No me atrevo a subir con él. Hoy no. Espero a unos cuantos metros, en los que no se percata de mi presencia. Aguardo un par de minutos, esperando a que suba en el ascensor, mientras un grupo de chicos sentados en un banco, a punto de dormir la mona, claramente conversan sobre mi cuerpo. Intento ignorarles.

Cuando considero que se ha hecho la hora, camino lo más rápido que puedo hasta el portal, ya con las llaves en la mano como prevención a un posible ataque. Abro la puerta y la cierro rápidamente detrás de mí, temiendo que los chicos de ese banco hayan decidido venir detrás y acorralarme en mi portal. Pero no, estoy a salvo. Al fin.

Subo en el ascensor, mirándome en el espejo y asqueándome de mi propio aspecto. Era mi ropa favorita y han conseguido que desee no llevarla nunca más, como si fuera mi culpa todo lo sucedido esta noche. Ni siquiera puedo seguir mirando mi reflejo hasta que llega el ascensor a mi piso.

Ya en mi casa, tumbada en mi cama y con mis pies descalzos ardiendo, decido mirar mi móvil. Hay más de cincuenta mensajes de Fran y uno de María. Decido leer el de mi amiga:

“¿Qué tal la vuelta a casa?”, pregunta.

Exhalo un profundo suspiro antes de comenzar a escribir.


“Normal”, respondo.

sábado, 30 de abril de 2016

Cincuenta

Esta es la entrada número 50 de mi blog. Fue exactamente el día 28 de septiembre de 2012 cuando se publicó la primera entrada. Casi hace cuatro años.

Es inevitable reflexionar, ¿no? No soy de esas personas que creen mucho en los aniversarios, en las celebraciones basadas en una cifra bonita, o de los que montan desmesurados paripés para algo que no va a cambiarme la vida. Sin embargo, quisiera compartir en esta ocasión un pensamiento que cada vez se repite más en mi cabeza.

Disfruto escribiendo. Toda la gente que conozco que lo hace, lo disfruta. También disfruto componiendo. Disfruto diseñando. Disfruto materializando cualquiera de mis ideas. No voy a ser yo quien opine de mi trabajo, aunque sí que me siento orgulloso de lo que hago. Al fin y al cabo, si no podemos estar orgullosos de nosotros mismos, ¿quién lo estará?

La universidad, trabajo, ahora un máster... han absorbido mi tiempo de tal manera que no he podido dedicar a escribir todo el que me gustaría. Y, de nuevo, toda la gente que escribe de una manera más o menos seria, está en mi misma situación. Sí, porque escribir lleva tiempo, lleva esfuerzo y dedicación, pese a que lo disfrutes tanto como yo.

Todos soñamos con un trabajo que nos apasione. Un trabajo que no nos suponga una lacra en nuestra vida, sino un ingrediente más de nuestra felicidad. ¿Hacia dónde deberíamos caminar, si no es hacia la felicidad?

Y desafortunadamente no es tan sencillo. Rara vez la felicidad y las obligaciones van de la mano. La construcción de un futuro sólido, normalmente, no está basado en la felicidad. Apilamos resignaciones y las enyesamos con conformismo. Y tenemos aficiones.

Creo que hay un concepto muy equivocado de las aficiones. ¿Por qué las aficiones son eso que disfrutamos en el tiempo que nos sobra entre las obligaciones que nos amargan?

No nos confundamos, disfruto lo que hago y estoy seguro que disfrutaría muchos puestos de trabajo. Pero también sé cuántos músicos, escritores, fotógrafos, diseñadores, dibujantes, bailarines, actores, directores y un eterno etcétera, adoran lo que hacen. Y no, no estoy pidiendo que esa gente pueda vivir de ello. Desgraciadamente las cosas no funcionan así. Hay un nivel de exigencia en cuanto a calidad (y pasta, para qué engañarnos), que no nos permiten que vivamos de nuestras pasiones todos los que lo desearíamos.

Y ya voy al grano. Sí, ya era hora. ¿Acaso es mucho pedir que empiece a valorarse que esa gente está trabajando? Todas esas horas, todas esas ideas, todos esos esfuerzos, frustraciones y satisfacciones, tienen un precio. Y no, no hablo de acabar con la piratería, porque soy el primero que piratea. Y sé que está mal. Todos deberíamos dejar de hacerlo, pero seguiremos pirateando.

Hablo de que dejemos de pensar que, cuando alguien dedica un fin de semana a escribir, pensemos que es un tipo que ha dejado sus obligaciones para divertirse. Hablo de que si vemos a alguien haciendo fotos durante toda una mañana en un parque, no pensemos que tiene suerte de hacer lo que le da la gana en los tiempos que corren.

El trabajo es trabajo. Estar varias horas en la oficina no es diferente de estar esas mismas horas frente a un papel plasmando todas tus ideas. Pagar gustosamente al taxista por llevarte a casa y refunfuñar por pagar por que un grupo te lleva a otros mundos por la mitad de precio, no es comprender lo que pasa.

Cualquier tipo de arte es tan digno como otro trabajo. Cualquier afición llevada con profesionalidad lleva un arduo trabajo detrás que merece, como mínimo, aceptación y respeto.

Sólo pido que, cuando escriba mi entrada número 100 (que la escribiré, no quepa duda), entendamos lo que hacemos como un trabajo, que quizá no nos dé dinero a la mayoría, pero nos sumergen, por un momento, en ese camino hacia la felicidad.

Muchas gracias a todos lo que me leéis. Ojalá pudierais sentir lo que siento. Bueno, qué coño. Lo intentaré, como siempre.



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PD.: En otro orden de cosas, este mes sí que haré algo especial. Cada día publicaré en las redes sociales algunas de mis entradas más destacadas, hasta final de mayo, donde volveré a las andadas. ¡A trabajar!