Para ser verano he estado muy desaparecido, lo sé, pero si no he escrito aquí es porque he decidido embarcarme en mi segunda novela. Como agradecimiento por vuestra fidelidad pese a mis grandes ausencias en Eterna Tormenta, os pongo aquí el primer capítulo de la novela, que va precedido de una cita de René Descartes:
“Supondré,
pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, me
engaña, sino que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador
que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme; pensaré que el cielo,
el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las demás
cosas exteriores no son sino ilusiones y engaños de que hace uso, como cebos,
para captar mi credulidad; me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos,
sin carne, sin sangre; creeré que sin tener sentidos, doy falsamente crédito a
todas esas cosas; permaneceré obstinadamente adicto a ese pensamiento, y, si
por tales medios no llego a poder conocer una verdad, por lo menos en mi mano
está el suspender mi juicio.”
(1ª
Meditación de René Descartes)
1. “¡DESPIERTA!”
Despierto. Tengo la sensación de que alguien me lo ha
pedido, de que alguien me ha susurrado que abandone un sueño profundo el cual
no recuerdo en este primer aliento. Pero no hay nadie conmigo.
Vamos a ver… ¿dónde me encuentro? Paredes verde jade,
algo sucias, unas pantallas que… ¡uf!, me ciegan. Oh, estupendo. Estoy en una camilla. Bravo, Keith, te has lucido.
¿No se te ocurría otra cosa? ¿De verdad tienes las santas pelotas de empezar
una novela, que es bastante gruesa por lo que puedo apreciar, despertándote en
una camilla de un hospital? Qué original. Espera, espera, que ahora me digan
que mi hijo tiene un partido de béisbol justo el día que tengo trabajo, y que
no pueda ir y acabe traicionándole, él deje de creer en su padre, y mi mujer
demasiado guapa para lo poco atractivo que soy yo me mire con mala cara por
“estar siempre pendiente de mi trabajo”. Sí, eso superaría este inicio tan
manido, ¿no?
Pero sé que no va a ser así porque ni tengo hijos, ni
tengo mujer, y ni mucho menos me falta atractivo. Quizá un poco de modestia sí.
Soy un tipo listo, y aunque ahora no sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, sé
quién soy y sé que soy muy bueno en todo. Imbatible. Insaciable. Increíble.
Keith White.
Frío. Tengo frío en los pies. Están descalzos y asoman
por debajo de la sábana. Dios mío, no llego al metro ochenta, ¿es que ya no
saben ni hacer camillas y sábanas? Me dispongo a incorporarme para tapármelos,
pero unos tubos tiran de mis brazos, y es entonces cuando me doy cuenta de que
tengo varios de éstos conectados a mí. ¿Qué me ha pasado? Parece que mi memoria
a corto plazo se ha nublado de alguna manera que tampoco recuerdo.
En este momento entra una chica de más o menos mi
edad, como mucho veintiséis, de pelo rojizo y ojos claros, rasgos faciales
rectos y una figura digna de una portada de alguna revista de lencería, pero
cubierta con un traje holgado, similar a un mono, que exige más trabajo a mi
imaginación, más excitada de lo que debería en un contexto en el que lo máximo
que recuerdo es mi identidad.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta.
—Ahora mucho mejor.
Ella fuerza una rotunda exhalación acompañada de una
mueca alegre, lo que creo que pretendía ser risa, y tras dos segundos mirando
al techo vuelve a hablar:
—Te alcanzó la onda expansiva. Mira que te avisé, y
aun así apuraste demasiado. Me alegro de que al final no te haya pasado nada
grave.
No tengo ni idea de sobre qué onda expansiva me habla,
pero está claro que es la razón de mi elipsis mental. En lugar de contestar
observo todo mi cuerpo, intento mover mis articulaciones, y suspiro aliviado
cuando veo que todo está correctamente, ni siquiera tengo ningún rasguño.
—Supongo que tuve suerte —respondo, fingiendo que
recuerdo todo a la perfección.
—¿Puedes levantarte? El Presidente McDermott va a pronunciar
el comunicado en… —mira su reloj— diez minutos.
—Ah, sí, el comunicado —finjo de nuevo.
—¿Puedes o no?
—Si me quitan estos tubos, podré.
Ella se agacha y comienza a quitarme ventosas, manipular
vendas y desactivar máquinas, y yo me percato de que una tarjeta de
identificación cubre su pecho izquierdo. “Valeria Winters”, consigo leer.
Cuando acaba me mira y sonríe de una forma más creíble que antes, asiente, y
tras unos segundos de incómodo silencio opta por tenderme la mano.
—¿Vamos juntos? —propone.
Afirmo con la cabeza mientras agarro su mano y me levanto,
acción que podría haber hecho perfectamente sin su ayuda, pero mi tendencia a
tocar todo lo tocable me induce a incluso agarrarme con pulso débil a su
cintura hasta asegurar la estabilidad. Valeria señala al perchero, en donde un
traje similar al suyo cuelga impoluto, como recién lavado. Deduzco que lo
llevaba en el momento de dicha explosión y que muy amablemente alguien lo ha
lavado por mí.
—¿Me lo pongo? —pregunto.
—¿Vas a ir con el culo al aire? —dice señalando a mi
bata de hospital que, en efecto, deja toda mi espalda desnuda a la vista.
—Vale, dame dos minutos.
Espero con el traje en la mano y ella sigue en la
misma posición. Poco a poco arquea las cejas hasta que hacen una especie de “efecto
rebote”, y no sé cómo han llegado a esa posición, pero están frunciendo el ceño
de tal manera que creo que se van a convertir en una sola gran ceja pelirroja.
El siguiente posible cambio que se me ocurre es que escupa fuego por la boca, y
eso, sinceramente, me acojona, así que decido adquirir el tono de voz más
amable que puedo y digo con suavidad, casi en un susurro:
—¿Me dejas solo?
Su ceño se frunce más y espero horrorizado la fusión
de cejas, pero resopla y se da la vuelta tan rápido que temo que se ahorque con
su propio pelo, y mientras camina hacia la puerta brama:
—Ni que fuera la primera vez que te la veo, por Dios.
Una vez oigo el portazo me desnudo, comienzo a ponerme
el mono, y no puedo evitar sonreír al pensar que es muy probable que yo me haya
acostado con Valeria. Solo necesito unos segundos para darme cuenta de lo
triste que es no poder recordarlo.
Con el mono puesto me miro en una de las pantallas
apagadas para ver qué cara llevo, pero como suele suceder en estas ocasiones,
no debería haberme mirado, pues voy hecho un asco. Me peino con los dedos como
último recurso y descubro que en mi traje también hay una tarjeta de
identificación en la que, en este caso, figura mi nombre. Abro la puerta y ahí
está Valeria, todavía mosqueada, a lo
que me dan ganas de decirle que si quiere le enseño el miembro si eso la hace
más feliz, pero tenemos prisa y emprendemos la marcha.
En el pasillo grisáceo, metálico en todas sus
superficies, mucha gente viste nuestros monos y otros tantos parecen salir de
una fiesta de disfraces. Todos corren en la misma dirección que nosotros, que
vamos con un ritmo más relajado, aunque tengo la sensación de que si no fuera
por mi estado Valeria estaría corriendo también. Llegamos a una gran sala. Decenas
de pantallas emiten la misma imagen: el rostro de un hombre de unos cincuenta
años, algo canoso, temblorosos labios gruesos y cortados por la mitad, nariz
puntiaguda, ojos azul eléctrico y oscuras ojeras de no haber dormido en días.
—Es la primera vez que veo realmente afectado a ese cabrón
—murmura Valeria, que se ha parado en mitad de centenares de personas y observa
furiosa la pantalla más grande—. Todo es culpa suya y me apuesto lo que quieras
a que lo primero que dice es que sabe por lo que estamos pasando… maldito
canalla —gruñe, y agarra con fuerza la tela que cubre su cadera. Dirige la
mirada hacia mí—. ¿Seguro que estás bien?
—Claro —miento, pues no soporto las aglomeraciones.
¡Joder!, creo que el hombre de detrás de mí me acaba de meter mano—. ¿Cuántas
personas caben aquí?, ¿mil?
—Multiplícalo por tres y empezarás a aproximarte —responde,
apartándose un mechón de delante de los ojos.
Varias alarmas empiezan a sonar de los relojes del
público. El hombre que está detrás de mí alza la mano para apagar su alarma, y
cuando la baja vuelve a tocarme, lo que provoca que me ponga todavía más tenso.
—En punto. Hora del discurso —dice Valeria.
—Buenos días, dorxanos. Antes de empezar, quisiera
solidarizarme con todos ustedes y decir que sé por lo que están pasando, pues
al fin y al cabo solo soy un hombre más… —comienza el Presidente.
—He ganado la apuesta —susurra Valeria—. Será
hipócrita…
—La situación se ha vuelto completamente insostenible.
Como ya anuncié hace unos días, íbamos a dar un tiempo para contabilizar cifras
de infectados, para buscar posibles soluciones antibióticas, investigación,
suministrarnos… Fue el ultimátum. Sabíamos que no había esperanza. —Exhala un
suspiro de desesperación y se lleva índice y pulgar a los lagrimales,
apretando, intentando mantener la compostura—. Me gustaría decirles lo
contrario, que el virus ha dejado de expandirse, que sabemos cómo erradicarlo…
pero aunque encontráramos la cura, son demasiados los infectados. Sé que las
cosas no han salido como debían, y asumo la responsabilidad. Sin embargo, por
la posición que ocupo democráticamente encomendada…
—Claro, claro, como si nos hubieras dado otra opción —ruge
Valeria.
—…debo comunicarles que ha llegado el momento de la
evacuación —dice el presidente McDermott. Las voces comienzan a alborotarse, la
gente se empuja y siento que me aplastan las costillas contra Valeria—. Tenemos
varios equipos comandados por guardianes de élite que trasladarán a pequeños
grupos de dorxanos a Edén. Nuestra ciudad quedará completamente aislada, solo
los infectados la ocuparán y acabarán por consumirse. Es la única opción. La
ciudad de Dorxa está perdida. —McDermott entrelaza los dedos y, por segunda
vez, aparta la vista de la cámara. Observa la mesa y sus manos temblorosas; el
vaso de agua que tiene al lado se tambalea de tal manera que parece a punto de
derramarse varias veces—. En estos días ha habido muchos simulacros. Los
ciudadanos están preparados. Todos saben qué grupo de evacuación tienen
asignado, así que solo me queda desearles mucha suerte —parece finalizar el
Presidente, pero entonces vuelve a entreabrir los labios y titubea—. Y… yo… —se
queda casi sin aire—…lo siento, dorxanos. Lo siento mucho.
La pantalla se apaga. La gente ha dejado de moverse,
todos están petrificados. Miro a Valeria, intentando aparentar preocupación por
la evacuación, pero en realidad ni siquiera sé qué ha pasado exactamente ni qué
es Dorxa. El hombre que antes me metía mano ha desaparecido. Se oyen
cuchicheos, susurros, que pronto empiezan a sacar a relucir los primeros gritos
de pánico, los primeros empujones.
—¡¡¡Robin McDermott lo ha provocado!!! —chilla un
alborotador que ha trepado por un tubo hasta la pantalla principal— ¡¡¡Él ha
acabado con Dorxa!!! ¡¡¡Muerte a McDermott!!!
“¡Muerte a
McDermott! ¡Muerte a McDermott!”,
empieza a gritar la masa, convirtiéndose en un cántico al que cada vez se suman
más voces mientras los puños se alzan sobre las cabezas.
—Esto va a ponerse feo, Keith —dice Valeria, y tira de
mi brazo con fuerza.
Mientras voy lo más rápido que puedo, mi atractiva
acompañante remolca de mí casi sin esfuerzo y tengo que vigilar cada uno de mis
pasos para no tropezarme. “¡Muerte a
McDermott! ¡Muerte a McDermott!”. Intento encontrar un sentido a todo lo
que ha pasado desde que he abierto los ojos en la enfermería: ha llegado
Valeria, me ha dicho que me alcanzó una onda expansiva, me ha hecho salir a
escuchar un discurso del Presidente, éste ha dicho que hay que evacuar la
ciudad debido a una especie de pandemia, y después…
—¡Keith White!
Me doy la vuelta, alguien me llama. Valeria se detiene
al notar que he dejado de caminar.
—¡Keith White, maldito hijo de puta! —Veo aparecer a
un hombre lampiño y gritando furioso con una pistola en la mano.
—¡Dios mío, Valeria, vámonos! —chillo, pero cuando echo
a correr aún no ha reaccionado y me choco de bruces contra ella.
El estallido de la pólvora ensordece mis tímpanos
mientras siento una bala perforando mi lumbar derecho. Caigo de rodillas y
consigo darme la vuelta para volver a mirar a aquel hombre.
—¿Por… por qué? —musito apoyando las manos en el
suelo.
—Dejé la vida de mi hija en tus manos, White —dice al
borde del llanto—. “Uno de los guardianes de élite más cualificados”… Sí, ya lo
veo. Tú has sobrevivido como buen héroe. Pero… ¡¿y ella?! ¡¡¡Murió y no hiciste
nada!!!
El hombre vuelve a apuntarme con la pistola,
directamente a la frente, y cierro los ojos esperando el fin. Oigo el disparo,
pero no siento la bala. ¿Ha fallado? Al abrir los ojos lo veo a él mucho más
cerca de mí, tumbado boca abajo con un agujero en la nuca. Empiezo a verlo todo
borroso, me derrumbo a su lado, y un individuo vestido con un mono idéntico al
mío, mucho más mayor, con barba y pelo largos y canos, porta una especie de
fusil, en cuyo reflejo metálico queda cegada mi visión antes de perder el
conocimiento.