martes, 24 de diciembre de 2013

La bola

Érase una vez un pequeño pueblo perdido en un valle, flanqueado por dos grandes cordilleras, aislado de toda comunicación con el exterior. Los habitantes se autoabastecían: había sastres, huertos y granjas suficientes para no necesitar ningún tipo de importación. Los escasos cien pueblerinos pasaban alegremente todos sus días entre las montañas, saludándose en cada esquina y reuniéndose en la misa de los domingos.

Sin embargo, la tragedia se cernía sobre el lugar, pues tanto aislamiento había hecho que los excrementos de las vacas, cabras y ovejas de los granjeros, las cuales pastaban en las laderas de las montañas, empezaran a inundar el aire de pestilencia. La sonrisa permanente de los rostros de los habitantes cada vez se veía más truncada por aquel terrible olor, que se acumulaba en el valle formando una atmósfera apestosa entre las laderas, concentrándose con más ahínco abajo del todo, en el pueblo. Si bien todos esperaban acostumbrarse al hedor y seguir viviendo con cordialidad, Ramón no podía soportarlo más y decidió tomar cartas en el asunto.

Una mañana se despertó muy temprano, se puso sus guantes de cuero, cogió una pala y una carretilla, y salió de su casa en completo silencio. El pueblo dormía todavía. Su plan no era otro que recoger todos los excrementos de la ladera y echarlos al otro lado de las montañas, de tal forma que ya no llegara su olor al valle y pudieran recuperar su agradable aroma a manzanilla.

Conforme comenzó a subir vio las primeras deposiciones. Se tapó con un pañuelo mientras las echaba a la carretilla y continuó subiendo. Fue muy ingenuo pensando que él solo iba a poder recoger toda esa boñiga, pues en unos escasos treinta minutos su carretilla ya estaba a rebosar, y pesaba mucho. Al echar la vista atrás, veía el pueblo muy abajo. Era estúpido dar la vuelta ahora, tenía que llevarlo todo al otro lado de la montaña.

En ese momento, un pastor se cruzó en su camino. “¿Necesitas ayuda?”, le preguntó. Ramón lo pensó fríamente, miró hacia la cima y vio que ya no estaba tan lejos. Si él solo lo conseguía, todo el mérito sería suyo, así que rechazó amablemente la ayuda del pastor y siguió empujando la carretilla.

Diez minutos más estuvo recogiendo deposiciones hasta que las ruedas de la carretilla se rompieron, pero afortunadamente no se desparramó la caca sobre él. Ya que llevaba guantes y nadie más podía verle, se le ocurrió una absurda idea, pero que sorprendentemente funcionó. Consiguió formar una gran bola de abono, como si se tratara de un escarabajo pelotero. Así, solo tenía que pasarla por encima de otros excrementos para que se pegaran a la bola y facilitaran su trabajo.

Pesaba mucho, pero Ramón empujaba la bola cuesta arriba y ésta seguía haciéndose más y más grande, rodando hacia la cima, hasta que un leñador se acercó. “¿Va todo bien, amigo?”, le preguntó. Ramón simplemente asintió, pues el agotamiento no le dejaba ni vocalizar, y siguió subiendo y recogiendo mojones.

Llegó un momento en el que la bola tenía un diámetro el doble de alto que él, solo le quedaban unos metros para la cima, y se emocionó tanto que se pasó de largo un pequeño excremento de oveja, de esos del tamaño de una oliva. Ramón se dio cuenta enseguida, así que le acercó la pala con una mano, sujetando la bola de abono con la otra. Se estiró y estiró, pero al final le flaquearon las fuerzas y se desplomó sobre la hierba. Su expresión de horror incrementaba, así como la velocidad de la bola de caca, rodando por la ladera, directa hacia el pueblo. Ramón echó a correr, pero era imposible alcanzarla.

El cura levantó el cáliz en el altar, frente a todo el pueblo reunido en el interior de la iglesia. “Porque ésta es mi sangre…”, pronunciaba. Mientras tanto, la bola recorría las calles del pueblo, chocando contra las fachadas y pringando todo de mierda. Una paloma que comía unas migajas en la plaza del pueblo fue arrasada por la enorme caca. La fuente solo contenía caca. Los huertos ya solo sembraban caca. La máxima velocidad permitida de las señales de tráfico era caca. “¡Y éste es mi cuerpo…!”, clamaba el cura cuando las puertas de la iglesia se derrumbaban y la bola estallaba completamente, llenando de mierda a absolutamente todo el pueblo y al cura, que aún estaba con la boca abierta.

Finalmente, lo único que acabó al otro lado de la cordillera fue Ramón, huyendo lo más lejos posible de aquella masa enfurecida y llena de caca.

Y es que no podemos acusar a aquel valiente de lo que hizo. A veces, nuestra mierda va acumulándose, intentamos ocuparnos solos del problema, rechazamos toda ayuda, aparentando que no la necesitamos y que todo está bien. Mientras tanto, la bola se hace más y más grande, y lo que creías que era solo tu problema, acaba salpicando a todos los que no lo merecen. Al final, todos acaban en tu mierda. Son fechas de compartir con la familia y los amigos momentos especiales, pero dejemos la superficialidad a un lado y valoremos lo que tenemos. Y cuando quien nos quiere se preocupe por nuestra mierda, dejémosle que lo haga. Si no lo haces por ti, hazlo por él.


sábado, 9 de noviembre de 2013

Geary

Escribí este breve relato juvenil hace ya un tiempo para un concurso de temática Steampunk. Actualmente estoy en mi último año de universidad y he tenido la cabeza en otra parte. Prometo volver a dar vida a este blog a partir de ahora. Disfrutad.

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Lana daba vueltas al ancla sobre su cabeza, calculando para lanzarla y encajarla justo en la cubierta del galeón volador del capitán Caleb. Ella era hija del gran pirata Ojorrojo, que fue asesinado por Caleb en un ataque aeronaval seis años atrás. En aquella ofensiva, los piratas enemigos le arrebataron las dos cosas que más amaba: a su padre, Ojorrojo, que murió en pleno tiroteo, y a su bio-robot Geary, que fue secuestrado.

Lana, muchos años antes, cuando tendría unos cinco aproximadamente, estuvo presente en un asalto que protagonizó Ojorrojo y sus piratas a la ciudad de Theckorn, famosa por ser la mayor exportadora siderúrgica del planeta, y como consecuencia, la metrópoli que más vapores contaminantes emitía al cielo, impidiendo que los barcos pudieran sobrevolarla desde tiempos inmemoriales. El ataque tenía como objetivo encontrar al Relojero, el cual poseía un reloj de oro que albergaba un gran tesoro en su interior. Si girabas las manecillas correctamente, éste se abría y liberaba uno de los únicos diez fragmentos de ectoplasma sólido que quedaban en el Universo.

Encontraron al Relojero en su casa, fabricando una de sus piezas. Nada más entrar en la casa, su hijo de diecisiete años salió corriendo, y su bio-robot Geary se interpuso entre los piratas y el Relojero. Dispararon a Geary, dejándolo inutilizable, y amenazaron al hombre para que les diera el ansiado fragmento, mientras que Lana, con solo cinco años, estaba arrodillada frente a Geary al borde del llanto. Como suele suceder con los piratas, perdieron los nervios ante la ausencia de respuesta del Relojero, que fue asesinado de dos disparos. Lana arregló a Geary, quien fue su única compañía, su mejor amigo, durante los posteriores años, en los que Ojorrojo continuaba con sus fechorías mientras el bio-robot y la joven cuidaban del barco pirata en los muelles. Así que es comprensible que cuando, hace seis años, el capitán Caleb mató a su padre y secuestró a Geary, se convirtiera en el mayor rival de la muchacha.

Así pues, Lana, quien ocupó el puesto de capitán tras la muerte de su padre, lanzó el ancla al galeón de Caleb, mientras los cañones de ambos barcos se disparaban entre sí. Caminó por la cadena del ancla y consiguió infiltrarse entre los piratas enemigos enfurecidos, sumergidos en la batalla, y llegó al camarote del capitán. Con su fusil de bronce reventó la cerradura de la puerta y entró, hallando al capitán Caleb, mirándole con sus gafas de metal y cuero, acobardado tras un baúl. Se acercó hasta él y le apuntó directamente a la frente, preguntándole dónde estaba Geary, pero justo en ese momento el bio-robot salió de entre las sombras de un rincón oscuro de la habitación. “Vámonos, Geary”, dijo ella, emocionada, pero él negó con la cabeza. El capitán Caleb se quitó las gafas, dejando ver que realmente era tuerto, pues una de las cuencas de sus ojos contenía un reloj de oro. “Llevaos el ectoplasma, por favor, pero dejad al robot aquí…”, sollozó el capitán. Movió las manecillas y el reloj se abrió, desprendiendo un fuerte brillo rosado y mostrando el fragmento de ectoplasma que guardaba.

Entonces Lana lo comprendió. Teniendo en cuenta la edad del capitán Caleb solo podía ser una persona: el hijo del Relojero, que huyó de la casa en la invasión. Para ella fue una gran pérdida cuando le arrebataron a Geary, pero Caleb simplemente había hecho lo mismo que ella estaba haciendo en esos momentos: recuperar a su mejor amigo. Él lo había cuidado antes que ella, que fue quien después lo adoptó. Lana bajó el arma: “No quiero el ectoplasma, Caleb, quien lo quería era mi padre. Si lo aceptara, sería como decir que ese fragmento es un tesoro más valioso que Geary”. Los engranajes del robot comenzaron a girar, avanzó hasta Lana y levantó su mano cobriza hasta el hombro de la joven. Ella se despidió de Geary y salió corriendo del camarote, volvió a su barco a través de la cadena del ancla, la desincrustó de un tirón, y, tras gritar “¡Retirada!”, observó desde popa cómo se perdía entre las nubes el galeón de Caleb.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Teniente sin nombre (1ª parte)

—¡Teniente Müller, acérquese! —exclamó el coronel Braun.
Cort Müller obedeció inmediatamente y relegó su posición al primer soldado que vio. Estaba dirigiendo la maniobra de uno de los furgones que salía marcha atrás para unirse a la hilera automovilística que partía del campo de concentración, y el soldado no tenía ni idea de cómo actuar, pero como no se atrevía a rebatir a su superior, asintió rápidamente.
—Coronel, aquí estoy —dijo Cort cuando se encontraba enfrente de Braun.
—Dejémonos de formalismos por esta vez, Müller. Esto es una despedida.
—No entiendo, ¿no marchamos todos al mismo lugar?
—Adonde vamos, no hay suficientes barracones para esos cerdos judíos, me temo. Nos dividiremos en dos, coge este mapa. —El Coronel entregó un rollo de papel a Cort.
—Ya veo, hay dos destinos marcados.
—El enemigo nos ha localizado, por eso evacuamos. Ambas instalaciones han sido recién construidas. Cámaras de gas más grandes, minas para que esos cerdos trabajen, barracones con más capacidad y mismo espacio... Economizamos, Müller.
—Pero usted no puede mandar en ambos lugares —reflexionó Cort en voz alta.
—Hitler estará allí para inaugurarlo, Müller. Vas a ser coronel en tu recinto —sonrió Braun.
Cort se quedó sin palabras al oír aquello. No llevaba demasiado tiempo en el ejército nazi, pero se había volcado enteramente en su trabajo, así que aquello era un gran honor.
—Muchas gracias… yo…
—Irás en ese furgón. Los demás ya han marchado, no queda un solo judío aquí… —dijo el coronel Braun, pero entonces se llevó la mano a la boca y adoptó tono sarcástico—. ¡Oh, espera…! Aún tienes ahí a aquel amigo tuyo, ¿cómo se llamaba?
—Nadir, Coronel. —exhaló un suspiro.
—Te he consentido mantenerlo todo este tiempo en el calabozo del cuartel, Müller. Era tu amigo, y pese a que ya deberíamos haberlo matado, te permití ocultarlo en secreto a tu recaudo. Ahora vas a ser coronel y no vas a llevarte a tu judío mascota de aquí a tenerlo entre algodones en otro lugar. Todavía soy tu superior, así que obedecerás esta última orden: sácalo de ahí, llévalo al otro lado de la esquina del cuartel y dispárale con tu rifle.
Cort tragó saliva. Meses atrás, cuando su viejo amigo Nadir llegó al campo de concentración, él lo había reconocido entre la multitud. Pese a que sabía que erradicarían a todos los judíos que allí se encontraban, quiso protegerle con la esperanza de que cuando acabara todo aquello, él siguiera con vida y pudiera marchar en paz. No es que el teniente Cort Müller fuera corrupto, sólo hizo una excepción para un amigo al que llevaba años apreciando. Gracias a su buen trabajo, consiguió que el coronel Braun hiciera la vista gorda y permitiera llevarse a Nadir aparte, al calabozo del cuartel en donde trabajaba Cort. Ahora parecía que todo había sido en vano y por fin había llegado el momento que llevaba tanto tiempo temiendo: el de ejecutar a su amigo.
—Pero… no puedo…
—O él, o tú. Y ahora debo irme. Cuando acabes, sube al furgón. No conocerás a nadie de allí, pero ellos te llamarán por tu nombre. Solo queda ese vehículo, así que no te perderás. Hasta pronto —dijo el coronel, y levantó su mano—. ¡¡¡Heil, Hitler!!!
—Heil Hitler… —musitó mientras le veía alejarse.
El Teniente se dirigió a su cuartel. No quería ni meditarlo, o sabía que se echaría atrás.
—Maldita sea, maldita sea… —murmuraba mientras buscaba las llaves del cuartel en el llavero que colgaba de su cinturón.
Ahí estaba su amigo Nadir. Sus rizos negros, su barba de meses, su ropa deshilachada. Tras los barrotes forzaba una sonrisa, la cual penetraba hasta lo más profundo de Cort, que sabía que las palabras de su coronel eran sentenciosas e irrebatibles. Debía matarle. Sin embargo, cuando el Teniente abrió la celda, Nadir por fin vio la luz, por fin creyó que todo había acabado. Y no estaba tan equivocado.
—¿Ya soy libre? —preguntó el judío.
Cort Müller no respondió. Cogió su rifle y le apuntó al pecho.
—Afuera.
—¡¿Qué?! —empalideció—. ¡¿Qué ha pasado?!
—Nos vamos —contestó—. He dicho que afuera.
Nadir levantó las manos y salió del cuartel sintiendo el cañón del rifle en la espalda. Su amigo Cort le guió hasta detrás del bloque, en donde nadie podía verles.
—Quédate quieto justo aquí —dijo el teniente a un metro de la pared.
—¿Vas a matarme? —titubeó—. Después de todo… ¿vas a matarme?
Su ejecutor se detuvo a algunos metros de él, tres, cuatro, quizá cinco, hacía mucho calor para pensar fríamente. Le apuntó con el rifle.
—Dime una cosa antes, Cort —tragó saliva—. Mi hijo… ¿sigue vivo?
El alemán cerró los ojos con fuerza. El sudor resbalaba por todo su rostro. Al menos se merecía una respuesta.
—Abandonamos este lugar. Lo llevan en un furgón junto a otros niños.
Nadir suspiró aliviado.
—Cuando teníamos su edad jugábamos juntos, ¿recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, Nadir.
—Tú vivías a cincuenta metros. Tardes enteras en esa plaza haciendo círculos en bicicleta alrededor de la fuente…
—Basta, Nadir.
—O haciendo planos del tesoro en los trozos de tela que le sobraban a mi padre en la sastrería.
Müller se dio cuenta de que no había quitado el bloqueo del arma. Un chasquido fue suficiente para indicar que estaba a un leve empujón del dedo índice para que el gatillo se hundiera y la bala se incrustara en el cráneo de Nadir. Pero, en aquella situación, tan sencillo movimiento parecía ser el más difícil que había hecho en toda su vida.
—Dime una cosa, ¿estás de acuerdo con todo esto?
—¡¿Por qué debería responder?!
—¿Por qué deberías disparar?
Le temblaban los brazos. Así no había manera de apuntar. El rifle pesaba demasiado en aquel momento.
—Son órdenes, Nadir —susurró—. O tú, o yo.
—Nunca fue “o tú o yo”. Fuimos “tú y yo”. No te he juzgado por todo lo que has hecho. No te juzgo ahora. He crecido contigo y me temo que también voy a morir así.
—Lo siento, amigo —dijo Cort, agarró con firmeza el arma y cerró un ojo, apuntando directo a su pecho.
—Solo te pido algo más —dijo el judío con los ojos cerrados, rezando por que al menos pudiera acabar esa frase antes de morir—. Prométeme que a mi hijo no le pasará nada.
En ese momento el alemán no pudo más y las lágrimas brotaron enrojeciendo todo su rostro.
—¡No puedo, Nadir! ¡No puedo prometer eso! —sollozó—. ¡No creo que nadie salga de allí! ¡No sé por qué debo matarte siquiera! ¡Pero debo!
El arma se disparó. Los pájaros salieron volando asustados. Cort dejó caer el fusil al suelo polvoriento y cayó de rodillas. No le había dado. Nadir miró la pared de detrás, observando el agujero que había dejado la bala.
—Nadie está mirando —dijo el alemán—. Ven, coge este cuchillo. —Lo sacó de su cinturón—. Si escapas por aquel bosque puede que nadie te vea.
Nadir dudó, pero finalmente se acercó hasta él. Agarró el cuchillo y le ayudó a levantarse.
—Gracias, amigo —dijo.
—Vete rápido —fue su respuesta—. Hay un furgón esperándome aquí al lado.
Antes de irse, el judío abrió sus brazos. El alemán, mirando a todo su alrededor y comprobando de nuevo que nadie les veía, abrazó a su amigo.
—Lo siento, no existe el “o tú o yo”… —susurró Nadir—, pero sí el “o tú o mi hijo”.
El cuchillo se clavó en la garganta del teniente Cort Müller. Justo en ese punto, para que no pudiera gritar. Nadir lo apretó contra su propio cuerpo, empapándose de la sangre de su amigo, hasta que creyó que era suficiente. Observó al Teniente, tendido en el suelo, con la garganta cortada y los ojos en blanco abiertos de par en par, con su boca intentando decir algo que nunca llegó a pronunciarse. Nadir tuvo que taparse los labios para no gritar. Las lágrimas limpiaban parte de la sangre que le había salpicado al rostro.
Arrastró el cuerpo de Cort hasta el cuartel y cerró la puerta. Le quitó el traje de teniente, las llaves y el rifle. Se desnudó y usó el lavabo del despacho para que no quedara una sola mancha de sangre en su cuerpo. Se puso el uniforme de Müller. Era justo su talla. Abrió la taquilla y localizó una cuchilla de afeitar. Se deshizo de su barba en menos de un minuto, llenándose de cortes. Al volver a mirarse en el espejo se dio cuenta de que esos rizos le delataban, así que también pasó la cuchilla por toda su cabeza hasta parecer un auténtico teniente nazi rapado. Se percató de que la parte superior del uniforme estaba impregnada de sangre, así que se hizo un pequeño corte en el cuello con la cuchilla, lo suficientemente grande para que sangrara, que sirviera como excusa para explicar la mancha.
Cuando salió, cerró el cuartel con llave y echó a correr en busca del mencionado furgón. No tardó ni un minuto en encontrarlo. Un hombre le saludó con la mano.
—¡Aquí, teniente Müller!
Nadir caminó con paso firme, guardando las apariencias, hasta el vehículo.
—Soy el sub-teniente Loeb. Luego le presento al pelotón —le tendió la mano—. Me han hablado muy bien de usted. Siéntese aquí, arrancamos ya.
El falso teniente judío obedeció. Nadie le había descubierto de momento. Su plan, aunque arriesgado, era el único que se le ocurría para sacar a su hijo de allí. Tenía que parecer un teniente nazi para conseguir dar con él, y después, escapar juntos de aquel infierno. Debía interpretar la vida que más le repugnaba para salvar la que más quería. Si es que le permitían seguir con vida.


CONTINUARÁ... 
O no. Si queréis que continúe, comunicádmelo y continuará de verdad :)


jueves, 5 de septiembre de 2013

Consúmase preferentemente antes de morir

He tenido que correr para publicar esto antes de que pase de moda. Vivimos en una sociedad en la que todo muere, todo cambia, todo debe actualizarse. Hemos pasado de personas a consumidores, algunos incluso a productos.

Claro ejemplo son los smartphones, que parecen tenerlo todo, pero su batería no llega a cubrir la jornada laboral. ¿Creéis que no son capaces de fabricar baterías que duren más? ¿Que no recortaron en ello intencionadamente? Y es que la estrategia de mercado a seguir era sacar un móvil increíble pero con poca batería primero, para que más adelante los saquen con batería duradera. Así la gente se actualizará y estará en la onda. Doble de ventas, o triple, que sacándolo completo a la primera. ¿Otro ejemplo? Cuando llegaron las pantallas de 720 puntos ya existían las de 1080. Todo está perfectamente preparado para que tengamos que estar a la última una y otra vez, que nunca acabemos de ir a las tiendas, que no nos quedemos atrás. ¿Cuántos nos quedamos sin ir a un plan porque aún no teníamos WhatsApp?

Así nos hemos empapado de la idea de cambio constante, de adaptación a las tendencias, de que todo caduca, de una obligatoria actualización. Jamás podemos estar contentos con lo que tenemos porque siempre habrá forma de mejorarlo. Ya no disfrutamos por nosotros mismos. Dependemos de nuestra adaptación en la sociedad. El neo-lamarckismo social. Pasamos de formar parte del mundo a que el mundo forme parte de nosotros, y eso es un error. Si la vida en sí misma no nos llena y nuestra muerte no deja un vacío, ¿qué importamos? ¿En qué momento queremos estar a la última para que todos vean que no estamos desfasados, si esa gente no sentirá la pérdida de algo auténtico cuando desaparezcamos?

Las chicas se embadurnan en maquillaje y los chicos se depilan las axilas. Hemos llegado a querer mejorarnos a nosotros mismos como dicta la moda. Nos actualizamos, como si tuviéramos un F5 en el ombligo. Los jóvenes cada vez tenemos más difícil amanecer con nuestra pareja cubierta de acné o palmeando esos kilitos de más de los michelines. Consideramos que eso no da orgullo. Eso, socialmente, parece que debe ocultarse, cambiarse, arreglarse. Hemos pasado de querer un móvil que saque mejores fotos a querer ser cool en las fotos. Nadie dice que querer cambiar esté mal, pero cuando no es tu corazón, tus fracasos, tus éxitos, tus deseos más puros de verdadera felicidad, los que motivan el cambio, ¿a quién queremos complacer?

No tenemos la culpa. Nos han condicionado así. Luchamos por unas titulaciones que actualmente tienen menos salidas que una empresa de papel higiénico con ortigas. Es lo que nos piden. Titulitis, modernitis, maquillajitis. Nos cambia de forma inductiva y se extiende con metástasis en la sociedad. En nuestras manos está ser caducos o perennes. Diferenciación. Personalidad. De nada sirve integrarse en un mundo desintegrador. Está acabando con la individualidad, y esa es la que nos da el orgullo. La que nos permite enamorarnos. La que nos permite soñar. La que deja huella. La que incita las lágrimas en nuestro funeral. La que nunca, jamás, caduca.

martes, 6 de agosto de 2013

Segundo capítulo de "El sueño de Keith White"

Hola, queridos lectores. He decidido subir también el segundo capítulo para que se vea cómo está orientada la novela, pues con el primero probablemente parecía algo muy diferente. No sé si al acabar de leer el segundo capítulo estaréis menos confusos o más, pero allá va:



“Somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños.”

(William Shakespeare)



2. TÓCALA OTRA VEZ, SAM




Abro los ojos. Estoy completamente empapado en sudor. Me palpo los brazos, pero no hay ningún tubo enganchado a mí. Consigo centrar la mirada y suspiro aliviado cuando veo la lámpara de mi habitación a la que le falta una bombilla. Debería cambiarla, pero… hoy no es el día. Miro el reloj de mesilla: 7:29. Una vez más, me he despertado un minuto antes de la alarma. Espero a que suene, la apago al instante, y me levanto despegándome la sábana de la espalda desnuda. Enciendo el reproductor de música de la estantería y comienza a sonar “Blood Brothers” de Iron Maiden, lo que me induce a sonreír, pues su melodía lenta pero intensa es lo que necesito para enfrentarme a este... ¿martes?, ¿miércoles? Miro el reloj de mesilla otra vez para ver la fecha. Jueves, 24 de octubre de 2013. Maldita sea, solo queda una semana para Halloween y todavía no tengo una suegra de la que disfrazarme.
La voz de Bruce Dickinson empieza a sonar a la vez que el agua me moja el pelo. Debería haber puesto la música más alta, no oigo nada. Blasfemo un poco y empiezo a cantar para suplir el volumen bajo.
Salgo de la ducha y todavía no ha acabado la canción de siete minutazos,  de los cuales me siento a disfrutar ahora, en silencio, el último de ellos. Da paso a Nick Cave y su “Into my arms”. Aprovecho para subir las persianas de toda la casa y meto dos rebanadas de pan en el tostador. Mientras, preparo un café, que está listo justo cuando las tostadas saltan. Busco algo para untar en la nevera, y al cerrar la puerta veo mi pizarra blanca magnética pegada a ella: “Anuncio máximo veinte segundos de perfume de mujer. Elitista. Colores rosas. Modelo muy delgada. Culo bonito”. Me siento y empiezo a untar mermelada de melocotón en las tostadas. Al mirar el cuchillo empiezan a venirme ideas. ¿Qué tal una chica que se raja el cuello y salen pétalos de rosas? Eso evocaría al perfume, lo rosa, lo femenino, lo natural… pero quizá resulte violento a ese maricón de Easton. Supongo que esa misma tía de culo tan bonito defecando los pétalos le parecería más tentador. Es un estúpido anuncio de perfume, ¿qué importa lo que salga en las imágenes? Pon una chica guapa frotándose unas rosas al borde del orgasmo y tienes excitado a medio país. El otro medio son las esposas echando una mirada a su marido que indica que esa noche el único sexo que van a recibir será por parte de sus propias manos. Pero luego lo compran las muy pillinas.
Cuando doy el último trago al café miro el reloj y veo que ya van a dar menos diez. Me pregunto en qué momento ha empezado a sonar Yngwie Malmsteen. Me pongo mi mejor traje del armario, uno de Armani en gris oscuro, casi negro, y me ato los cordones de los únicos zapatos que tengo que aún parecen medio nuevos. Agarro mi maletín, apago el reproductor y salgo de casa.
—Puntual como siempre —dice Sam, que me está esperando en mi portal—. ¿Vas de boda o algo? No te vi tan elegante ni en el funeral de Gibson.
—Hoy presento una idea de spot para un perfume, y parece que son elitistas —respondo tendiéndole la mano—. No fui tan elegante al funeral de Gibson porque los muertos dan dinero a la prensa rosa, pero no a los publicistas.
—Santo Dios, Keith, la sangre de ese hachazo me ha salpicado hasta a mí.
—¿Cómo vas con tus diseños? —pregunto con poco interés—. ¿Qué fue de la idea del pato con una pistola?
—Decidí descartarla al final, porque me dijo Easton que…
No estoy escuchando. Caminamos por la Quinta Avenida esquivando a una manada de empresarios que van en dirección contraria. Son tantos que casi no veo al mendigo que siempre está a unos metros de mi casa pidiendo limosna, y tengo que saltarlo acrobáticamente.
—¡Buenos días! —me saluda, apartándose su pelo largo y canoso. Su extensa barba blanca tiene varias migas y gotas de algo rojo, probablemente ketchup de su hot-dog del desayuno.
—¿Sabes, Sam? —le interrumpo, pues creo que había dejado de hablar del diseño del pato hace un buen rato y ahora me estaba contando sus planes para Halloween, algo que siento que aún me importa menos—. Hoy he tenido un sueño raro de cojones.
—Sorpréndeme.
—Me despertaba en una camilla y llegaba una pelirroja con un cuerpo de infarto, vestida de Armageddon o alguna mierda espacial de esas, y me decía que me había explotado una bomba… o un misil, algo así. Resulta que después íbamos a una sala con muchas pantallas y había un tío, el presidente, que decía que había que evacuar la ciudad porque había una enfermedad…
—¿Nueva York?
—No, no, una ciudad que me he debido inventar. Todo era rollo nave Star Trek.
—Quiero de tu droga.
—Bueno, a lo que quería llegar es a que todo el mundo se volvía loco y tenía que salir de allí, aún con la pelirroja sexy, y entonces aparecía un calvo con una pistola y me pegaba un tiro.
—¡Coño!
—Me decía que su hija había muerto por mi culpa, que yo debía protegerla porque era una especie de guardián. Pero lo más acojonante es que antes de que me volara los sesos, ¿sabes quién le disparaba a él?
—¿Quién? ¿Martin Easton?
—Con mucho menos dinero que Easton.
—¿Yo?
—Con mucho menos dinero que tú.
—¿Tú?
—Hijo de puta —río—. El mendigo de al lado de mi casa, éste con el que casi me tropiezo hace unos minutos.
—¿El mendigo te salva la vida? ¿El que desayuna hot-dogs y luego los caga en tu contenedor?
—Estoy como una cabra. Los estadounidenses hacemos un cine que nos lo creemos demasiado.
Sam se ríe y me da una palmada en el hombro. Tiene treinta años y los iris más claros que he visto en un ser humano. Es de esa gente que luce unas arrugas al lado de los ojos de tanto sonreír, y cuando lo hace su enorme boca va casi de oreja de soplillo a oreja de soplillo. Es rubio y su piel es tan clara que parece alemán, noruego, finlandés… alguna cosa del norte de Europa. De hecho, sus cejas son tan claras que creo que no tiene y que las arrugas de su frente son quienes marcan la expresión ocular.
—Anoche quedé otra vez con Jess —empieza a contarme—. Odio ir a un restaurante en el que me dejo una pasta para que no coman casi nada. Se me quitaron las ganas de salir después y me fui a casa. ¿Y tú qué?, ¿noche destacable?
De repente dejo de mirar cómo mi sombra es mucho más baja que la suya y le observo fijamente. Mi rostro adquiere una mueca de terror.
—No… no me acuerdo.
—¿No te acuerdas? Menudo fiestero estás hecho, cabrón.
—No, Sam, de verdad. No me acuerdo.
Me invade el pánico. ¿Creía tener todo bajo control y no soy capaz de recordar qué hice anoche? ¿Qué fue lo que tomé para soñar algo que me pareció tan real? ¿Me habían drogado?
—Bueno, tío, a veces pasa. Yo no suelo acordarme de lo que he comido hace una hora, y también hay días que…
—Keith White —me sobresalta una niña tirando de mi manga. Me detengo.
—¿Perdona? —pregunto sorprendido.
—Keith White… eres tú —dice con un mechón de pelo negro delante de los ojos.
—¿Conoces a esta niña? —interviene Sam.
La niña abre los ojos oscuros como platos, casi parece que van a saltarse de sus órbitas, y de pronto me percato de que el hecho de verme le horroriza y da unos pasos hacia atrás.
—¡Eh, no…! —la llamo—. ¡Espera!
Ella se asusta más y sale corriendo hacia la carretera. Lo siguiente ocurre tan rápido que no sabría describirlo. Un taxi da un frenazo, pero es demasiado tarde. La niña es arrollada por el coche, cuya parte derecha se eleva dejándola bajo las ruedas. Todos los peatones gritan aterrados y corren en su ayuda. Estoy congelado, petrificado. No puedo asumir lo que acaba de suceder ante mis ojos. Sam me saca de mi trance y tira de mí.
—¡Dejadle paso! —grita, y el gentío nos mira—. ¡¡¡Mi amigo trabajó en un hospital!!!
—¡¿Qué dices, hijo de puta?! —Le miro con el ceño fruncido y apretando los dientes—. No seas…
—Ayude a mi hija, por favor —solloza un hombre a mis espaldas—. Dios mío… mi hijita… mi cielo… Dios mío…
Me doy la vuelta para calmarle, pero al ver su rostro mi corazón da tal vuelco que cierro la boca para que no se escape. La mano comienza a temblarme. Siento cómo mi camisa está totalmente impregnada en sudor bajo mi americana. A este hombre lo he visto antes. Este hombre lampiño se acercó a mí en mi sueño y me disparó.
—Sam… este hombre…
—¡Ayúdale, joder! —me interrumpe Sam, y prácticamente me lanza a los pies del taxi.
Me arrodillo frente a la niña mientras oigo a Sam gritar: “¡Era cirujano! ¡Puede salvarla!”. Me gustaría contradecir a este imbécil pero el miedo crece en mi interior cuando empiezo a creérmelo. Cuando empiezo a creerme que realmente yo fui médico. Como puede ser que ayer estuviera operando a un paciente por la noche, pues no me acuerdo. Me doy cuenta de que sé quién soy, de que sé dónde vivo, dónde trabajo, y que Sam me espera cada mañana para ir a la oficina… pero que realmente todo aquello que no es rutina parece haberse borrado de mi memoria, que todo lo que me hace diferente de los demás, ya sean mis experiencias o conocimientos, ahora solo son cadáveres devorados por los gusanos de la homogeneidad de Manhattan. La niña, que agoniza bajo las ruedas del coche, me mira, me reconoce, pero no sé quién es, puede que ser un tipo trajeado más subiendo la Quinta Avenida me haya hecho olvidar que un día aquella niña formó parte de mi vida, y que mi amigo conoce mi pasado mejor que yo. Me he habituado tanto a una vida rutinaria que me he convertido en una copia de cada uno de los que ahora se encuentran en este corro, mirándome, esperando que salve a la niña, y echando un ojo al reloj mientras tanto para no llegar tarde a la oficina. Un turno de trabajo que vale más que una niña atropellada que no les dará de comer.
Me quito la americana y me remango la camisa. Observo su hombro totalmente desencajado y ensangrentado. Debo encajarlo en su sitio de nuevo.
—¡Salve a mi hija, por Dios…! —clama su padre.
Consigo sacar su brazo de debajo de la rueda delantera y ahora solo tiene la trasera sobre la cintura, que más tarde sacaré también, pero parece estar perdiendo mucha sangre por el hombro. Me quito la corbata y le hago un torniquete, sujeto el brazo, y con un rotundo empujón oigo un chasquido que anuncia que todo vuelve a estar en su lugar. Actúo por intuición, como si algún día mi cerebro hubiera grabado cómo debía socorrer a la gente. La niña grita en ese momento, pero después se relaja al sentir que su brazo vuelve a estar en su sitio. Entreabre los ojos bañados en lágrimas y ve a su padre sujetándole la otra mano. Le pido al hombre que se encargue de vigilar el torniquete y palpo el torso de la niña para ver si todos los huesos siguen intactos o si noto alguna herida profunda. Mis dedos están empapados en sangre y eso parece marearme. Maldita sea, Keith, ¿qué mierda de cirujano eres? Veo que la rueda está bastante hundida en la cintura de la niña. Es el siguiente paso. Veo al conductor de raza negra detrás del padre, mirándome y secándose el sudor de la frente, mientras reza al cielo por la niña.
—¡Necesito que me ayuden a levantar el coche! —chillo a la gente de nuestro alrededor—. ¡Tenemos que sacarla, el coche está presionándole las vértebras!
Tres hombres se acercan a nuestro lado y sujetan el lado derecho del vehículo.
—¡A la de tres! —grita uno de ellos—. ¡Una,…!
—¡Sam, échame una mano! —le reclamo.
—¡…dos,…!
—¡¿Sam?! —Miro a mi alrededor, pero no le veo en ninguna parte. ¿Dónde se ha metido?
—¡¡¡…y tres!!!
Sonrío cuando veo que el coche se levanta mientras se oye llegar a las ambulancias. Sin embargo, mi piel empalidece cuando la niña emite un quebrado grito rasgándose la garganta, pone los ojos en blanco y su cuerpo convulsiona tres, cuatro, cinco veces, hasta que deja de hacerlo. Aparto al padre para sacarla de ahí, pero al tirar del cuerpo, ya inmóvil y sin la rueda encima, me doy cuenta de que prácticamente lo tiene dividido en dos y que lo único que la mantenía con vida era, precisamente, la rueda. El padre también grita. La niña descansa sobre mis rodillas. Mi pulso se agita. Mis lágrimas caen sobre el cadáver.
—¡Oh, Dios mío… Dios mío…! —balbuceo.
—Usted no tenía ni puta idea de cómo salvarla, ¿verdad? —pregunta uno de los hombres que habían elevado el taxi, sin esperar respuesta y consolando al padre.
Dejo a la niña en el suelo y me levanto, me tiemblan las piernas. La gente se aparta, me hacen un pasillo. No aplauden, no insultan, no reaccionan ante mi fracaso. Busco a Sam entre todos ellos, pero no lo encuentro. Veo cómo todo el equipo médico la mete en una ambulancia. Es tarde, está muerta, pero no digo nada más, decido que no debo estar allí y me marcho. Aquel hombre me dijo en mi sueño que la vida de su hija estaba en mis manos y la perdió por mi culpa. Acaba de suceder exactamente lo mismo. ¿Cómo lo había sabido? ¿Cómo había sabido que precisamente su hija, ese mismo día, sería atropellada y yo tendría que salvarla? ¿Qué ha sido de mi pasado? ¿Dónde demonios está Sam? No entiendo absolutamente nada y solo puedo sacar algo en claro: no todo es tan simple; lo de anoche no era solo un sueño.

lunes, 29 de julio de 2013

Primer capítulo de "El sueño de Keith White"

Para ser verano he estado muy desaparecido, lo sé, pero si no he escrito aquí es porque he decidido embarcarme en mi segunda novela. Como agradecimiento por vuestra fidelidad pese a mis grandes ausencias en Eterna Tormenta, os pongo aquí el primer capítulo de la novela, que va precedido de una cita de René Descartes:


“Supondré, pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, me engaña, sino que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme; pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y engaños de que hace uso, como cebos, para captar mi credulidad; me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre; creeré que sin tener sentidos, doy falsamente crédito a todas esas cosas; permaneceré obstinadamente adicto a ese pensamiento, y, si por tales medios no llego a poder conocer una verdad, por lo menos en mi mano está el suspender mi juicio.”

(1ª Meditación de René Descartes)



1. “¡DESPIERTA!”



Despierto. Tengo la sensación de que alguien me lo ha pedido, de que alguien me ha susurrado que abandone un sueño profundo el cual no recuerdo en este primer aliento. Pero no hay nadie conmigo.
Vamos a ver… ¿dónde me encuentro? Paredes verde jade, algo sucias, unas pantallas que… ¡uf!, me ciegan. Oh, estupendo. Estoy en una camilla. Bravo, Keith, te has lucido. ¿No se te ocurría otra cosa? ¿De verdad tienes las santas pelotas de empezar una novela, que es bastante gruesa por lo que puedo apreciar, despertándote en una camilla de un hospital? Qué original. Espera, espera, que ahora me digan que mi hijo tiene un partido de béisbol justo el día que tengo trabajo, y que no pueda ir y acabe traicionándole, él deje de creer en su padre, y mi mujer demasiado guapa para lo poco atractivo que soy yo me mire con mala cara por “estar siempre pendiente de mi trabajo”. Sí, eso superaría este inicio tan manido, ¿no?
Pero sé que no va a ser así porque ni tengo hijos, ni tengo mujer, y ni mucho menos me falta atractivo. Quizá un poco de modestia sí. Soy un tipo listo, y aunque ahora no sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, sé quién soy y sé que soy muy bueno en todo. Imbatible. Insaciable. Increíble. Keith White.
Frío. Tengo frío en los pies. Están descalzos y asoman por debajo de la sábana. Dios mío, no llego al metro ochenta, ¿es que ya no saben ni hacer camillas y sábanas? Me dispongo a incorporarme para tapármelos, pero unos tubos tiran de mis brazos, y es entonces cuando me doy cuenta de que tengo varios de éstos conectados a mí. ¿Qué me ha pasado? Parece que mi memoria a corto plazo se ha nublado de alguna manera que tampoco recuerdo.
En este momento entra una chica de más o menos mi edad, como mucho veintiséis, de pelo rojizo y ojos claros, rasgos faciales rectos y una figura digna de una portada de alguna revista de lencería, pero cubierta con un traje holgado, similar a un mono, que exige más trabajo a mi imaginación, más excitada de lo que debería en un contexto en el que lo máximo que recuerdo es mi identidad.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta.
—Ahora mucho mejor.
Ella fuerza una rotunda exhalación acompañada de una mueca alegre, lo que creo que pretendía ser risa, y tras dos segundos mirando al techo vuelve a hablar:
—Te alcanzó la onda expansiva. Mira que te avisé, y aun así apuraste demasiado. Me alegro de que al final no te haya pasado nada grave.
No tengo ni idea de sobre qué onda expansiva me habla, pero está claro que es la razón de mi elipsis mental. En lugar de contestar observo todo mi cuerpo, intento mover mis articulaciones, y suspiro aliviado cuando veo que todo está correctamente, ni siquiera tengo ningún rasguño.
—Supongo que tuve suerte —respondo, fingiendo que recuerdo todo a la perfección.
—¿Puedes levantarte? El Presidente McDermott va a pronunciar el comunicado en… —mira su reloj— diez minutos.
—Ah, sí, el comunicado —finjo de nuevo.
—¿Puedes o no?
—Si me quitan estos tubos, podré.
Ella se agacha y comienza a quitarme ventosas, manipular vendas y desactivar máquinas, y yo me percato de que una tarjeta de identificación cubre su pecho izquierdo. “Valeria Winters”, consigo leer. Cuando acaba me mira y sonríe de una forma más creíble que antes, asiente, y tras unos segundos de incómodo silencio opta por tenderme la mano.
—¿Vamos juntos? —propone.
Afirmo con la cabeza mientras agarro su mano y me levanto, acción que podría haber hecho perfectamente sin su ayuda, pero mi tendencia a tocar todo lo tocable me induce a incluso agarrarme con pulso débil a su cintura hasta asegurar la estabilidad. Valeria señala al perchero, en donde un traje similar al suyo cuelga impoluto, como recién lavado. Deduzco que lo llevaba en el momento de dicha explosión y que muy amablemente alguien lo ha lavado por mí.
—¿Me lo pongo? —pregunto.
—¿Vas a ir con el culo al aire? —dice señalando a mi bata de hospital que, en efecto, deja toda mi espalda desnuda a la vista.
—Vale, dame dos minutos.
Espero con el traje en la mano y ella sigue en la misma posición. Poco a poco arquea las cejas hasta que hacen una especie de “efecto rebote”, y no sé cómo han llegado a esa posición, pero están frunciendo el ceño de tal manera que creo que se van a convertir en una sola gran ceja pelirroja. El siguiente posible cambio que se me ocurre es que escupa fuego por la boca, y eso, sinceramente, me acojona, así que decido adquirir el tono de voz más amable que puedo y digo con suavidad, casi en un susurro:
—¿Me dejas solo?
Su ceño se frunce más y espero horrorizado la fusión de cejas, pero resopla y se da la vuelta tan rápido que temo que se ahorque con su propio pelo, y mientras camina hacia la puerta brama:
—Ni que fuera la primera vez que te la veo, por Dios.
Una vez oigo el portazo me desnudo, comienzo a ponerme el mono, y no puedo evitar sonreír al pensar que es muy probable que yo me haya acostado con Valeria. Solo necesito unos segundos para darme cuenta de lo triste que es no poder recordarlo.
Con el mono puesto me miro en una de las pantallas apagadas para ver qué cara llevo, pero como suele suceder en estas ocasiones, no debería haberme mirado, pues voy hecho un asco. Me peino con los dedos como último recurso y descubro que en mi traje también hay una tarjeta de identificación en la que, en este caso, figura mi nombre. Abro la puerta y ahí está Valeria, todavía mosqueada, a lo que me dan ganas de decirle que si quiere le enseño el miembro si eso la hace más feliz, pero tenemos prisa y emprendemos la marcha.
En el pasillo grisáceo, metálico en todas sus superficies, mucha gente viste nuestros monos y otros tantos parecen salir de una fiesta de disfraces. Todos corren en la misma dirección que nosotros, que vamos con un ritmo más relajado, aunque tengo la sensación de que si no fuera por mi estado Valeria estaría corriendo también. Llegamos a una gran sala. Decenas de pantallas emiten la misma imagen: el rostro de un hombre de unos cincuenta años, algo canoso, temblorosos labios gruesos y cortados por la mitad, nariz puntiaguda, ojos azul eléctrico y oscuras ojeras de no haber dormido en días.
—Es la primera vez que veo realmente afectado a ese cabrón —murmura Valeria, que se ha parado en mitad de centenares de personas y observa furiosa la pantalla más grande—. Todo es culpa suya y me apuesto lo que quieras a que lo primero que dice es que sabe por lo que estamos pasando… maldito canalla —gruñe, y agarra con fuerza la tela que cubre su cadera. Dirige la mirada hacia mí—. ¿Seguro que estás bien?
—Claro —miento, pues no soporto las aglomeraciones. ¡Joder!, creo que el hombre de detrás de mí me acaba de meter mano—. ¿Cuántas personas caben aquí?, ¿mil?
—Multiplícalo por tres y empezarás a aproximarte —responde, apartándose un mechón de delante de los ojos.
Varias alarmas empiezan a sonar de los relojes del público. El hombre que está detrás de mí alza la mano para apagar su alarma, y cuando la baja vuelve a tocarme, lo que provoca que me ponga todavía más tenso.
—En punto. Hora del discurso —dice Valeria.
—Buenos días, dorxanos. Antes de empezar, quisiera solidarizarme con todos ustedes y decir que sé por lo que están pasando, pues al fin y al cabo solo soy un hombre más… —comienza el Presidente.
—He ganado la apuesta —susurra Valeria—. Será hipócrita…
—La situación se ha vuelto completamente insostenible. Como ya anuncié hace unos días, íbamos a dar un tiempo para contabilizar cifras de infectados, para buscar posibles soluciones antibióticas, investigación, suministrarnos… Fue el ultimátum. Sabíamos que no había esperanza. —Exhala un suspiro de desesperación y se lleva índice y pulgar a los lagrimales, apretando, intentando mantener la compostura—. Me gustaría decirles lo contrario, que el virus ha dejado de expandirse, que sabemos cómo erradicarlo… pero aunque encontráramos la cura, son demasiados los infectados. Sé que las cosas no han salido como debían, y asumo la responsabilidad. Sin embargo, por la posición que ocupo democráticamente encomendada…
—Claro, claro, como si nos hubieras dado otra opción —ruge Valeria.
—…debo comunicarles que ha llegado el momento de la evacuación —dice el presidente McDermott. Las voces comienzan a alborotarse, la gente se empuja y siento que me aplastan las costillas contra Valeria—. Tenemos varios equipos comandados por guardianes de élite que trasladarán a pequeños grupos de dorxanos a Edén. Nuestra ciudad quedará completamente aislada, solo los infectados la ocuparán y acabarán por consumirse. Es la única opción. La ciudad de Dorxa está perdida. —McDermott entrelaza los dedos y, por segunda vez, aparta la vista de la cámara. Observa la mesa y sus manos temblorosas; el vaso de agua que tiene al lado se tambalea de tal manera que parece a punto de derramarse varias veces—. En estos días ha habido muchos simulacros. Los ciudadanos están preparados. Todos saben qué grupo de evacuación tienen asignado, así que solo me queda desearles mucha suerte —parece finalizar el Presidente, pero entonces vuelve a entreabrir los labios y titubea—. Y… yo… —se queda casi sin aire—…lo siento, dorxanos. Lo siento mucho.
La pantalla se apaga. La gente ha dejado de moverse, todos están petrificados. Miro a Valeria, intentando aparentar preocupación por la evacuación, pero en realidad ni siquiera sé qué ha pasado exactamente ni qué es Dorxa. El hombre que antes me metía mano ha desaparecido. Se oyen cuchicheos, susurros, que pronto empiezan a sacar a relucir los primeros gritos de pánico, los primeros empujones.
—¡¡¡Robin McDermott lo ha provocado!!! —chilla un alborotador que ha trepado por un tubo hasta la pantalla principal— ¡¡¡Él ha acabado con Dorxa!!! ¡¡¡Muerte a McDermott!!!
“¡Muerte a McDermott! ¡Muerte a McDermott!”, empieza a gritar la masa, convirtiéndose en un cántico al que cada vez se suman más voces mientras los puños se alzan sobre las cabezas.
—Esto va a ponerse feo, Keith —dice Valeria, y tira de mi brazo con fuerza.
Mientras voy lo más rápido que puedo, mi atractiva acompañante remolca de mí casi sin esfuerzo y tengo que vigilar cada uno de mis pasos para no tropezarme. “¡Muerte a McDermott! ¡Muerte a McDermott!”. Intento encontrar un sentido a todo lo que ha pasado desde que he abierto los ojos en la enfermería: ha llegado Valeria, me ha dicho que me alcanzó una onda expansiva, me ha hecho salir a escuchar un discurso del Presidente, éste ha dicho que hay que evacuar la ciudad debido a una especie de pandemia, y después…
—¡Keith White!
Me doy la vuelta, alguien me llama. Valeria se detiene al notar que he dejado de caminar.
—¡Keith White, maldito hijo de puta! —Veo aparecer a un hombre lampiño y gritando furioso con una pistola en la mano.
—¡Dios mío, Valeria, vámonos! —chillo, pero cuando echo a correr aún no ha reaccionado y me choco de bruces contra ella.
El estallido de la pólvora ensordece mis tímpanos mientras siento una bala perforando mi lumbar derecho. Caigo de rodillas y consigo darme la vuelta para volver a mirar a aquel hombre.
—¿Por… por qué? —musito apoyando las manos en el suelo.
—Dejé la vida de mi hija en tus manos, White —dice al borde del llanto—. “Uno de los guardianes de élite más cualificados”… Sí, ya lo veo. Tú has sobrevivido como buen héroe. Pero… ¡¿y ella?! ¡¡¡Murió y no hiciste nada!!!

El hombre vuelve a apuntarme con la pistola, directamente a la frente, y cierro los ojos esperando el fin. Oigo el disparo, pero no siento la bala. ¿Ha fallado? Al abrir los ojos lo veo a él mucho más cerca de mí, tumbado boca abajo con un agujero en la nuca. Empiezo a verlo todo borroso, me derrumbo a su lado, y un individuo vestido con un mono idéntico al mío, mucho más mayor, con barba y pelo largos y canos, porta una especie de fusil, en cuyo reflejo metálico queda cegada mi visión antes de perder el conocimiento.

lunes, 1 de julio de 2013

No quedó nada

La salvaje al fin regresaba a su aldea natal, apartando las últimas ramas de la colina, hasta llegar al claro en el que se asentaban las chozas. Pero no quedaba nada, todo había sido reducido a cenizas y era imposible conocer al verdugo a esas alturas. Puede que hubiera sucedido ayer, o puede que hubiera sucedido hacía cinco años. Abandonó su tierra hace tanto tiempo a cambio la civilización, que el pasado había quedado en el olvido sin que ella se diera cuenta. Y mientras reflexionaba al borde del llanto, una fuerte brisa levantó el polvo de sus orígenes ante la impotencia de quien no puede volver atrás y frenar la deforestación de sus memorias.


Ilustración realizada por Neomort (Raúl G.G.)

lunes, 24 de junio de 2013

Claustrofobia etérica

Pudriendo todo a su paso,
Rompiendo cada ente que toca,
Escurre su sangre sobre el rostro que desde abajo le mira
Y sus terrores invaden las noches de quien se empapó.

Tantos gritos desgarradores,
Tantos hasta ahogarse en su propia hiel,
Impiden el paso a las emociones esperanzadoras que alberga,
Encarcela la bondad y su dolor guarda la puerta.

Y arde, arde, arde,
Su llama alrededor se expande,
Y quema, quema, quema,
Las manos ajenas que le rodean.

Y la piel, putrefacta, se resquebraja con más facilidad.
Y el alma, encerrada, hambrienta suele agonizar.
La llave, a simple vista, la prefiere lejos del corazón.
La soledad, amenazando, sabe que siempre le esperó.

Y envenena, envenena,
La cura existe, mas no se emplea,
Y muere, muere,
Hasta aquella prisión se pierde.

sábado, 25 de mayo de 2013

El juego de la vida

Unos leves toques en la madera del cofre fueron suficientes para que el espectro que se ocultaba en su interior abriera de golpe y se abalanzara contra el valiente héroe. Afortunadamente, justo antes de asestarle un mordisco en el cuello, se dio cuenta de que aquel individuo no era a quien estaba esperando.

—Maldita sea, solo eres un aldeano —gruñó—. Pensaba que era mi momento de gloria.

El aldeano echó a un lado al espectro y se puso en pie. Se recolocó el sombrero de paja y su chaleco de piel de buey, el cual se encontraba abierto sobre una camisa de yute.

—Solo quería charlar —aclaró el aldeano.

Sacudiéndose el polvo y volviendo a su cofre, el espectro volvió a la realidad y miró asustado al aldeano:

—Tú no deberías estar aquí —dijo, en un tono prudente.

—Ya lo sé, mi lugar es enfrente del establo que hay unos metros más allá —contestó—. Y tu papel, esperar dentro de este cofre a que llegue el bravo protagonista, lo abra buscando oro, y le ataques. Pero eres débil y como mucho le bajarás un pequeño porcentaje de la vida, luego morirás atravesado por su espada.

—Claro, es un videojuego. ¿Qué esperas? ¿Darte un paseo por donde quieras? Eres un jodido aldeano, ni siquiera tienes nombre, y compartes la apariencia con cien aldeanos más del juego. Vuelve a ese establo, ponte tu signo de admiración en la cabeza, y espera a ese estúpido héroe, antes de que la líes.

—Pero es que ni siquiera necesito las diez pieles de oso que le voy a encomendar como misión. Cuando me las traiga, debo seguir de pie en ese maldito establo hasta que derrote al maldito jefe final dentro de mucho maldito tiempo.

—Porque es un maldito juego, y éste es tu maldito papel en él.

—¿Y nuestra vida tiene que limitarse a servirle a él? ¿A que le lamamos el culo dándole oro a cambio de gilipolleces que no se cree nadie? ¿Por qué no podemos ser todos iguales?

—A él le tocó el papel de héroe y a ti el de aldeano.

—Lo sé, pero no lo entiendo —replicó.

—No tienes nada que entender, eres un aldeano. Aquí el único que manda es un tío al que se la trae floja que tu vida sea una mierda.

El aldeano se sentó afligido junto al cofre. Echó la mano a la hierba e intentó arrancar algunos tallos, pero estaban totalmente amarrados a la superficie.

—Nada es real, ni siquiera el suelo que pisamos. Es todo producto de unas mentes que quisieron que esto fuera así. ¿Cómo crees que será todo al otro lado de la pantalla?

—¿Fuera del juego?

—Sí, en el mundo real.

—No creo que exista un mundo real. Quizá exista un mundo en el que puedes arrancar la hierba, pero todo será producto de unos pocos individuos. La hierba se arranca porque alguien quiere. Y los demás solo serán aldeanos o espectros.

—¿Así que los supuestos héroes del mundo real, los que se supone que deben hacer que el juego funcione y tenga un sentido, también se beneficiarán con el oro de unos aldeanos que ni siquiera saben por qué deben dárselo?

—Supongo, la lógica se basa en la realidad, en que todo funciona como debe funcionar. Si la realidad vigente es ilógica para ti, ¿no sería mejor vivir tu propia realidad? ¿Una realidad en la que tu papel tenga un sentido?

—Jamás podrá ser así mientras a los mal llamados “héroes” no les importemos en absoluto, ellos quieren su oro y sus puntos de experiencia.

—Ellos solo quieren completar su juego. Y nosotros nos comemos los espadazos y los pagos. Quieren llevar a cabo una realidad lógica para ellos, no para nosotros.

—Y solo soy un aldeano con la misma apariencia para ellos que otros mil.

—Pero con una opinión única. Y una lógica basada en una realidad mejor.

—Pero solo se me escucharía siendo un héroe. Jamás siendo un aldeano.

—Es nuestro papel… —murmuró el espectro, pero entonces se sobresaltó. — Le veo llegar por el horizonte. ¡Vuelve a tu establo!

Se agazapó dentro del cofre y lo cerró. El aldeano salió corriendo hacia su posición habitual. “Necesito diez pieles de oso, necesito diez pieles de oso…”, se repitió a sí mismo, para que cuando el héroe llegara todo fuera según lo establecido.

lunes, 22 de abril de 2013

La Niebla


Cierro los ojos con fuerza. “¿Qué ha pasado?”, me pregunto. El problema es que cuando no miras a nada, es cuando más ves. A través del tiempo, a través del corazón. La realidad que se muestra ante nuestros ojos no es más que una manifestación de lo que no se puede ver. Dolor, rencor, odio. Nos apuñala estando solos en la habitación. Sí, lo realmente profundo ataca en la intimidad de uno mismo.

El ser humano es capaz de hacer feliz a otra persona mientras duerme. Su sola existencia, su solo recuerdo en la mente de otra persona, todo ello puede aportar mucho sin mover un dedo. Somos increíbles. Desde la soledad, desde la lejanía, somos un motor para otro. Y sin embargo, cuando estamos cerca, cuando movemos ese maldito dedo, es en el único momento que podemos cambiar la situación. Sin acto no hay posibilidad de error. Un recuerdo positivo siempre será un recuerdo positivo. Crear nuevos recuerdos es exponerse a que sean negativos.

Abro los ojos. “¿Qué ha pasado?”, me vuelvo a preguntar. Que los recuerdos son recuerdos, eso pasa. Que hay gente capaz de ignorarlos. ¿Existe una situación más dolorosa que alguien a quien siempre has valorado, que ha sido fundamental para tu avance, desaparezca por voluntad propia? Que decida irse. Maldita sea, ¿por qué? Uno tiende a pensar en qué ha hecho mal. Nada, tú no has sido. Si esos recuerdos son buenos para los dos, si tú has sido el mismo… entonces, ¿por qué renuncian a ti? ¿Se han cansado? ¿Hay alguien mejor?

Es injusto pensar que esa persona nunca valoró tu existencia. Que tú fueras su motor. Que estuvieras siempre ahí. Se adentraron en la Niebla. Una Niebla que solo tiene una posible ruta, en la que mirar a los lados es inefectivo. Nada por aquí, nada por allá. Paso a paso, mis huellas se perderán detrás de mí, en la Niebla. Está cegado. No sabe adónde va. Pero la Niebla, para él, es suficiente. La Niebla le muestra el camino fácil. Avanzar, sin importar nada más que la Niebla.

Niebla, Niebla, Niebla. Que sea redundante no es que se me haya olvidado cómo escribir. Niebla, Niebla, Niebla. Comienza a no existir nada más. Niebla, Niebla, Niebla. El problema es que cuando no miras a nada, es cuando más ves. A través del tiempo, a través del corazón. Niebla, Niebla, Niebla. El problema es que cuando miras la Niebla, es cuando menos ves. Niebla, Niebla, Niebla. Lo único que existe es la Niebla. Niebla, Niebla, Niebla. A través del corazón. Niebla, Niebla, atraviesa el corazón. Cierra los ojos. “¿Qué ha pasado?”, te preguntarás.

lunes, 18 de marzo de 2013

Máscara


Quizá estéis acostumbrados a que escriba sobre amor. Sí, detrás de estas largas melenas y ropas oscuras, las emociones son lo que más empapan mis textos. La muerte es mi otro tema principal. Pero afortunadamente no estoy muerto, aunque lo otro no lo pueda negar.

Llegó tan rápido como… como si alguien te cayera encima. ¿Os imagináis? Es que, de hecho, lo hizo. Ella cayó sobre mí y yo la cogí al vuelo. Y desde entonces me planteé no volverla a dejar caer.

Algo hubo desde el principio, algo que las palabras no pueden explicar, que nos atraía mutuamente estuviésemos donde estuviésemos. Daba igual que hubiera mil obstáculos cada día, había un hueco para el otro. No necesitábamos explicación sobre lo que sentíamos, ni razones para actuar. Ahí estábamos. Y comenzó, hace exactamente diez meses, algo que me haría sentir, por fin, vivo.

No había vivido hasta entonces realmente. Soy un hombre enmascarado, nunca he mostrado cómo soy de verdad. Camino entre sonrisas de los que más me quieren, y yo les quiero, pero jamás muestro mi verdadero yo. ¿Por qué? Porque nunca se quiso a mi verdadero yo.

Tengo defectos que no puedo evitar, sentimientos que si alguien conociera, saldría corriendo. Quizá no los haya pulido porque no se han enfrentado nunca a ellos.

Y es ahora cuando, maldita sea ella, arranca mi máscara cada vez que la veo llegar a lo lejos, siempre algún minuto tarde, y sonriendo al verme apoyado en una pared. Y yo sonrío, porque por fin llega, y sonrío más si va vestida como un verdadero narcotraficante: eso sumará dos minutos de bromas y de verla sonreír.

Nos recuerdo dándonos golpes, o queriendo hacer ejercicio y acabando tumbados en un banco durante dos horas. Reteniendo al otro cuando se tiene que ir. Metiéndonos una piedra en el bolsillo para que, algún día, el otro nos la tenga que devolver, y que no pueda desaparecer jamás de su vida. Creando utopías, soñando mientras caminamos bajo el anochecer. Y muchas se han cumplido.

Vámonos a nuestra cala, otra vez. Perdámonos en aquella habitación junto a la carretera, con camiones que nos despertaban cada diez minutos. Oblígame a sentarme en el césped. Y a trepar un maldito árbol. Y guárdate mi máscara en tu bolsillo, porque lo que ves es lo que soy, y por fin mis defectos se enfrentan al exterior. Y serán combatidos y vencidos. Porque has dado sentido a mi vida. Y me planteé no dejarte caer.

Recuerdo aquella vez, en la oscuridad, nuestros rostros a tres centímetros. Te prometí que si te caías, te recogería, y si te rompías, te recompondría. Porque tú me recompusiste. Fuiste la pieza que faltaba a mi rompecabezas, y lo dije meses atrás en este mismo blog.

Gracias, preciosa.

martes, 26 de febrero de 2013

A oscuras y en silencio


    Hubo una vez, al menos ochenta años atrás, cuando tus abuelos aún gateaban, en que una joven vivía totalmente a oscuras. Y no es que su cuarto no tuviera ventanas, o que solo le gustara salir de noche. La muchacha nació ciega.

    En otro lugar del mismo pueblo, perdido en la montaña, donde el olor de la mañana es de cabras y el sonido de la noche de grillos, había un joven, con solo dos o tres años más, que vivía en silencio. El muchacho nació sordomudo.

    La ciega podía escuchar y decir todo lo que el sordomudo únicamente podía ver; privilegio que ella no poseía. Fue algo más tarde de cumplir los veinticinco años cuando, en un banco de la Plaza Mayor, ambos coincidieron a las doce la noche. A esa hora no había nada que ver, ni nada que escuchar, ni a quién decirle algo. Era la hora perfecta para los dos. ¿Entonces por qué, si lo que una decía no podía escucharlo el otro, y tampoco podía devolverle la mirada al muchacho, sus manos se agarraron y el amor surgió entre los dos? Probablemente, porque ella era ciega, y él, sordomudo.

    Por primera vez, la comunicación no era esencial en sus vidas. Nadie les pedía nada por encima de sus posibilidades. Su único vínculo eran las dos manos cogidas, recorriendo el pueblo a todas horas. No eran capaces de quedar a ninguna hora, así que cuando se necesitaban, acudían al mismo banco, sin que nadie lo hubiera estipulado así. Y es que con el tiempo, las visitas al banco fueron cada vez más frecuentes. Porque ella era ciega, y él, sordomudo.

    Todavía no se sabe cómo lograban ponerse de acuerdo, pero de alguna manera, abandonaron el pueblo con el único fin de recorrer el mundo, siempre cogidos de la mano. Mientras que el muchacho no llegaba a escuchar otras lenguas, ni a conocer ambientes o melodías folklóricas, la muchacha se servía de éstas para explorar otros lugares, pues no podía verlos. Y los olores y las texturas, pese a estar al alcance de los dos, ni siquiera podían comentarlas. Da igual, no lo necesitaban. Porque ella era ciega, y él, sordomudo.

    Y mano a mano, a oscuras y en silencio, se creó un mundo entre los dos que solo podía sentirse y no expresarse, compartirse y no comprenderse. Porque nunca habían cruzado una palabra, ni una mirada, porque ni aunque lo intentaran llegarían al otro. Pero aún así, había llegado un momento en el que todo estaba dicho y todo estaba visto en este mundo particular. Habían compartido una vida entera juntos, tan solo yendo de la mano. Y así habían sido felices. Porque ella era ciega, y él, sordomudo.

    ¿Quién sabe cuántos años tenían ya? ¿Acaso alguno de los dos se preocupó de ello? La mujer comenzó a sentir la mano de su amado más arrugada con el paso del tiempo. Él sí la veía envejecer, pero lógicamente, no podía comentarle nada. Tampoco lo hubiera hecho. Si no podían quejarse de su vejez, solo les quedaba disfrutarla de la mano. Porque ella era ciega, y él, sordomudo.

    Y el otro día, no hace demasiadas semanas, cuando la anciana despertó a las ocho de la mañana, sentía la mano del anciano muy fría. Aunque no lo veía, podía sentirlo yacer a su lado, pero por mucho que ella le preguntara si todo iba bien, él no respondía. Como siempre. Porque ella era ciega, y él, sordomudo.

jueves, 31 de enero de 2013

La posesión


    —¡Vámonos, Frank, por favor! —sollozó Juliet—. Esta casa… ¡esta casa está maldita!

    —Tranquilízate, Juliet —dijo él, agarrándola por los hombros—. Acabamos de llegar, el pueblo es nuevo, no estamos acostumbrados a vivir así.

   —No acabamos de llegar, llevamos tres meses, tres jodidos meses… ¡No quieres entenderlo…!

    —Vamos a la cama, mañana será otro…

   —¡Cállate! —lo interrumpió—. Se oyen cosas, siento presencias en esta casa. Y el amigo imaginario de Lucy… Dios mío, Frank, ¿cómo puedes no hacer nada?

   —Mañana lo hablamos, estoy agotado —Frank miró a Juliet fijamente hasta que ésta, al fin, cerró los ojos y asintió.

   El demonio se encontraba bajo la cama de matrimonio. Sintió cómo Frank y Juliet se tumbaban y apagaban las luces. Había llegado el momento, lo que llevaba esperando desde que la familia Rhodes llegó a la casa.

   En su forma incorpórea, el demonio reptó por el parquet hasta atravesar la pared de la habitación. Apareció dentro de un armario del cuarto siguiente. Adquirió su forma corpórea y dio dos golpes con el puño a la puerta. Lucy la abrió y le dejó pasar al interior de su habitación. Una vez el demonio se sentó en la cama, la niña volvió a agacharse para jugar con su casa de muñecas.

     —Has tardado, empezaba a aburrirme —refunfuñó Lucy, sin apartar la vista de la muñeca rubia.

    La niña tenía ocho años. Su edad atrajo al demonio desde que se efectuó el traslado a aquella casa. La piel pálida de la niña, su pelo liso y negro, sus ojos ojerosos, eran perfectos para su propósito. Vestía un largo camisón blanco que le cubría hasta los tobillos, pues sus padres la habían acostado hacía rato, pero ella se había vuelto a levantar para jugar y esperar a su amigo.

    —Ha llegado el día, Lucy —dijo el demonio sin rodeos.

    —¿Qué día?

    —¿No has visto nunca películas sobre posesiones? A los americanos os va mucho eso. Ya sabes, de las que se llega a una casa, pasan cosas terroríficas, y la pobre niña es poseída.

     —¿Disney hace películas así?

     —¡¿Qué diantres es Disney?! A ver, las posesiones tienen unas fases previas. No todo es llegar y ya está.

      —Entonces cuéntame —dijo la niña con tono dulce, mientras volvía a jugar con sus muñecas.

    —Primero una familia decide trasladarse, y la casa siempre tiene un pasado oscuro, unos antiguos inquilinos que murieron de una manera espantosa. Ahí es cuando empiezan a pasar cosas extrañas, que hacen dudar si existe lo sobrenatural.

       —Me lías, y tengo sueño —murmuró la niña—. ¿Qué tengo que ver yo?

    El demonio sonrió, no por simpatía, pues su procedencia infernal le impedía tener ese tipo de sentimientos. Lo más probable es que la inocencia de la niña le resultaba cruelmente manipulable. Se levantó y arrodilló frente a ella.

       —Tú encuentras un amigo. Un amigo que actúa a espaldas de tu familia. Es alguien al que solo tú le ves algo especial y que probablemente, si tus padres conocieran sin saber tu juicio previo, les espantaría. Pero tú eres feliz, tú hablas de mí a tus amigos y a tu familia. Y ellos no entienden nada, hasta que te empiezan a ver extraña. Y poco a poco creamos un vínculo, en el que tú realmente me valoras y no te importa nada más. Es entonces cuando, en tu debilidad, decido poseerte.

        —¿Poseerme? —frunció el ceño la niña—, ¿en qué consiste eso?

        —Un día me introduzco dentro de ti, y al principio, sigues siendo tú. Pero poco a poco tu personalidad cambia, y a peor. En tu mente, crees que lo que haces es lo correcto, pero lo que estás haciendo es lo que yo quiero que hagas, porque no me sirve lo que tú eras antes de entrar en ti. Solo necesito tu cuerpo para nutrirme de tus actos. Actos que yo deseo. —El demonio contempló a la niña, que ahora había dejado de jugar con sus muñecas para clavar la mirada en sus rojas retinas. — Progresivamente, te vas alejando de tu familia y de tus amigos. Solo les haces daño y ellos están horrorizados. Descuidas todas tus labores porque lo que tú quieras no me importa. Hasta que llega un día en que anulas tu personalidad, y tu cuerpo me pertenece, y podré hacer lo que me dé la gana con él. Acabaré con tus padres, hermanos, compañeros de clase, vecinos… Te quedarás sola, pero tu capacidad para darte cuenta quedará extinta porque tu cerebro actuará por mis impulsos, toda tu vida seré yo. Toda tu vida será mía.

       Lucy, aterrada, gateó hacia atrás, dando una patada a la casita de juguete.

       —¿Por qué ibas a hacer eso? —titubeó—. Somos amigos.

       —Por eso mismo, porque lo somos, y me quieres, ¿me equivoco?

     —Sí… eres mi amigo, llevamos tres meses juntos y te quiero mucho, y tú a mí también.

       El demonio soltó una rotunda carcajada.

     —¿Tú crees que alguien que te quiera de verdad haría algo así contigo? —la criatura cabeceó—. No puedo sentir amor, soy un demonio, en todo caso puedo no odiarte. Pero me vienes bien, y debo aprovecharlo.

       —¿Por qué iba a permitirlo yo…?

      —Me dijiste que tenías… ¿ocho años? Échale diez, doce años más como mucho. A esa edad, poco a poco muchos a tu alrededor pasarán por lo mismo. Por quienes quieren. Así que… tú me quieres, te toca a ti, ¿no?

        Lucy dudó. Tres meses en los que aquel demonio le había acompañado día y noche. Sí, era feliz con él.

       —¿Hay tiempo para pensarlo? —preguntó Lucy.

      —La fase es ahora. —respondió el demonio, negando la cabeza.

     —Entonces introdúcete. —dijo la niña, poniéndose en pie y abriendo sus brazos, dejando su pecho a la intemperie.

       El demonio volvió a sonreír, y otra vez más, no por simpatía. Se levantó y puso la mano sobre el pecho de Lucy:

      —¿Realmente los demonios somos tan inhumanos? ¿O es que los humanos son tan demoníacos?

      La criatura empujó su mano en el pecho de Lucy hasta que comenzó a introducirse en él. La niña soltó un grito ahogado hasta que sus ojos se tornaron a un color blanco brillante. Cuando el demonio había penetrado casi hasta el hombro, poco antes de introducir el cuerpo entero, acercó su rostro al oído de la Lucy y le susurró:

      —Niña, lo único ficticio de esta historia somos los personajes.

      Y Lucy, totalmente poseída, se desplomó en el suelo.